YO VENGO DE CASTILLA (Mi poema)
Jorge Luis Mederos (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Yo vengo de esos lares donde mares no existen,
allí donde amapolas juegan con los trigales,
las aguas en verano de amarillo se visten,
y liebres son los peces entre los matorrales.

Yo soy de aquellos lares donde la luna brilla
tras de escarpados montes siempre al atardecer,
los paisanos disfrutan de las cosas sencillas
y en sus altares guardan mil cosas que ofrecer.

Yo soy, como hago público un simple castellano
que en la mas tierna infancia tuvo que ir a la mar.
Y así duro y tedioso fuera su caminar
aún sigue a su terruño asido de la mano.

Mi yunta y mis aperos siguen en aquel lar,
por si quedara duda yo allí tengo mi silla,
bendigo a mi pasado y espero regresar
yo soy yo y mis andares, yo vengo de Castilla.
©donaciano bueno

¡Castilla varonil, adusta tierra.
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte!
Antonio Machado

Castilla la Vieja fue el nombre de una de las antiguas regiones en que se subdividía España antes de 1978, cuando se implantó la actual división en comunidades autónomas. Estaba ubicada en la zona norte del antiguo Reino de Castilla, al norte del Sistema Central. Su territorio se correspondió durante la mayor parte de su existencia con el de las provincias de Santander, (con su salida al mar, denominado también Mar de Castilla), Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid y Palencia.

MI POETA SUGERIDO: Jorge Luis Mederos

NAOH, VEINTE AÑOS DESPUÉS

Se te pudrió en las manos
la vieja maza que partiera el colmillo al de los dientes-de-sable
pero no adviertes que la llanura te está quedando larga.
Son pocos los que recuerdan una historia que tú mismo olvidaste:
corrías por la sabana tras el alma del fuego
eras fuerte y corrías entre el devorador y el devorado
olisqueando carbones rastros límites
hace veinte años corrías veinte noches sin perder el aliento
tus ojos podían entonces con la luz..
Pero Gau se ha marchado de la horda,
Nam engordó muchísimo,
y sólo Gamla, hermosa como la paz del junco,
permanece a tus pies junto a la roca donde te oyen gritar
“Los Devoradores-de-Hombres, que vienen los devoradores
…/de hombres…”.Todos saben que los devoradores no tendrán que venir,
y no es su hambre
sino la nuestra quien tirita en las noches junto a un fuego inservible
tan rojo como el aullido de los muertos.
.
No comprendes, no quieres comprender las conversaciones del
…/fuego
cuando vuelven los jóvenes desorejados, sin una pierna de antílope.
Terminarán odiando esa llamita que un día les trajo la felicidad
o romperán la piedra con la piedra.
.Ahora no se te ocurra soñar que has descubierto el fuego,
toda la ceniza del mundo puede negarte, toda la evolución de las
../especies,
todos los relámpagos.

Ahora no se te ocurra soñar que otros no saben darle vida a la
../hoguera
cuando los tuyos mascan hojas crudas,
cadáveres putrefactos, mariposas…
hartos solo del grito interminable de
“Los Devoradores-de-Hombres, los Devoradores-De-Hombres,
¡que vienen los devoradores de hombres!”

El INTRUSO

(a)
Existen días magníficos para que nos hagan una invitación a cierto pueblito de una provincia vecina donde se va a efectuar cierto evento literario. Esos días existen y uno coloca lo indispensable en una mochila y parte, casi deja olvidado un poema que escribía en el momento que llegó la invitación – un proyecto de poema magnífico, según la humilde opinión de uno –, pero finalmente no lo olvida y parte.
A veces sucede que allá las cosas no ocurren más o menos como uno las esperaba; suerte que una joven de pelo casi rubio irá por la habitación a visitarnos – ella también había leído a Henry Miller – y como no especifica la hora puede inferirse que llegará alrededor de las 9 p.m. Uno de ningún modo va a permitir que la ansiedad le haga presa, para salvarlo está el proyecto – en la opinión de uno, magnífico – de poema sin terminar; solo que apenas hay oportunidad para corregir un par de líneas cuando se escucha el susurro bienoliente de la muchacha que llega – la que ha leído a Henry Miller – y el poema – que vislumbra magnífico – ha de aguardar todavía un poco más.
Esos días existen.
Esas mujeres llegan.
Esos poemas a cada rato están por escribirse.
Lo muy difícil de aceptar es que uno regrese apenas una hora más tarde – otra vez las cosas no ocurrieron más o menos como se esperaba – y sobre la cama encuentre aquel poema, aquel proyecto de poema – en la humilde opinión de uno, magnífico – donde un intruso agregó diecinueve versos en tiempo récord, para terminarlo con toda limpieza. Impecable. Y mecanografiado.

(b)
para Ronald, que bien pudo haberlo escrito.

Nunca muerdas la mano de una mujer que ha rezado por ti.
Déjala irse, loca de sí misma.
como quien va al infierno o a Miami.
Pero no muerdas su mano.

Ella curó tus fiebres de hombre solo y cada noche lloraba,
Luego te dijo adiós como podía
y no sabes que fue con todo amor este pozuelo de hambre.

Tú mordiste su mano como Dios y ella crujía de miedo.
Por eso nunca maldigas la mujer, te pudrirías de odio,
tus miserias serán
como decir he vuelto de cien años y ningún hijo me espera.
Aunque estás ciego y solo y desdentado,
tú no maldecirás a una mujer que no encontró la paz
cuando tu corazón era un fermento loco de las iras.
Tantos perros aullaron en sus noches
que no supiste cuándo se marchó
ni en qué momento te negara tres veces
por el absurdo precio de vivir. Tú debes recordarla
cariñosa de Ogún, la buena hembra
que te puso a volar más de una noche:
es la moneda justa;
fuiste el gran perdedor y el gran culpable
por exigirle a un sueño que soñara,
por creerte feliz donde no hay sitio,
por estrellar un labio en la pared y un cabezazo en el cielo.

He aquí que se marcha
y el jodido que eres no comprende la mitad del dolor;
tu máscara es un puño, un estandarte anónimo en la sangre.
Pero muerde su mano y quién te salva.
Cómo endulzar las plantas del guerrero que danzó para ti,
dentro de ti; tal vez cuando ella,
en un lejano idioma, vio llegar el relámpago.

Déjala irse, loca de sí misma,
donde no quede piedra sobre piedra para contar la historia.
Seas el perdedor, no el desdichado que apostó a recordar,
Seas, el de la mansa medialuz,
ahora que otra mujer abre tu puerta y huele a todos los santos.

Ella no tuvo paz, la pobrecita. Todo en ella era irreal,
como esta espalda rota que hoy te deja, nuevamente sangrando,
con qué negra moneda en los bolsillos.

Y no puedes volver; tú solo escucha
el murmullo del tiempo contra el tiempo.
Esa mano que al fin no morderás era una huella en la niebla,
cierto pájaro azul. Nada importante.

En mi país se mueren los caballos.

Yo los he visto espuma y corazón desde el asfalto heridos
y los he visto muertos masticando el látigo
como quien ruega al cielo la clemencia que Dios no puede darle.

A golpes los veo morir;
tienen los ojos tristes de color como a pradera en el alma
y no gritan, no juzgan, no maldicen.
A palos los veo morir
ignorantes de tanto poderío; mansos
y venturosos de inocencia.

Lo más triste no es
el golpazo ni el látigo;
lo más triste es que mueren los caballos y nadie lo quiere ver.
Caballos y caballeros marchan juntos, criaturas del polvo:
unos ponen el casco y la paciencia,
otros ponen el fierro y el chasquido de dientes,
unos cuelgan monedas al pescante de su alma,
otros tiemblan debajo del machete.
Unos alcohol y negras.
Otros lomo y silencio.
Ambos ignoran mucho de vivir y todos sufren.

Por eso es que en mi país
en cualquier callejuela de la tarde se revienta un caballo
y deja su poca suerte desmembrada bajo plena canícula.
Desamparo y Caballo son la misma resurrecta miseria,
condominio del hambre y el país en la mejilla menos perdonada.

Y con el paso triste de los reyes enfermos veo pasar los caballos
tan limpios como Jesús de todo mal de conciencia.
Cuando han muerto setenta veces siete no precisan del odio,
no reniegan del cielo que no ven ni sueñan el pasto simple;
su desaliento es viejo como su hambre,
su cansancio es azul.
Y como llevamos dentro la cicatriz del caballo
esquivamos los ojos y apretamos el paso.

En mi país se mueren. Se están muriendo todos los caballos
y nadie lo quiere ver.

Yo estoy aquí para decir “lo siento”

El día que se avecina
conoce el hambre de ayer
y una punta de mujer
muestra su oreja asesina.
Qué falsa estela ambarina
precede su trasnochada
reticencia (desfocada
luz-sombra, luz-espejismo)
devorándose a sí mismo
viene con hambre atrasada.

Miles de buitres callados
que hieren como amenazas
abren mi puerta: tenazas,
dolores bien trasnochados…
Asombros agazapados
(un viejo susto en acecho)
castran la mujer del lecho
y al fin se queda con una
amarga canción de cuna
tatuada con sangre al pecho
Y luego, desdobladiza,
como quien se sabe pobre
mi mujer abraza el cobre
de lo que fue una sonrisa.
Masacrada la ceniza
del hambre que compartimos,
del odio y de los racimos
(aderezados los muertos)
pasan, con ojos desiertos,
los hijos que no tuvimos.

La calle, regurgitándose en la nada

bajo el andamio ronco y el desplome.
Y el loco de cada día. Y la mujer que come
del borracho los sueños…Y la espada
pendiente de una ciudad harto embrujada
con su herida despierta en cada arteria.
Hablo de la caída y de la histeria
del andamiaje adusto. Y la testuz
de la ciudad doblada por su cruz
al paso entre la pobreza y la miseria.

Hablo de un corazón enfermo y redivivo,
de una improbable culpa toda máscara.
El andamiaje es túnica y es cáscara
de otra herida más vieja. Hablo cautivo
de una ciudad que a duras apenas vivo
apuntalando sueños desplomados;
interiores andamios que me fueron dados
en la magra parodia de un invierno
donde dos legionarios del infierno
apuestan la vieja túnica a los dados.

Resumen de noticias

En mi país se mueren los caballos.
Yo los he visto espuma y corazón desde el asfalto heridos
y los he visto muertos masticando el látigo
como quien ruega al cielo la clemencia que Dios no puede darle.

A golpes los veo morir;
tienen los ojos tristes de color como a pradera en el alma
y no gritan, no juzgan, no maldicen.
A palos los veo morir
ignorantes de tanto poderío; mansos
y venturosos de inocencia.

Lo más triste no es
el golpazo ni el látigo;
lo más triste es que mueren los caballos y nadie lo quiere ver.
Caballos y caballeros marchan juntos, criaturas del polvo:
unos ponen el casco y la paciencia,
otros ponen el fierro y el chasquido de dientes,
unos cuelgan monedas al pescante de su alma,
otros tiemblan debajo del machete.
Unos alcohol y negras.
Otros lomo y silencio.
Ambos ignoran mucho de vivir y todos sufren.

Por eso es que en mi país
en cualquier callejuela de la tarde se revienta un caballo
y deja su poca suerte desmembrada bajo plena canícula.
Desamparo y Caballo son la misma resurrecta miseria,
condominio del hambre y el país en la mejilla menos perdonada.

Y con el paso triste de los reyes enfermos veo pasar los caballos
tan limpios como Jesús de todo mal de conciencia.
Cuando han muerto setenta veces siete no precisan del odio,
no reniegan del cielo que no ven ni sueñan el pasto simple;
su desaliento es viejo como su hambre,
su cansancio es azul.
Y como llevamos dentro la cicatriz del caballo
esquivamos los ojos y apretamos el paso.

En mi país se mueren. Se están muriendo todos los caballos
y nadie lo quiere ver.

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Donaciano Bueno Diez
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