FELIZ CUMPLEAÑOS, HIJA (Mi poema)
Edgardo Dobry (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Tú, niña, tú eres mi cielo
el rictus de mi sonrisa,
y la brisa
de una flor en mi cornisa,
del capricho de mi anhelo
el consuelo.

La escarcha en la madrugada;
del sol, cuando estoy al sol,
el parasol;
de mi joyero el crisol,
eres mucho más que un hada,
mi mimada.

Por ti, linda mariposa,
siento ganas de vivir
y sentir;
y no me importa morir
pues sé que dejo una rosa.
primorosa.

Te quiero por ser tan buena,
por ser tan dulce te quiero
y me muero;
y brindo desde mi albero
por tu gracia tan serena,
hierbabuena.

Y hoy que ya es San Valentín,
también celebras tu santo.
Y este canto
se fundirá con tu encanto
que cubra cual arlequín
como a un santo.

Para que nunca lo olvides
yo soy tu padre y testigo,
y el amigo
quien siempre será tu abrigo
si es que tú así me lo pides,
tú decides.
©donaciano bueno

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A mi única hija, que aunque única vale por mil.

MI POETA SUGERIDO: Edgardo Dobry

Ce qui est ferme est par le temps destruit,
Et ce qui fuit, au temps fait resistance.
Joachim du Bellay

El once de junio de mil ochocientos ochenta y ocho
Margarita de Saboya, primera reina de Italia unificada,
llegó a Nápoles en visita solemne.
Rafaele Esposito, cocinero del palacio
real de Capodimonte,
creó en su homenaje una pizza
con los colores de la flamante bandera:
blanco (la muzzarela), rojo
(los tomates) y verde (la albahaca).

Dichosa reina de una nación
recién unida en Estado:
no inmortalizada en duro bronce
sino en crujiente engrudo.
Tu recuerdo no es cosa de eruditos:
millones de hambrientos te invocan cada día.
Y mientras se arruinan los palacios
y nadie molesta el sueño de los versos
vive tu nombre en la perpetua deglución.

Robert Browning: “What does it all mean, poet?”
(de The Last Ride Together, VII, 1855)

Di, poeta, ¿qué sentido darás a todo esto?
Laten tus ideas con ritmo, has puesto
metro a nuestra emoción; y qué bien expresas
de las cosas sus íntimas bellezas.
No está mal. Pero, además de tu renombre,
¿crees saber qué es bueno para el hombre?
¿Te crees tú —pobre, enfermo, prematuro viejo—
un palmo más cerca del sublime reflejo
que quienes nunca un verso han de acuñar?

Canta tú la cabalgata. Yo prefiero cabalgar.

d’après H. Heine

I.

Al incendiario talle de mi dama
dediqué un preciso caligrama.

Un crítico elogió el poema visual
que compuse a sus ojos:
“Sin igual”.

Y qué impactante haiku le escribiera
al corazón, si corazón tuviera.

II.

La Suerte es una cualquiera,
no quiere a un solo marido:
en los labios, lisonjera,
te da un beso y ya se ha ido.

Doña Desgracia, al contrario,
no llega sin su maleta.
Y en tu cama, sin horario,
se sienta y hace calceta.

Fue para mí una maravillosa sensación
el encontrarme apoyado en las
almohadas,  en un cuarto débilmente
iluminado.

G.E. Hudson, Allá lejos y hace tiempo

La escena debe mirarse
con algo que está
más adentro de los ojos
o quizás en ninguna parte,
es un atributo de esta luz.
Hoy en Soldini, cerca de la Ciudad Nativa,
los perros saciados de restos de asado
se revuelcan en el pasto y los chicos
se revuelcan con los perros
en un nudo de risa salvaje,
las remeras sucias de clorofila
y las redondas bocas mordiendo una rosada
luz horizontal. Mis primos mayores mostraban
la tristeza: hijos que se van o planean irse
a Sydney, Amsterdam, Vancouver,
y yo, quince años después
de haber dejado este paisaje
con una ligereza de pronto inexplicable,
no sé cómo se puede
no vivir acá, no vivir aquí.
Luca ahora juega al fútbol con su primo Pablo
en una canchita entre una yegua que mete
el hocico hasta los ojos en un balde celeste
—“se llama Rubia” va a decir su ama,
una mujer robusta sonriente,
que podría ser india o tirolesa,
que debe ser una mezcla de las dos—
y el tren de carga más lento del mundo
coronado de un copete quieto de vapor.
Tengo que ir a Buenos Aires,
dejar a Luca con su abuela
y tengo al mismo tiempo ganas infinitas
de no hacer nada, de quedarme
respirando el ascua de este cielo rosa,
dormir en la que fue mi habitación
con mis libros de antaño, Los siete locos,
la Poesía de Almafuerte,
el Antiedipo, Los gauchos judíos,
Trilce (has venido temprano
A otros asuntos y ya no estás), Allá lejos
y hace tiempo, cortado a rodajas
por la persiana entreabierta
quedarme leyendo Luz de agosto:
una chica con hatillo y abanico
que camina de Alabama a Jefferson
buscando al padre de su hijo.
Y así, en duermevela sobre la frazada a flecos,
soy yo, soy yo el que camina,
cargo una mochila de libros deshojados,
por declives bromurados voy
de un mundo a otro,
llevo un niño de la mano.

San Pietro in Vincoli,
año cientodós después de Freud

para Francesco Tarquini y Primarosa Cesarini
Sforza

Entrar en la biblioteca, el paso quedo,
y abrir el último
fichero de la M: después taparse
un oído y el murmullo
a varias voces escuchar sobre los hilos
de la barba del Moisés de Miguel Ángel:
Lübke sostiene que,
estremecido, “se toma con la mano derecha
la majestuosa cascada”; Grimm levanta
su dedo sajón y solicita
no olvidar que con el codo
de ese mismo brazo el patriarca
contra su flanco aprieta
las Tablas de la Ley.
Springer por su parte resopla
y exclama que el gesto de la mano
es inconsciente y prefiere
hablar de “ondas imponentes”.

Sigmund Freud estuvo en Roma
en 1901 y trepó las inhumanas
escaleras de San Pietro in Vincoli
desde “el poco agraciado Corso Cavour”,
midió la estatua muchas veces, la estudió
durante horas (todo se parece a como él
lo describiera, salvo que el Corso Cavour
está mucho más feo aún y hostil por el exceso
de tráfico y en la iglesia hay un cristal
que impide acercarse al monumento funerario
del papa Julio II donde protesta un cartelito:
“è vietato sostare di fronte alla scultura,
lasciare spazio ad altri turisti”).

Freud vio en el índice abierto de la diestra mano
y en la estirada espiral de la gran barba
el resto de un gesto concluido
y un anuncio del que está por empezar:
“El pie todavía muestra la acción insinuada
y enseguida sofocada, como si el gobierno
de su persona fuera de arriba para abajo”.
Vio que las tablas estaban invertidas
y creyó ver que ese Moisés renacentista
no era del todo el de la Biblia.

Mejor en este punto quitar la mano del oído
y sustraerse a la disputa que siguiera
en torno a la posición de la cabeza.
Esa cabeza de gallo con dos crestas
echada hacia atrás rígidamente, a punto
de lanzar el picotazo. El gesto tan parecido
al de mi abuelo Moshé, su mirada ardiente
de sofocada indignación aquel viernes
cuando, sentado yo en el mostrador de madera
de su negocio de calle San Luis, sobre dos catálogos
de bombachas y corpiños recién llegados por correo,
le dije: “Sheide, explíqueme qué cosa sea la Cábala”.

para Nora C. y Jorge B.

Qué sabe usted de lo que no me pasa,
del “estoy cansado” a la mañana,
del “ahí va el chinchudo” que mascullan
mis desahogados vecinos del sobreático: ahí va
el del ceño fruncido como el último
durazno en el fuentón. Quise llorar
pero no encontré motivo, victimizarme
pero no había
pastel de culpa a repartir.
Y llegó el ocaso,
vino el Rilke y le dijo
al simplón ése del poeta joven:
“¡no escriba usted poemas de amor!”.

Entonces agarro mis romas líneas venéreas
y las hiervo, las redoro, las devengo
una factura triangular como una aljaba,
una golosina para la autoridad del Rilke.
Son una mentira sin malicia, señor,
un retocado en la fotografía.
Lástima que el joven poeta apostrofado
no hubiere sido el transandino aquel de los cien
sonetos falsos. Yo por mi parte soy el viudo
de una moto recién sacrificada:
el escape desprendiósele en un pozo
y una multa me pusieron por el ruido.

Y es que la pobre estaba ya tan vieja
y tanto merecía, por lo mucho que felices
fuimos juntos, una digna defunción,
un vender sus órganos aún sanos
bajo el acrílico sol de los desguaces.
Señor Rainer María que estás
en las Librerías del Centro:
¿puedo escribir los versos tristes
para mi pobre moto blanca, para mi moto
blanca? ¿Por esta única
vez licencia tú me dieras?
Muchos barrios visitamos juntos,
era mi María Kodama. Era mi Dama
de las Kamelias: tosía si la pateaba,
sabía
bizquear en las esquinas como la Dulce Irma,
hollar senderos como agraria Proserpina.
Señor Rainer María
usted qué sabe
de lo que no me pasa, del estar cansado,
del conversar con los taxistas en la amarga
noche catalana. Dispense por esta vez
mi declamar el poema del amor y muerte
y écheme un consejo, en todo caso:
¿debería planearlo más bien como elegía?

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Donaciano Bueno Diez
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