UNA CARTA AL VIENTO (Mi poema)
Alex Chico (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Una carta te escribo, sé que existes,
igual que sé que allí no habrá cartero
que pueda echar, pues eso no lo espero.
Lo creo cuando escribo, que hoy los tintes
resbalan con tristeza del tintero.

Incluso he de admitir no te imagino,
que nunca yo te tuve entre mis brazos
y aún pienso despreciaste mis abrazos,
si acaso he de tildar de algo es cretino
pues siento displicentes tus codazos.

Que así como te observo y miro atento
apenas que yo avanzo tú te escapas,
espero un poco más, siento derrapas,
ignoro si estás triste, estás contento,
si trato de agarrar, tú te agazapas.

Y hoy quise describirte en el retrato
de un amor el que no es correspondido,
que ignora la razón por que se ha ido,
haciendo a tu perfil un garabato,
fingiendo pasa el rato, descreído.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDOÁlex Chico

Urquinaona, 1980

Qué quedará de mí
en este lugar,
cuando apenas se sujeten
los últimos bancos del parque.
Me miro ahora a lo lejos
y reconozco a un ser solitario,
rodeado de los pocos árboles
que delimitan esta plaza.
Qué quedará de mí
y qué quedará de estas formas inciertas
que acompañan al viajero -en su estancia siempre breve.
¿Seguirán aquí,
tiempo después?
Cuando la luz sea trasparente
y esta sombra de mayo
se convierta en la ruina que ahora soy.

La ciudad

He vuelto.
Con todo mi cuerpo intento descifrar
cada uno de los avatares de estas esquinas.
El nombre de la ciudad
poco importa (sospecho que, tras la lectura
del poema, se acabará olvidando).
Sólo vine hasta aquí para rehacer el mismo recorrido,
vigorizar por unas horas las habitaciones,
los pasajes de mi juventud envueltos en ámbitos repetidos.
De la plaza al puerto,
y desde el puerto a un hogar que, cada vez,
intuyo más lejos.
Mi situación en este lugar ya la explicó Albert Camus:
no poseo nada, no imagino nuevas voces para el reencuentro.
Una despedida me acaba acercando
hacia ese vínculo exacto, concreto,
estancado en las horas que vi pasar
en esta distancia perpetua.
Desde fuera, veo cómo participan en tertulias,
acólitos librescos que se agotan en la biblioteca, y no me reconocen.
Me detengo sobre el lomo de un libro de Leopardi,
o sobre algún manual de literatura contemporánea
en donde los nuevos nombres
recapacitan sobre la idea de regreso.
(«Ya llegué. He vuelto»)
Este pueblo
(o ciudad, según el último censo)
sólo me reserva un lugar en sus orillas,
no en su esencia.
Encontrarme de nuevo en sus calles
y pasear telúricamente, como un oriundo
más de la zona, es, lo admito, una ilusión
imposible.
La vida que para mí dejaron
en este territorio
continúa siendo un lugar de la memoria.

Ischia, Porto

Así esperamos la caída del sol,
buscando un rincón en esta playa.
La lejanía se aproxima y deja en los labios
un extraño sabor a horizonte.
Las barcas construyen
un paisaje interior: cúmulos de arena
que no se disuelven en el agua.
Que serán, a lo sumo, barro en la mirada.

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Este lugar y su forma de habitarlo
dan la medida exacta de mi mundo:
la orilla que recuerda los raíles
de una estación, en un cuadro de Delvaux;
la soledad compartida con una mujer
sentada en una cama,
bajo la mirada de Hopper.
Todos los espacios semivacíos
trazan la misma línea,
aquella que separa memoria e incertidumbre.
Lo que observo casi nunca está frente a mí,
porque es imposible su presencia:
sólo queda lo ya sucedido y regresa,
de nuevo, para habitar una playa.

Un rincón en este lugar
es, al cabo, una esquina del mundo.
Esos minúsculos paraísos en donde se admite
que vivir y esperar son caras de una misma moneda.

Primer momento

Lo más extraño del viaje
es no saber hacia dónde se regresa.

Acaso diría Walter Benjamín
que en esos lugares parece haber pasado todo
lo que aún nos espera.

Elipses

Recuerdo haber leído
que el único viaje de nuestras vidas
es el que se emprende
hacia uno mismo.
Es cierto. Sin embargo,
es ahora cuando lo recupero,
sin el afán de antaño,
pero con el placer de haberlo reconocido.

Paseo hasta aquí conciliando una huella,
más allá de las constantes
que han fundado mi vida
como un espejismo y, claro está,
como otra mentira.
Al fin y al cabo, escribo
para reconocerte:
en la ciudad,
en el puerto,
frente a una muralla
o ante el momento de la ausencia.

He decidido admitir mi memoria,
y constatar un nuevo camino,
más arriesgado.
El único, pienso,
el primer instante que proyecto
ya no en mi pasado, sino en todo mi futuro
(so beautifull
so sad,
and so silly).

Ciudad del hombre

me pregunto
por qué sé describir tan justamente
ese país en el que nunca he estado.
Juan Antonio González Iglesias

Volvería a este lugar
si lo hubiese habitado.
Buscaría mi exacta conciencia,
recordando nuevamente mi rostro
en cada esquina.
Ocuparía el atardecer
para que la ciudad me retomara,
rescatándome desde la tierra,
si pudiera,
como a un hijo suyo.
Si perteneciera a este paisaje,
plegado entre los valles que la concentran,
la voz de algún pariente me reconocería,
y volvería a hablar conmigo.
Yo me sentiría un ser prolongado,
asumido entre su especie.

Pero nunca he habitado este lugar,
mi paso por aquí no es más que un espejismo.
No he construido esta tierra,
ni puedo ocupar –es imposible – el silencio que la nombra.
Las aguas que la circundan no me pertenecen
y las voces que creí escuchar de mis parientes
anuncian, en otra ciudad, el final de este viaje.

Último tranvía

No caminaré por tus sábanas,
como cuando alguien muere
cerca de sí mismo.
Prefiero pensar torpemente en el salitre,
angosto,
sitiado.

Sentir que te tuve,
aunque me mienta.

He decidido volver
sobre mis pasos para reconocerte.
Saber de nuevo el mismo camino.

Pero ya ves: es imposible la distancia.
Y ya no puedo cruzar las secuencias
que creí precisas durante tanto tiempo.

No podré amar las mismas calles,
ni reír tendidamente con amigos.
Nunca el instante me acercará de nuevo.

Decido olvidar,
y me cuesta, a lo sumo,
aceptarlo.

Hoy que te amé,
te he perdido.

Insistencias en Lyon

Sentado en un lugar
cercano a la vía,
recuerdo todo lo que pasó en esta ciudad.
Observo, desde el andén,
los últimos volúmenes de luz
que, sin esfuerzo, se proyectan muy a lo lejos.
Los viajeros encuentran una nueva demora,
buscando esa vereda que les preceda
y se empeñe en ser definitiva.
Aquí, en la estación, espero
el regreso.
Aujourd´hui,
c´est moi, longtemps.
Doucement.

Soliloquio

Hasta que llegue
a este puerto, varado,
hasta que regrese
reiteradamente a sus aguas,
hasta que permanezca
inmóvil para siempre,
hasta que retome, de nuevo,
mis pasos,
hasta que sienta
por primera vez
la existencia de un lugar.

Península

Cómo enlazar los dos
márgenes de esta Europa,
con qué motivo
aunar cada continente
que nos corresponda.
La Península acontece a la deriva,

imaginando un puente
sobre el Duero
que estreche sus dos orillas. Cruzarlo
es, en este momento, un anclaje más
que me trae de vuelta.
Iberia se reconoce en cada lugar
que visito,
desde el mismo paraíso prohibido
que busca su primer nombre.
Y en esta huida
parece que el territorio renace
con un nuevo destino.
No sé a qué acento corresponde
esta fuga: será ahora más certero el aviso.

Conozco esos lugares
que permanecen en la frontera,
y por todos ellos siento viva la memoria.
Cualquier espacio al oeste de Europa
podrá ser por sí mismo
una antigua trilogía.
Cualquier luz que no sobresalga
merecerá una habitación oscura y antigua.
Si todas las ciudades son, en definitiva,
una misma ciudad, puede que esta trasparencia
no se oculte: las luces de Granada
se anticipan a otros destellos del norte.
Será ese mismo crepitar el que nos diga
que el pábilo surgió en antiguos malecones
del Cantábrico,
intuidos desde Cádiz o Mojácar.
Este recinto de oscuridad
envuelve lo que digo.
(Volviendo a la orilla
con sumo cuidado, se pueden intuir
los minúsculos pesqueros).

Sigo habitando en Barcelona,
y será allí, en cada boca
de metro,
donde distinga un lugar único y certero.
Me viene a la memoria
aquel pinar de acantilado
que despertó mi conciencia
viendo partir los últimos barcos
desde la costa. O aquel tranvía
al que creí observar despejando
entre las calles más estrechas de toda la ciudad
los fulgores de una noche conclusa, satisfecha.
Distingo cualquier sonido
que me haga recordar una lejana conversación
en Coimbra
o una breve estancia
en Lisboa.
Los círculos fronterizos anuncian
algunas plazas que conocí en Salamanca.
(Rodeados de tierra, los paisajes urbanos señalan
todo su abismo).
Desde una oculta atalaya de muralla y piedra
observo escondidos los valles de Plasencia,
envueltos en hojarasca.
Los maizales invitan, de nuevo, a la partida.

Es curioso este azar que se abre camino
y me descubre todos los lugares de mi infancia,
observados ahora con la misma premura
y asombro.
No sé si será el silencio quien encumbra las aguas
de este río de sombra: Tajo o Ebro sirven a un idéntico espejismo.
Si la felicidad ha sucedido en estos paisajes,
aconteció sin apenas conciencia de ser vivida.
(Sortirem per la ciutat, baixarem cap al nord)

Todo atesora una intensa calma mientras se observa.
Parecen reproducirse ante mí lejanas imágenes visitadas
y me siento incapaz de condenarlas una a una al olvido.
Cualquier voz,
cualquiera,
recordará algún melancólico hallazgo del viajero.
Cualquier voz,
cualquiera,
conseguirá habitar algún instante
de su memoria.
Se ha conseguido fraguar otro mapa
observando un mar en armonía.

Vuelven ahora los seudónimos que desearía
haber utilizado desde el comienzo: Torga, Kavafis, Al Berto,
Pámpano, Espriu, Lorca.
(Posible es ya el sonido desde Faro: Mensagem, en Pessoa).

En la estación de San Bento
diviso, por última vez, la ciudad de Oporto.

Son todos esos lugares, todos esos nombres, los que continúan
imperecederos en mi memoria.
Son todos ellos los que se repiten en la distancia
del eco
y me infieren nuevamente
tanta tristeza.
Del libro La tristeza del eco (Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2007)

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Donaciano Bueno Diez
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