YO SOY UN INFELIZ (Mi poema)
Luis Benitez (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Yo soy un infeliz, un ciudadano
que haciendo de su honor apostasía
salióse a caminar por si veía
un ser que le agarrara de la mano
muriendo del disgusto en la porfía.

Yo soy otro no más, un indigente,
ansioso de encontrar alguien le quiera,
que anduvo sin lograr la vida entera
a punto de rodar por la pendiente
a solas, sin tener ni una asidera.

Yo soy otro no más, otro que pasa,
que un día sin saberlo se encontrara
de frente ante un espejo con su cara
y quiso simular que eso era a guasa,
la vida resistir, está muy cara.

Y quiso dar un salto en el vacío
haciendo así de tripas corazón,
viniendo a despertarle la razón,
sintiendo del temor su escalofrío,
dudando ser la justa decisión.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: Luis Benitez

Luis Benitez

Las persianas

Cada noche me dices
que ponga la mayor atención
en dejar bien cerradas las persianas:
el casero perfume de la cena
aún no se desvaneció,
nuestros ojos todavía
no se abrieron dentro del sueño,
pero antes es preciso
repetir esa cotidiana precaución,
no por el alternado ataque
de los vientos y las lluvias
ni por el sol siguiente.
Las persianas deben estar bien cerradas
para que nada entre nosotros
ingrese como un insecto
llevando entre sus patas
un veneno exterior,
algo que corte u obstruya los puentes
que tan cuidadosamente hemos tendido
durante todos estos años entre tú y yo.
Eso es, sí, exactamente eso:
para que no entre ningún insecto.

Un pez en el acuario

Su crimen fue la curiosidad o el hambre;
tal vez sus padres ya eran esclavos
de esos enormes rostros que, de tanto en tanto,
se asoman entre la niebla del límite
a ver al detenido o golpean el vidrio sin respuesta.
¿A dónde se fue el océano, el océano
sin paredes traslúcidas y sin luces lejanas?
El misterio es un inmenso afuera
que lo rodea todo y que le está prohibido.
Lo sustituyó este mar minúsculo,
donde cada tarde un dios avaro
deja caer comida de los cielos:
hojuelas que el cautivo atrapa, escupe y luego traga,
antes de que se pudran entre las algas de plástico.
Siempre activo, como un pensamiento
dando vueltas y vueltas y vueltas
en una cabeza que no lo deja partir,
mirando permanentemente
lo que no puede entender.
La única certeza, una vianda que no se quiere admitir.

Tengo planes para el pasado

Tengo planes para el pasado
que contemplan el uso de nafta
y un solo fósforo, aun sabiendo
que contiene materiales incombustibles,
como esas gastadas momias
que conocí en vida
y yacen allá atrás,
todavía con el corazón latiendo.
Sería mejor que la memoria
dejara sus tareas: su día libre
sería el mío y así, de la línea de montaje
ella levantaría los ojos para atisbar
-siquiera por un momento-
el paso silencioso del presente,
esa visita que ya se va.
Tengo planes para el pasado:
escupirlo con desdén irresponsable
contra un muro cualquiera,
dejarlo pegado como un chicle
allí donde quede bien oculto
o bien mascarlo como una vaca lo hace,
inmóvil al costado de esa ruta vertiginosa,
hasta que pierda todo sabor
y pueda tragarlo sin peligro,
mientras los días pasan
llevándose todo por delante.
Tengo planes para el pasado
solo porque es lo único que
-posiblemente- se puede modificar.

Darle cuerda a las cosas

El viejo reloj, olvidado sobre la mesa,
tuvo su infarto y hubo que reanimar
con los dedos su trabajo.
Lentamente volvieron a correr
los días y las horas y por segunda vez
sucedieron las cosas: las catástrofes en países lejanos,
todas esas muertes y la suma de cada pasado nacimiento;
las dudas que mordieron los minutos de cada uno,
aquello que pasó un martes y se desmintió el jueves,
el dolor de estómago del viernes,
la esperada llamada del teléfono,
la vacía sustancia de aquel sábado.
Siete días arrastrando sus noches
tornaron a cruzar veloces esas vías,
pero sin parar esta vez
en ninguna de sus estaciones.
Así, entre los dedos, hasta llegar al hoy,
a este presente, cuando el reloj ya en marcha
se apresura a expulsarlo.
Y en cada casilla que va recorriendo la hora,
devuelta a sus dominios,
la misma pregunta exacta vuelve a esperar,
ardiente como una antorcha,
sigilosa como una araña:

Cuál de estas, de todo el círculo,
será aquella que todo lo detiene.

Vodka del atardecer

Esa única moneda, de oro tan viejo,
se derrite pausadamente
sobre el horizonte
(como de costumbre) desesperando
de cuanto sucedió en el día.
Y en el vaso Stolichnaya
tan insípida, inodora y venida
del otro lado del mundo
refleja como un espejo
su amargor final, metáfora
de cuando más allá de mi mano nos rodea.
Me trago el mundo
y en su sabor nada es una sorpresa:
¿pero cómo cada tarde no confirmar, por las dudas,
que ninguna cosa ha sido todavía del todo destruida?
La precaución obliga a los labios a comprobarlo,
la lengua asegura que la oscuridad que viene
será solamente momentánea,
pero el estómago rebelde siente caer
el peso de cuanto está más allá, tan frágil,
tan falto de cualquier certeza
como siempre.

LA INGENUA

Ella creía que la reflejaban los espejos
que era esos dedos que hurgaban en el rostro
las lentas mutaciones
que era su pulóver sus zapatos
lo que recordaba y lo olvidado
que era una guirnalda detrás suyo
que era su cabeza
que era sus amigas sus trabajos
un hombre en una esquina. Una mañana.
Las casas que habitó sus cuatro barrios
que era las que era tras el portón borroso de los sueños
que alcanzaba para ella el gentilicio
y la historia de un país incierto
el hambre la sed
o lo que amaba.

El pescador de perlas

Esta tarde y parte de la noche
volví a sumergirme en el espeso mar
donde flotamos los seres y las cosas.
Bajé por perlas que mostrar a los hombres
que temen siquiera el riesgo de la orilla.
Esta tarde y parte de la noche
estuve en ese silencio, en esas profundidades
donde el más infinito placer sería disolverse
y supe que en todos los caminos
hay monstruos para quien los teme.
Llegué nadando adonde no se ama ni se odia,
sencillamente se flota sobre un eterno presente
y todo lo que miras es tu contemporáneo:
nada más traen las olas del atrás y el adelante.
Tomé allí esta perla y ahora te la ofrezco.
Pero cuando quise volver,
no vi a ningún hombre en la orilla.
No vi orilla. Todo es el mar.
Esos que temen la orilla
no saben que caminan en el mar.

¡OH! TRAE EL VINO NEGRO,

que lleva su bosque, la tierra con muertos y vírgenes
cegadoras en un caudal desesperado hasta mi boca;
él mezcla la sangre y el semen del hombre para darle
un hijo de mirada turbia. Quiero los ojos de fuego y de mareas,
que no dejan entrar la muerte a mis palabras, pero me acercan
con alas de mojados papeles a la risa hueca de mis huesos,
compañeros únicos y fieles en los años navegantes
que bajaron del útero conmigo, a este mundo
de chinches y desgracias. Trae el vino negro
con tapón de seca calavera que me hace oír
en los cuartos vecinos pianos tocados por mi espectro,
mientras el tiempo transcurre despacio entre los dedos
y puedo jugar con él y con sus rudos templos bailarines.
Sólo así puedo mirar tranquilo el mundo de la noche,
mientras el seco rostro del amor me apaga lentamente
cigarrillos sobre el estómago y la garganta
que pronunció su nombre se hace una cisterna
donde chapotean ranas, triángulos, confusos centauros
en desorden. Trae el vino negro.
Esta noche quiero a todos mis fantasmas en las venas.
Ellos despertarán con sus besos la gloria,
en nuestros entristecidos corazones.

John Keats

Caen sobre él los actos inútiles del día.
John Keats recuerda y es también de otros el recuerdo:
humillaciones, rostros y palabras
hacen de un pozo la noche repetida.
‘Fanny Brawne me has alejado,
tú me has acercado a Keats y era lo mismo’.
Suena tan distante el Mar del Norte
para ser cada segundo todos los mares,
pero si lo que fue y será mañana brilla
en su oscura hora presente, ese hombre pequeño,
inclinado sobre el verso, lo adivina.
Presiente que será uno y va a ser todos
cuando es tan caro el precio de eso múltiple:
ya no lo amparará el primer fervor por las palabras,
no aliviará sus horas la furia, perdida, de estar vivo
ni lo protegerá la noche pedida de ningún olvido;
nada lo salvará de tanto
que es, en su medida, tan un poco.
John Keats será John Keats, será nosotros.

DE LAS TANTAS COSAS QUE NO PUEDE

mostrar ciertamente la palabra,
la primera imposible es el olor
tan propio y exacto de las cosas.

La poesía también es como el aroma.

Así quedan sin nombre
el olor definitivo de la lluvia
y el efímero matiz que se respira
al asomarse a las sombras de un aljibe;
el olor del primer mar, a los seis años,
la fragancia, que nos asustaba, de los cielos nublados,
y el olor a comida de una casa
que nos fue querida.
La memoria tal vez sea
sólo visión de olores olvidados,
como este papel a donde llamo
a la presencia ardiente de unas hojas quemadas
y a la clave del enigma de la rosa;
al olor de las sangres
que no vi derramarse,
al olor del incienso y al del alcanfor,
un olor que resplandece;
al de las jóvenes mujeres en los baños públicos,
al de las monedas, que abandonan la mano
y que retornan, al de la tierra de Pinzón
una mañana de octubre, al de los gatos,
al olor milagroso de las cosas vulgares,
de las que apenas se comprende
que emanan la noche poderosa,
al de un río que corre lejos
y al que sin razón evoco,
al de la palabra marisma, al de retablo,
a los de esta mañana
que partieron a un país sin dónde,
al de una muchacha que se fue,
el 2 de noviembre de 1982,
para que mis palabras
pidieran el perfume de unos versos
y me quedaran la fecha y la balada,
el de las ballenas que tiñen
la espuma de aceite y de tamaño,
el de un hombre que hablaba del origen del día,
al de las tantas cosas
a las que no pude acercarme y que me esperan.
Son otro mundo más sobre este mundo,
veo el bosque y entre el bosque
la selva del aroma.
Yo me voy de los hombres y las cosas
como un salvaje que marcha a las ciudades
y dice adiós a su mundo de olores;
también a mí ellos vuelven
bellos y pesados como un remordimiento.
Serán desde estos versos mi memoria,
seguirán sobre el mundo
cuando me haya muerto.

El poema de hierro

Dame un poema de hierro que restalle
sobre las vacías cabezas y una mano firme
en la muesca dela antorcha, un poema
de sangre y de huesos impacientes
y la pluma de carne firmando sentencias
en las culposas mentes de los jinetes locos;
que convierta en sal a los cobardes,
un poema de hierro oxidado y torvo
paleteando en el estanque a medianoche,
cuando ni los muertos sueñan con la aurora.
Un martillo de palabras para dejar al mundo
con las cuencas vacías; rabioso ademán,
piedra encendida en la boca de los que duermen
mientras el agua sube en el Gran Cuarto Esférico;
un puñetazo en el sexo de la muchacha arrodillada,
idiota, paciente humanidad, que no ve, que no oye,
sólo conversa con las cenizas de sus dioses muertos.

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Donaciano Bueno Diez
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