ACERCA DE LOS TROPIEZOS (Mi poema)
Francisco Umbral (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Resulta que yo andaba despistado
soñando sin saber por donde andaba,
y en medio del camino tropezaba.
La culpa la achacaba al empedrado.

Resulta casi me hundo en el abismo,
pensando como estaba en las batuecas,
me quise revolver haciendo muecas.
Y vuelta a tropezar, pasó lo mismo.

Me dije para mí que la tercera
no habría de ocurrir, pon más cuidado.
Y tuve que encontrarme a otro malvado
al borde inoportuno de una acera.

Ocurre que está llena de tropiezos
la vida, y que imposible es evitarlos,
te sirven de atención y hay que cuidarlos,
señales son de alerta a los bostezos.

Recuerda que es así como se aprende.
Si un día sin querer das un mal paso
no debes de admitir que es un fracaso,
ni debes de dudar, la duda ofende.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO:  Francisco Umbral

EL ABANDONO AZUL DE LA COCINA

Tu cuerpo es un hermoso fragmento
de no se qué grandeza rota.
El cesto de frutas de tu vida
se renueva por sí solo todos los días.
En tu boca destrozada habla la tristeza del martes
y en tus dedos minuciosos arden páginas de luz.
Le abultas al mundo como una planta excesiva
y dejas magnitudes de olor por donde nadie pasa.
Has oxidado el aire con tu cansancio,
has enterrado todos los clarinetes,
tienes senos destruidos como la antigüedad
y muslos de cosecha que le pesan al día.
Busco en tu alma un tabaco de infancia,
busco en tu sexo un mar desalentado,
y comprendo que los muertos, realquilando tu casa,
hacen un poco más alegre
el destrozo del amor y el abandono azul de la cocina.

CADÁVER DEL DOMINGO

Pega, muchacha, pega, con tu melena látigo,
azota la tristeza sobre mis atrios fríos,
despójame de historia, repite el vuelo lento
de tu melena negra, pájaro tan tupido,
que como un ala sola, muy cargada de sexo,
pasa sobre los cuerpos, cadáver del domingo.
Qué incendio entre vecinos, qué barrizales negros;
improvisamos noche sobre los extramuros
y sonaba tu cuerpo, ah los pechos cervales,
como el gemido rojo de los asesinatos.
Pega, muchacha extraña, cuerpo de otros países,
hiende mi vieja historia, hiere donde más duele,
y que la casa sola, habitaciones negras,
hunda en el suelo antiguo cimientos de hombre vivo.
Prendiste alegre fuego a los manojos negros
de la tristeza lenta de todos los domingos
y un sonido de copas se apagaba allá lejos
mientras el dulce crimen se consumaba solo.
Duele, muchacha, duele, pega inmisericorde,
azota hasta la muerte con tu blancor helado,
batalla con tu cuerpo sobre las biografías
que yacen sin zapatos bajo tu voz de ave.
(Perdóname el amor, perdóname los besos,
pero recuerda el odio que nos hizo más bellos;
recuerda las ciudades que arden como incunables
en torno a nuestro lecho, en el que ya no estamos.)
Hiere, muchacha, hiere, cuerpo lejano y mío,
canta con sexo y noche, pega donde más duele:
destrózate despacio, con rito y jerarquía,
sobre los hombros duros de una ciudad sin nadie.
Cadáver del domingo, cuerpo que violentamos,
noche de los despojos hasta la madrugada,
el hilo de oro puro que se quebró despacio
y el ritual sacrílego de tus sabidurías.
Cómo has quemado el mundo, cómo has prendido fuego
a las palabras puras y sus inmediaciones,
cómo te has hecho boca, cómo te has hecho manos
para cobrar cabellos y pétalos y sangre,
hasta dejar en seco, tan alto combustible,
los venenosos pozos de mi autobiografía.

HOMBRE SOLO

Hombre solo en los oros rojos de las edades,
hombre solo me siento cuando nada se incendia.
Hombre contra mí mismo, en sí mismo reunido,
abandonado y solo de tantas claridades.
Era un agua que se iba, una mujer pasaba,
algo que ya en la ausencia toma palabra y forma,
era la claridad pronunciando su nombre.
Solo de tantas luces, de tanta luz dejado,
hombre solo me siento cuando el hoy se retira.
La mujer acompaña como acompaña el agua
que en la sombra no suena.
Es un algo de plata que en lo oscuro palpita, es un oro sexuado que en lo claro se oculta.
La mujer ilumina y su tienda es el día. Hombre solo me siento, entre el cielo y el cielo.
La mujer ilumina como un día más alto,
la mujer acompaña como un tiempo más largo,
la mujer nos traspasa como cálida espada.
Hombre solo en el oro rojo de las edades,
solo en el laberinto duro del pensamiento.
Hombre solo y cumplido cuando un dios se retira.

PRELUDIO PARA UN CUERPO

Caen las insistencias,
se reiteran las tenacidades
sobre ese hombro parado que la luz pone en larga adoración.
Hay el deslizado consuelo de la carne
que obliga a remontar un hombro desnudo
(pero se aviene luego en rodeos desde cuyo final divisar una esbeltez,
como el blanco camino devanado por donde ascendiéramos).
Ensaya el mundo su actitud de brazo para lo distante o de surcada antepierna.
Su lentitud de carne adonde caen,
redondos y maduros,
los cansancios sin cuerpo,
prefigurando el día como una estatua declinante.
La carne es un transcurso donde se mojan sueños,
ansias, olvidos prolongados hacia el pecho,
y todo se diluye, se nos borra;
el rosa de la piel asume encuentros.
Páginas, doloridos metales, consecuencias.
De cien arrastres tibios, de sendas turbiedades, de mezcladas fatigas residuales
hace la carne su color dorado.
Reposamos en ella, templándola de sumisas certidumbres,
olvidamos en ella,
abrazando su luna complaciente y corpórea:
la carne es un transcurso regresado que no refleja historia,
ni tiempo,
ni ciudades.
Se fatiga en sí misma, se libera armoniosamente
rimando con las formas del sosiego,
destrenzando perezas,
anudándose firme con la vida:
nada se le parece. Qué egregia solitaria. Ni la luz,
ni las hojas,
ni los astros.
No hay alucinaciones en su día.
Permanece distinta, deslizante,
dándole a su erguimiento redondez de reposo, reposando
su gracia erguidamente.
Qué horizonte inmediato, qué femenina realidad
donde los ojos tocan carnaciones,
donde los dedos miran su repasado tacto.
Aliviado y sin palabras, como un cachorro oscuro,
el mundo se ha dormido con la carne.
Son roces obedientes, frecuencias de los cuerpos,
la sangre habitual bañando inmediaciones,
una costumbre de calor y tiempo, con su repetición acariciada, con su extenso
contacto y su borde de besos
donde se extinguen sueños, luchas, franjas. Estamos en la carne
recibiendo su abrazo, desprendidos de un frío, de un calor.
La carne nos acoge. Refugio, asilo lento, paradero
del tiempo.
Es un soleado mar que logra estar a flote.
Es una
inmensa estatua que quedó del naufragio.

UN MAR ASUSTA MENOS SI APRENDEMOS SU NOMBRE

Y puede venir un golpe de soledad,
como salir de pronto a las traseras del mundo. Es
en un día oscuro, complicado,
dificultosamente cotidiano,
que, al fin, resulta llevar dentro de sí otro día más claro,
más ligero.
En cierto minuto se produce el rompimiento,
el soltar amarras,
cortar cables,
el levar anclas una libertad, una facilidad.
Y ya estoy solo.
(Tan indiferente que parezco alegre.)
Nadie podrá nunca acompañarme por los ecos últimos de mi soledad.
La soledad,
como las movedizas ciudades de la costa,
tiene sus muelles por donde acercarse al mar, y un largo vacío como escamas.
Se ven paisajes, mundos, desde la soledad;
pero duele no saber de dónde son, cómo se llaman.
(Un mar asusta menos si aprendemos su nombre.)
La soledad me acerca un catalejo, me alarga la mirada,
es como una videncia ya angustiosa, perpetua,
que me hace presentes
los bosques y las tardes donde nunca estaré,
el dolor de no estar en aquel campo atardecido donde sé que alguien deja que le
crezca la sombra,
donde alguien va a morir por un momento cuando más bella era su larga sombra
en tierra.
El dolor de saber dónde no estamos.
Será un mundo inhabitado
por donde pasan barcos camino de algún mar.
Sé que al anochecer muere un velero cada día,
una ilusión marina que echa a volar en mí
como la gaviota de cada crepúsculo.
Pero soy tierra adentro, algún día lo sabré,
y voy de plaza en plaza hasta donde mi soledad haya de prolongarse.
En soledad sé cosas, sé más cosas; la soledad me da
conocimiento,
pero me quita vida,
espumas,
mundo.
Hasta que me sorprendo con sólo una moneda o un metal o una rueda,
cualquier sencillo objeto invariable y opaco,
repetido en mis manos, pesándome en los dedos, empañado de tacto.
Le vengo dando vueltas desde mi soledad
y me es ya extraño como algo recogido en otra estrella.
De una ciudad sin parentescos, desabrigado y lento, estremecido, voy regresando
a todo.
Aún traigo en la cabeza los astros que he mirado.
Pero se va invadiendo de mundo nuestro mundo.
Qué lentamente —y un calor despierta— se me puebla la vida,
se me habita una vaga humanidad,
les vuelve la mirada a las distancias.
Cuándo he dejado de estar solo.
Aún traigo en la cabeza los astros que he mirado.

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Donaciano Bueno Diez
Francisco Umbral
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