ARTUR MAS (Iluminados) (Mi poema)
Julián Herbert (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

No crean que ésta es la ocasión primera,
la historia atiborrada está de ejemplos,
son gentes nos invitan a sus templos
tratando que sigamos a su vera.

Son predicadores, son los videntes,
escogidos por dios, iluminados,
por el misterio de algún don tocados
y diz ser mucho más inteligentes.

Créanme, yo no abrigo ni una duda,
que aunque algunos se digan trascendentes
falsarios, eso son, que a buenas gentes
robando la opinión su alma desnuda.

Hace poco aquí apareció un tipejo,
un tal Mas, que es como apellida, mas
salvar quiere la vida a los demás,
fardón, entrado en años y aun no viejo.

Su escudero es el mismo Sancho Panza,
la cara opuesta de él, un tal Junqueras,
que sin ruido robando va las peras,
gozando del placer en la pitanza.

Y puesto a presumir, ¿quién eres tú?
¿un malandrín, farsante o un salvador?
¿quien te hizo a ti de todos su señor?
saber si dios fue, ansío, o belcebú.

Recuerda, amigo Artur, cuando tú mueras
en puto polvo te convertirás
e incluso las cenizas dejarás
pues solo irán contigo tus quimeras.
©donaciano bueno

No pretendo que se piense como yo pienso, pero sí que se respete como yo hago con los que no piensan como yo. Iluminados, son aquellos que creen que tienes un don sobrenatural, un destino que les ha sido asignado de forma especial por la naturaleza o un ser superior y, como tal, ansían pasar a la posteridad. Este es el segundo poema, dedicado a este tipo de personajes. En este caso le ha tocado a Artur Mas, presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña y líder del separatismo. Junqueras es el presidente de Esquerra Republicana, un parásito políticamente hablando.

MI POETA SUGERIDO: Julián Herbert

Aburrido de que las vacas deban ser divertidas,
de los zafiros en derribo y la frambuesa congelada,
de lo sublime como psicosis con licencia de manejo,
de los concursos de belleza poética,
de los concursos de belleza política,
de Aldebarán y de otros nombres
igualmente tendenciosos,
aburrido de pasear (con papelitos en la mano)
por galerías llenas de escombro,
aburrido del gran Mall metafísico,
de la pájara pinta o la pájara pantera,
aburrido de ser hijo de Orfeo
y cantar todo esto en un orfelinato,
aburrido de bajar al infierno de mimbre
en busca de una aguja.

A mi manera, Francesco,
también me desnudé en una plaza.
Yo también con papá, en Atlixco. Estaba amaneciendo
y los chanates masticaban maldición
desde los árboles –en su lengua de esfinges.
La plaza un gran estante de artesanías de esfinge
negras. Y el cielo su mercado:
un piso de alquitrán al que señoras
estaban arrojando cubetas de jabón.
Papá me abrazó y dijo, citando a Malcolm Lowry:
“Hijo mío, bebimos
esta noche hasta la sobriedad”.
Quise matarlo, quise
darle un beso en la boca.

Edipo ante la esfinge: ¿cuál es el animal,
el animal que dice “no durará la pena”?

No durará la pena de su cuello en mis manos,
del sabor de su boca bajándome hasta el pecho,
del sabor a milagro del vacío,

no durará, no durará la pena,
así sea porque el mal se parece a los sueños
y el ahorcado rara vez sobrevive a su dolor
–es ahí donde reside la ternura del verdugo–
y en la casa del verdugo llaman todos
a la soga por su nombre ;
y por eso, aterrado, Edipo ante la esfinge
preguntando de nuevo: ¿cuál es el animal?…

Quise matarlo, quise
darle un beso en la boca. Pero
no durará, por eso no valía
la pena.

A mi manera, Francesco, tengo nada:
tengo en el brazo un tatuaje carmesí.
A veces digo que es una salamandra,
a veces que una iguana;
hoy es un camaleón.

A mi manera, Francesco, deseo todo.

Es así como pude renunciar.

cada color un estanque
y el viento el polvo: pájaro
de micas

lo desplazado no regresa

la memoria cercena lo que une

el paisaje es una urna de cenizas.

Mónica y yo escapamos de los nazis por los pelos
esto lo supe tarde porque
cuando empezó
ya estábamos en el sótano
buscando entre los viejos hacinados a mi madre (todo era
muy judío y –previsible/extrañamente–  yo judío junto con todo)
su cara de india potosina deslavada por la
prostitución o por la osteoporosis
hasta que un San Francisco me informó muy solemne
que mi madre había muerto a mano de los nazis
por puta por judía por india malhadada
a trancos ascendí los escalones del refugio
pero de cobardía: todo ese tiempo supe
que la salida no daba hacia la guerra
que la guerra
se había cancelado con un muro del fondo
en cambio lo que vi fuera del
sótano era un huerto
o un huerto y un jardín y a lo mejor un bosque
en todo caso vegetales tasajeados por la luz del invierno
zumbantes ramas entre las que corrí
llorando claro pero igual
que un personaje: con la mano derecha
cubriéndome los ojos (pensé: ¿será
deveras esto mi dolor? ¿el césped rubio de una
inconexión –la cresta de su lumbre la felpa
de su filo? pensé: yo que bajé a la mina
y aprendí a castrar diamantes
pensé: serán mañana vino o muladar sus huesos)
al final del jardín el huerto el bosque
di con un escalón natural de caliza
una malformación quizá un altar y encima
cabezas nuevamente de judíos
llorando
(con la mano derecha en la cara por supuesto)
rezándole a sus muertos con el odio
hundido entre impurezas de cerdo que agobiaban
la sacra indistinción de la mojada piedra
recordé a la india muerta osteoporosa de mi madre
la puta o potosina
y me incliné a rezar también pero mi idioma
era siempre distinto al de ellos: no había modo de
salvarme
mas siendo yo un legítimo judío (como lo demostraban
el sótano los nazis mi dolor) decidí
no sé si de manera ridícula o innoble
imitar la oración: yahweh elohay bkaa chaaciytiy
howshiy ´eeniy mikaal rodpaiwhatsiyleeniy
agarrado al altar (que a tanto grito y llanto
se había vuelto ya un montículo de arena)
cuando una mano entonces (al principio pensé
que sería San Francisco
mas –previsible/extrañamente– se trataba
del rabino) la mano del consuelo
me azotó con desprecio la nuca y
me increpó: “deberías aprender del italiano
que en lugar de ponerse a llorar el primer día
se tomó todo un año para memorizar
el libro entero” –y me lo señaló: era un
barbudo profesor de matemáticas
sin un rasgo semita pero de hebreo perfecto
que desde cierta altura escandía los salmos
con el talante irresistiblemente abyecto
de un ligero tenor / el italiano
bajó de su curul (o sea la simple roca) y
–como hacen
los mejores maestros de álgebra–  explicó
sin rabia ni alegría
que el agua es como un pulpo si la tocas en sueños
y que el puro sonido también sabe
como tiene sabor –aunque a silencio–  la boca sin manjar
“ahora voy a rezar por el cadáver de una niña de mi pueblo”
me ordenó
(alguien puso en mi mano la charola con copas)
“y tú vas a danzar al ritmo de mi llanto
sin verter una gota hasta que el vino
o el muladar o el hueso de tu madre se consuma
y descubras que el dolor
el dolor de santidad que cicatriza
no radica en la oración
sino en el baile”

Bailábamos abrazados cuando irrumpieron los jinetes
pisoteando el jardín japonés de la entrada.
Sujetaron al pianista por el cuello
y le abrieron el cráneo, musitando:
Play it once, Sam.
Los martinis secaban la garganta
y no hubo un recipiente de vísceras o quesos
que no fuera volcado. Hacia la medianoche,
Gengis Khan bajó de su aposento
vestido de drag-queen y comiendo pastel.
Poco a poco, la fiesta se animó:
manos cortadas en la mesa de Monopoly
y en el Sony una porno situada en Año Nuevo.

Todo un poquito demasiado teatral.

Todo, menos el gallo:
el gallo que, en el patio de la casa,
cortaba con el pico pedazos de tomate
y caminaba alrededor de su vasija
como un guerrero tártaro en torno de la turba.

Mac Donald’s

Nunca te enamores de 1 kilo
de carne molida.
Nunca te enamores de la mesa puesta,
de las viandas, de los vasos
que ella besaba con boca de insistente
mandarina helada, en polvo:
instantánea.
Nunca te enamores de este
polvo enamorado, la tos
muerta de un nombre (Ana,
Claudia, Tania: no importa,
todo nombre morirá), una llama
que se ahoga. Nunca te enamores
del soneto de otro.
Nunca te enamores de las medias azules,
de las venas azules debajo de la media,
de la carne del muslo, esa
carne tan superficial.
Nunca te enamores de la cocinera.
Pero nunca te enamores, también,
tampoco,
del domingo: futbol, comida rápida,
nada en la mente sino sogas como cunas.
Nunca te enamores de la muerte,
su lujuria de doncella,
su sevicia de perro,
su tacto de comadrona.
Nunca te enamores en hoteles, en
pretérito simple, en papel
membretado, en películas porno,
en ojos fulminantes como tumbas celestes,
en hablas clandestinas, en boleros, en libros
de Denis de Rougemont.
En el speed, en el alcohol,
en la Beatriz,
en el perol:
nunca te enamores de 1 kilo de carne molida.

Nunca.

No.

Don Juan derrotado

Todas mis mujeres quieren estar con otro.
Me abandonan por un adolescente,
alaban a su esposo mientras yo las estrecho,
se van con periodistas,
con autistas,
con rubios bien dotados, con guerreros
y cantantes venidos de ultramar.
Todas son bárbaras, histéricas,
infieles: me acarician
con el filo azorado de un puñal de lencería
y se lanzan a bailar en la inmunda taberna
montadas en los ácidos corceles del calor.

(Siempre bailan con otro:
mi vida es un gazapo entre las pausas de la orquesta.)

Yo las deseo entrecortadamente,
como un caimán imbécil y violento
que gusta de la presa aderezada con veneno.
Yo las deseo en las cornisas más esbeltas del amor.

Abismos sucesivos y dádivas perpetuas,
sus cuerpos se prolongan en mí hasta confundirse:
una compra cortinas,
ésta me pide que por favor la abofetee,
aquélla está sentada en un parque vacío,
la mirada perdida, comiéndose un helado.
Yo les muerdo los cuellos,
les palpo cada legua de la piel,
les hablo con la piedad de un epiléptico
que habla a sus pesadillas.
Ellas no duermen nunca: su único empeño
es la traición.

Celosas. Inconstantes.
Me arrojan de sus vidas como a un príncipe azul
que es echado de la fiesta de disfraces
con nada más que un vaso desechable en la mano.

Todas me engañan. Todas.

En sus brazos,
yendo de unos a otros brazos,
me siento como César, que miraba
–mientras ardían en su pecho los cuchillos–
algunos de los rostros que más amó.

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Autores
Donaciano Bueno Diez
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Tú, niña, tú eres mi cielo el rictus…
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