EL QUE NO LLORA NO MAMA (Mi poema)
Emilio Frugoni (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

A ese viejo tan reviejo
que un día fue calavera
que sentado está a su vera
y hoy no mira en el espejo.

De la vida nada espera,
que de achaques se resiente,
que ya dejó el aguardiente
y el fumar en la guantera.

A ese viejo empedernido
que de todo está de vuelta,
la mente da rienda suelta
sin saber por qué ha venido.

A ese viejo condenao
algo hirsuto y cascarrabias
que aun persigue las enaguas
como un pollo despistao.

Que mira sin desparpajo
lo que antaño fuera un nido
y lo encuentra desvaído
mustio, mirando hacia abajo.

Que la crítica es su medio
y el lamento el desahogo,
que aun peca de demagogo,
ya nada tiene remedio.

Al que escribe esta soflama
que en sus versos se lamenta
que hace tiempo se dio cuenta
que el que no llora no mama.

Aquí pide al que le lea
no sea muy comedido
dele un aplauso encendido
y haga a ese ciego que vea.
©donaciano bueno

Al fin y al cabo, todos estamos necesitados de los aplausos.

MI POETA SUGERIDO: Emilio Frugoni

Emilio Frugoni

El caballo de Artigas

Ese que está en el bronce vino de Europa un día
a instalarse en la cumbre
de la Cuchilla Grande que cortando los campos
de la patria atraviesa la historia desde el Norte
hasta el Sur como un lazo
de tierra y pasto verde y en la ciudad se cubre
de hormigón y de torres para arrimarse al cielo
sosteniendo en su más erguida loma
el caballo que monta José Artigas
para surcar los siglos en el piélago
de su inmortalidad y de su gloria.
El Héroe lo condujo al frente de su pueblo
cuando buscaba asiento para el impulso en armas
(“más en almas que en armas”)
en trance de labrarse un destino de estrella
en la constelación del Continente.
Con él ganó batallas y soportó derrotas
y guió retiradas y llevó a cabo avances
para al fin exilarse silencioso
en las selvas profundas del Paraguay, que abrieron
sus brazos para darle todo el caudal de sombra
que la brasa de su alma dolorida anhelaba.
Y allí, junto al devoto, nobilísimo Ansina,
tuvo para sus días de trabajo sin tregua
el caballo que quiso en la hora de la muerte
hallar junto a su lecho otra vez ensillado,
viéndose el Héroe al frente de su pueblo aguerrido
acampado en sus tiendas, en la Banda Oriental.
Su caballo lo vio morir, inmóvil. Y agachó la cabeza
mientras Artigas descansó la suya
en la ola de sombra de la muerte.

El canillita

Ya te encontré
pájaro de un ala,
tu ala es de papel,
a rayas negras, negras sobre una hoja blanca.
Ya te encontré
pajarito que corre y salta
sostenido
por una única ala.
Adherida a tu cuerpo
con rigidez de aleta o de membrana,
tu mismo a manotones
grandes jirones de papel arrancas,
y lo esparces a tu paso entre !a multitud urbana.
La multitud cruzas piando y eres como un ave
que atravesase un negro bosque en marcha,
sobre un rayo de sol que en el ambiente
tiembla como una rama
te posas un instante
y cantas.
Y tu pregón pregona
la efímera sustancia de tu ala.
Tus manos la dispersan
a los vientos que pasan.
En la ciudad que se abre al nuevo día
como una flor con pétalos de casas
eres todo un latido
vivaz del corazón de la mañana.
Eres palpitación de clamoreo
desde que el sol se alza
hasta que en el océano nocturno
el ascua de oro, el barco iluminado
de la ciudad naufraga

En los umbrales luego
te acuestas a dormir heroicamente
sobre el último resto de tu ala
y la maldad de la calle te salpica
sus negros salivazos la calzada.

Pequeño vendedor de hojas banales
que reflejan la vida cotidiana
en tus manos aprietas
tornada en tinta y en papel el alma
de la ciudad inquieta y rumorosa
donde tu grito clavas
una y mil veces a través del día
como un puñal de plata.

Pequeño canillita
pajarito de un ala
pues que el infecto limo de la calle,
te macule el espíritu y lo apaga.
Yo te veo — maldita la miseria!—
como una lacra
Y pido que los dioses te protejan
contra el vicio y la crápula
entre los cuales vives agitando
tu única ala,
no por cierto a manera de un escudo
sino como una vela solitaria
en ¡a que soplan implacables vientos
que impulsan yo no sé a donde tu barca.

Ojos arcanos

de «El eterno cantar»

Vous pouvez mépriser les yeux les
plus célébres…
BAUDELAIRE.
I
¡Tus ojos I.. Yo no sé lo que me inspiran,
cuántas cosas de amor me hacen soñar!..
Son dos astros; dos astros que me miran
desde el fondo del mar…

Verdes ó azules, porque no he podido
el color de su magia precisar …
Sólo sé que al mirarlos he creído
ver el cielo y el mar.

He soñado en misterios siderales,
en planetas de un raudo escintilar,
en solemnes auroras boreales
que se elevan del mar …

He pensado en soberbias Estambules
haciendo al sol sus cúpulas brillar,
y en pájaros de rémiges azules
atravesando el mar…

En los soles que ruedan incansables
por encima de todo imaginar
y arrastran sus cabellos impalpables
por el fondo del mar…

en las constelaciones abstraídas
en un triste y remoto fulgurar,
¡y en todas las estrellas sumergidas
para siempre en el mar!..

II
He visto en lo profundo del arcano
que esos ojos descubren al mirar,
como huyendo de mí, todo lo humano
que se parece al mar:

Pasiones siempre prontas al empuje,
tristezas imposibles de sondear,
todo lo que en las almas canta ó ruge:
¡mares dentro de un mar!

Y vi también serenas majestades,
altísimas quietudes sin hollar,
religiosas, augustas soledades:
la montaña y el mar …

III
Astrólogo de amor, quiere mi anhelo
los signos de ese arcano descifrar,
¡cuándo ignora si el mar está en el cielo
o el cielo está en el mar!

Me he acercado á los bordes del abismo,
queriendo ver, ¡mas tuve que soñar!..
y desde entonces para mí es lo mismo
el espacio que el mar …

Lo mismo; que en mis ansias intranquilas
cuando voy lo infinito a interrogar,
veo al mar, como un cielo, en tus pupilas,
y al cielo como un mar.

Fue así como una vez las regias naves
de la Ilusión tus ojos vi surcar,
como si atravesaran muchas aves
pausadamente el mar…

Y después, con la proa hacia el profundo
confín, desde el Ensueño vi zarpar
mi carabela huroneando un mundo
escondido en el mar…

¡Oh, yo he visto también, en una loca
ensoñación que nunca he de olvidar,
el cielo descender hasta una roca,
mientras subía el mar!

Y vi, por fin, con una estremecida
angustia que me hiciera sollozar,
un novelesco y trágico suicida
hundiéndose en el mar…

¡Oh sombra de Gilliat, callada y triste:
no pudiendo en sus ojos descansar,
serenamente heroica le pediste
asilo eterno al mar!

Oda al hombre vulgar

Vulgar, en este caso: común (N. del E.)

Hombre vulgar, prosaico,
que no sabes de esculturales gestos;
ignoras la plástica moral de los arrestos
y eres en el mosaico
de la especie, la piedra más opaca.
Hombre simple y oscuro
cuyo perfil borroso no destaca
ni un rasgo ni una línea
del gran montón anónimo, y no obstante
bajo el destino duro
revelas un alma broncínea
y una voluntad perseverante.
Hombre modesto, ocupas en la vida
un ignorado puesto;
vida desguarnecida
de toda luz, pequeña
y metódica vida
que silenciosamente desempeña
su misión necesaria.
Eres un héroe reacio
al laurel. Tu ordinaria
existencia circula
en el hueco invariable de su espacio,
lejos de toda lírica estridencia:
no sabe de lirismos tu existencia.
Eres resistidor como la mula.
Mas nadie reconoce la importancia
de tu trabajo, y eso que tus manos
sin elegancia y sin arrogancia
realizan en afanes cotidianos
con abnegación invisible
y con mecánica insistencia
la obra que hace posible
la humana convivencia.

Tú en el taller, guiando
la máquina o blandiendo
las herramientas, vas canalizando
el latido tremendo
de la naturaleza, y vas haciendo
la gran casa de todos,
la vida con sus múltiples facetas
y sus distintos modos.
Te ignoran los poetas,
pero te necesitamos todos.

Yo te veo en los puertos
pululantes de trabajo,
moverte en una nube de faenas,
de arriba para abajo,
de abajo para arriba,
desde la estiba al muelle,
desde el muelle a la estiba,
entre las formidables antenas
de los guinches potentes,
atravesando el ríspido tumulto
de las actividades urgentes,
curvado, casi oculto
bajo el peso de los sacos deformes,
depositando en los hangares
las mil cosas vulgares
que reclaman las gentes,
con tus manos enormes.
Yo te veo en las tiendas
y en las áridas sendas
del comercio, con sus tumultuosos emporios;
o en la calma burócrata
de los escritorios.
Te veo
en los barcos, que evocan
el mito de Anteo,
pues cuando en tierra tocan
es para recobrar
fuerzas e impulsos
con que hendir el mar.
Te veo en las sentinas
y entre las máquinas propulsoras,
ante las hornallas devoradoras
de carbón; en las jarcias
donde el viento se enreda
como en una arboleda
de intrincado ramaje,
y entre el abigarrado pasaje
sobrellevando el gris hastío
de los forzados ocios,
que disuelven tu brío;
pensando en tus miserias
o en tus negocios
bajo el gotear de las horas iguales.
Y te veo en el campo, entre los animales
que cuidas y arreas.
Cuando el pasto acarreas,
semejante a una hormiga
que tiembla bajo el peso de su carga.
Te veo descansar de tu fatiga,
con expresión amarga,
entre los tuyos, sin hablar siquiera.
Te veo en todas partes, donde quiera.
Tú llenas el espacio
de la vida, hombre útil.
Tú eres el vulgo inmenso,
inmenso como el mar, que es una inmensa
muchedumbres de olas. Voy suspenso
de tus secretas ansias, tras tu paso.
—Ese hombre que encontramos al acaso
siente y piensa. ¿ Qué piensa ?…

En ti, hombre oscuro,
hay una oculta luz, una imprevista
poesía hecha de prosa.
Tus virtudes
sin poesía valen la poesía
del mundo. No tienes inquietudes
espirituales, pero en cambio tienes
dolores sin grandeza, sin belleza y sin voz,
¡nada más trágico!
Hombre vulgar que vas y vienes
en tu trajín insustituible,
paso a paso te sigo;
luego en tu mesa con tu pan comulgo.
Hastiado estoy del vulgo irredimible
de los que no son vulgo,
¡y te bendigo!
y no concibo el gozo
de las sañudas gentes
cuando aciertan en los blancos vivientes.
Me agrada la pechuga
de la perdiz y el pato,
y me los como a veces con lechuga
si alguien me los coloca sobre el plato,
pero los quiero bien y no los mato.

Aquí sentado al borde
del río, me reflejo
en sus ondas, acorde
con la tranquilidad de mi aparejo
que se duplica en el movible espejo.

Yo estoy en una punta
y en la otra punta el alevoso anzuelo,
y entre las dos la caña que nos junta.
Yo he matado el anhelo;
y el pez que muerde me lo manda el cielo.

Yo le dejo morderme la carnada
sin que mi sentimiento y mi conciencia
me lo reprochen. Nada
me impide reducir a la impotencia
al pez que aguardo con feroz paciencia.

Pero ¿en verdad aguardo
al pez como a su presa
aguaita entre las ramas el leopardo?
No es realmente el pez lo que interesa,
sino la paz, que como el sol nos besa.

Y cuando el pez se clava
y la boya se agita,
el pacífico sueño se me acaba.
Mi mano apresa el cuerpo que palpita,
y en la tierra fatal lo precipita.

No hay sangre pero hay muerte.
El pescado me mira

con su mirada inerte.
No leo en ella ira
ni desesperación. Nada me inspira.

Mas también es mi hermano.
“Mi hermano pez”. Como su pena es muda
sin compasión lo ultima nuestra mano,
cual la del cazador torpe y sañuda.
Pescándolo egoísta y “muy humano”
pesco mi paz de un día este verano.

El hombre se divierte
jugando con los pobres animales
juegos de sangre y muerte.
Los hombres somos fieras racionales
y el mal ajeno cura nuestros males.

Mi caña pensativa
es un arma terrible bajo el cielo.
Pero yo tengo un alma inofensiva
que en hacer mal no puede hallar consuelo.

¡Chito! Que ya otro pez mordió el anzuelo.

LAS PLAYAS

I
Montevideo tiene un aire de pereza.
Tendida cabe el río, sobre colinas gayas,
aburrida bosteza
hacia el espacio, por sus cinco playas.

¡Oh, las graciosas playas de Montevideo!
Abren sus blancos brazos, como con el deseo
de estrechar todo el río en sus arenas,
y el río les regala el cabrilleo
de sus aguas serenas.

Ramírez y Pocitos, y Carrasco y Malvín
y Capurro, hospitales que curan el esplín.
En ellas tiende el Río de la Plata
sus sábanas de espuma para la conjunción
de sus aguas azules con la arena de plata
en que lento se acuesta el río, como un león.

Con esas cinco playas, que son bocas divinas,
sonríe en el estío a las auras marinas
que la perfuman al pasar,
dejando en esas bocas un ósculo del mar.

Montevideo tiene un aíre de pereza. . .
Al descender los días estivales
sobre sus costumbres casi coloniales,
es como una criolla joven, pero algo obesa,
que al sol se despereza
con movimientos lentos y sensuales.

Sus pupilas se encienden de un fulgor repentino,
sus labios reflorecen con dulzor de pitanga,
y su garganta arroja al aire cristalino,
como una piedra, el grito de su risa guaranga.

Hacia las cinco playas vuela el aburrimiento
de la ciudad, en automóviles y tranvías,
y allí lo contemplamos, en aquel somnoliento
desfile por las ramblas, igual todos los días.

II
¡Playas armoniosas! En su blanco seno
Yo sorbo de bruces, junto al mar sereno,
con labios voraces,
la savia esencial de la vida,
que hierve en las ondas y flota en el viento.
En ellas mis ojos audaces
gustaron visiones de carnal belleza
que me depararon un deslumbramiento,
y también un poco de vaga tristeza
como deshojarla como flor al viento…

Yo adoro esas playas,, y en ellas adoro
a las mil ondinas de cabellos de oro
o de bronceados o negros cabellos,
que muestran sus cuerpos flexibles y bellos
ante el mar sonoro.

Yo adoro
los muslos pulidos, los brazos, los cuellos
de mujer desnudos, en la arena llena
de chispazos de oro.
¡Playas! las sirenas
cantan a los ojos sobre las arenas
que el día rescalda,
ofreciendo al aíre los senos, la espalda,

las carnes morenas
que el sol les madura con su beso gualda.
Playas deliciosas que adoro y envidio;
sobre vuestro seno aventan su fastidio
voluptuosamente divinas ondinas;
¡oh, playas divinas!
Yo envidio las ondas que abrazan y tumban
los cuerpos de diosa, tal como en un lecho;
con mil dientes blancos les muerden el pecho,
y, al fin, jadeando, a sus pies se derrumban. .
¡Playas, playas, playas! bocas sonrientes.
¡Playas, playas, playas! brazos en que veo
mecerse confiadas mil formas vivientes
que admiro o deseo.
¡Playas, playas, playas de Montevideo…

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Donaciano Bueno Diez
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