LA SIESTA (Mi poema)
José Javier Villarreal (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Cruzaba yo la floresta
una tarde de verano
con el sombrero en la mano
y el sol calando en la testa.

Cuando la mano siniestra
repasando iba la frente
llegó un viento de relente
e invitó a echarme la siesta.

Arrimé a mi mano diestra
y apoyé mis posaderas
junto al río en las choperas
con habilidad maestra.

Allí tumbado a la sombra,
a la vereda del río
descubrí que el albedrío
es como al cielo una alfombra.

Que tirarse a la bartola
no es literal como el dicho,
que es un divino capricho
con el que soñar mola.

Que es un hecho relajante
que produce una modorra,
que es como vivir de gorra
sin tener que ser mangante.

No existe mejor propuesta.
cuando el quemazón calcina.
Para aplacar la calina
¡la siesta, no hay mejor fiesta!
©donaciano bueno

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¡Qué hay que no se haya escrito de la siesta!. Pero por mucho que se haya dicho, no hay nada comparado con disfrutarla.

MI POETA SUGERIDO: José Javier Villarreal

José Javier Villarreal

Estoy viendo una silla

pero pensando en un perro.
Pareciera que afuera el viento se hubiese calmado
ahora que estoy viendo una silla
pero pensando en un perro.
Las asociaciones se me dan con cierta facilidad,
incluso al escribirlas logro imprimirles
cierto metro melódico
que las hace pasar como versos.
Hay que tener cuidado -lo dijo Paz,
recordando a Villaurrutia-
de no confundir la inspiración con el facilismo-
ahora que estoy viendo una silla
pero pensando en un perro.
El problema que me presentan siempre
las asociaciones
viene después
cuando tengo que interpretarlas;
es entonces cuando dejo de pensar en un perro
y sólo veo una silla -una silla-
donde tú no estás.

en memoria de Minerva Margarita Villarreal

ALGO NOS HACE FALTA

un sello que no tenemos, un par de monedas,
algún billete de baja denominación. La gente,
que no nos conoce, nos ve de reojo, algo intuyen,
o acaso es que se nota demasiado.
Siempre que se lee con atención hay un epílogo,
una tarde que resucita a los muertos,
un momento de fragilidad al pie de una alta montaña.
No sabemos qué hacer, a quién hablar.
Buscamos y rebuscamos sin saber exactamente qué.
Estamos en medio de un río, pero no se mueve,
cruzamos un desierto, pero hemos perdido la caravana,
el pueblo elegido pasó hace tiempo y, ahora, que intentamos
el paso, las aguas comienzan a juntarse.
Todo lo teníamos planeado, todo estaba bajo control:
el brillo de los ojos, el tono de la voz, la actitud corporal.
El sol brillaba y el viento, por la ventanilla del taxi, nos acariciaba la cara.
No había duda, los cormoranes secaban sus plumas
y los ángeles nos acompañaban en silencio.
Atrás todo estaba por resolverse; sin embargo,
las piezas iban embonando y nosotros nos hacíamos cargo,
el rompecabezas –con sus flores y su cielo azul–
iba adquiriendo forma sobre la mesa;
nadie lo tocaba, nadie –que no fuéramos nosotros–
se atrevía a mover una pieza.

Pero de pronto algo no combina, algo minúsculo pierde su ritmo,
quizá sea la blusa, el comentario o la mirada del taxista,
una pieza que se nos ha caído,
la inquietud de que algo se nos ha olvidado,
la incertidumbre
de que quizás, en el asiento de a lado, o detrás de nosotros,
no haya ningún ángel. El viento ya no entra por la ventana,
la fila es enorme y no avanza, todo se detiene
menos el tiempo,
el tiempo con sus bisagras, con sus inversiones a plazos,
con su mesa de dinero, con el sentimiento de culpa
que ha empezado a mover su abanico; pero el viento
ya no entra por la ventana, ya no estamos en el interior del taxi,
no hacemos fila para comprar un café.
Estás sola, al pie de una alta montaña, viendo cómo la tarde resucita a los muertos,
sintiendo en tu cuerpo el dolor de que alguien, tal vez la empleada doméstica,
ha guardado el rompecabezas y limpiado la mesa.
La gente –que tú no conoces– te mira de reojo
como intuyendo algo. Buscas en tu bolso, pero no sabes qué.
Los ángeles se han ido, los cormoranes no aparecen
y tienes que hacerte a un lado porque tu turno ha pasado
y la gente –que tú no conoces– sigue llegando,
siempre tan segura, tan dueña de sí.

HAY QUIEN TIENE LA GANA de habitar el paraíso.

Como si fuera y se presentara, como si dijera:
aquí estoy, cumplí con mi trabajo, estoy listo y dispuesto,
no tengo temor alguno, puedo sentir el aire fresco,
la brisa sobre mi rostro, la temperatura que me habrá de conducir
por las tersas playas de la felicidad.
Estoy dispuesto a exponerme. Los ángeles –todos de azul marino-
reman alegremente;
la muchacha –no hay necesidad de acentuar su belleza-
se desnuda como si nada frente a los hombres que conversan en el parque
a la sombra de los arrayanes.
Los veleros en la marina, los niños en sus salones,
los jardines y zonas de juego deslumbrando con sus colores.
El paraíso es así. ¿Pero quién lo habita,
quién se atreve a caminar por sus angostas veredas,
quién cree adivinar siluetas en la neblina que se levanta de la superficie del lago?
La pregunta es engañosamente larga pues se divide en preguntas más pequeñas,
en historias menudas, en galerías de una extensa caverna.
Pensar que el paraíso es una extensa caverna
sería tanto como cuestionar la existencia de las aves,
poner en duda la realidad de sus plumas
o ignorar el aire que recorre sus entrañas.
Dónde esté el paraíso no es una cuestión definitiva,
Milton hizo decir a Lucifer que el infierno se encontraba donde él estuviera;
el paraíso, desde esta perspectiva, puede estar aquí o allá, incluso,
quizá, más allá, o, todavía, más acá.
Pero ¿quién lo habita, quién se atreve a llenar el formulario,
a pagar la póliza, a dejarlo todo,
a cerrar la puerta, despedirse, y cruzar el umbral
que debe haber?
Hay quien asegura que ese tiempo nunca se da,
que no hay ocasión propicia para tal decisión.
Habitar el paraíso encierra largas y melancólicas consecuencias,
actitudes no siempre positivas o alentadoras.
Dante volvió a la tierra, pero sin Beatriz, y justamente en ese momento termina la Comedia,
la Vida nueva es una extraña alegoría, dado que se escribió
antes de ir al paraíso.
Me da por pensar, lo cual no tenía claro
cuando empecé a escribir esto,
que tal vez se trate de sobrevivientes,
que lo que llamamos realidad
o vida cotidiana
sea un largo despertar, una extensa mañana, una pradera que parece no tener fin
donde habitan veteranos, hombres y mujeres de experiencia,
ángeles –sin ninguna duda- que por razones muy diversas
y particulares
se vieron expulsados o fuera del paraíso,
y nadie se atreve a confesarlo.
Visto de esta manera no hay pasos ni instructivos,
no hay poemas o cuadros que nos abran sus puertas,
pólizas o actos voluntariosos que nos conduzcan hasta él;
sólo accidentes, vida cotidiana, día tras día
que de pronto se rompe o descarrila, establece su propio tiempo y espacio
donde puede haber o no jardines, pájaros, cavernas,
muchachas de extraordinaria belleza que se desnudan
en los lugares más inesperados.
Del paraíso sólo se conservan sus consecuencias,
y con el paso del tiempo se acentúan sus huellas
aquí entre las cosas de este mundo.

EL MUNDO NO SE ACABÓ, nadie había pronosticado su fin para este cambio de año.

El invierno llegó.
No se trata de pueblos ricos, de culturas milenarias
o mundos sofisticados;
es gente ordinaria que viste con lo que puede,
que toma y come lo que le alcanza,
que ve, los fines de semana, lo que la cartelera del periódico le anuncia,
que las ofertas de un Buen fin
-que tiene su origen en un Viernes negro hablado en otra lengua-
le ilusiona, le ofrece un motivo.
Los bárbaros, que siempre estamos esperando con emoción y miedo
-pese a no conocer el poema-,
no llegaron, no traspasaron la amurallada frontera que nos contiene
y nos obliga a vivir con nosotros, entre nosotros.
El día amaneció frío, la noche anterior lo estaba,
todos los pronósticos lo aseguraban;
sin embargo, en esa continuidad sólo el suministro eléctrico falló;
los aparatos, junto con los demás muebles que nos rodean,
acentuaron su silencio y su quietismo;
nada se movió y nada parpadeó.
El día se revelaba inédito, siendo tan parecido
a los días del año anterior, era distinto,
más serio, anguloso, cercano a la fisonomía y carácter de mis ancestros.
Esto lo sé por Minerva, por una amiga de Minerva
que le mandó una liga sobre la familia Villarreal.
De San Miguel de Allende a Monclova, de las minas
al Valle de las Salinas. Hombres y mujeres de su tiempo,
soldados y terratenientes, infatigables matronas
que sacrificaban su belleza en familias numerosas.
“Perseguidos todos ellos”, aclaró Minerva.

Este año llegó porque le correspondía, no porque quisiera;
la falta de luz aún no se ha resulto y sigue siendo un misterio que espero pronto se aclare.
(“Trabajamos las veinticuatro horas –me advirtieron-, pero el servicio puede demorar
de una a treinta horas;
claro que llegaremos lo antes posible”.)
Aquí me había atascado. Llegaba al punto de la dubitación.
Varias veredas ¿Por cuál seguir?
¿Ahondar en el clima? ¿Continuar con la familia? ¿Decir
-lo cual es mentira- que la batería de la computadora se había agotado?
¿Intentar descubrir una epifanía con respecto al cardenal que se posó en la rama
de la anacahuita
que tengo enfrente,
tras la ventana?
Eran cerca de las nueve cuando llegamos a la tiendita de la carretera en Potrero.
Mi madre se quedó en el auto.
Minerva y yo entramos dispuestos a comprarlo todo, a preparar nuestra cena.
El dependiente era sumamente simpático y amable, y lo más que se había internado
en México era Ensenada
-a hora y media de la frontera-.
Nos mostró los quesos, los congelados
y la variedad de botanas que exhibía bajo el mostrador.
Llegamos a Tecate y pusimos la mesa;
mi hermano había llevado Noche buenas.
Obviamente que he vuelto al año anterior, había luz en la casa de mi madre,
el invierno todavía no asentaba sus reinos
y en esa geografía no hay anacahuitas, los Villarreal
son una excepción y todavía no conocía el contenido
de la liga que había mandado la amiga de Minerva hace ya varios años;
era otro año, pero a pocos días de éste.
Sigo sin luz y el frío es mayor, el mundo no se acabó,
nadie había pronosticado tal cosa; los muebles
siguen en silencio y no parpadean, sólo el frío
-ahora- se siente en la planta de mis pies
como un ángel que ha detenido su vuelo,
apagado la chimenea y sentado frente a mí
al otro lado de la mesa.

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Donaciano Bueno Diez
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