MI COCHE ES UN CACHARRO (Mi poema)
Manuel Romero de Aquino (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Yo tengo un coche viejo que no para
de echar ventosidades,
si alguna vez reprocho se me para
o finge no entender, no da la cara
y escupe por un tubo suciedades.

Le insisto que al planeta contamina
y me hace una peineta,
que el tipo no es un coche, es una ruina,
me dice, ¡anda muchacho, ve y camina!
y acaba por lanzar su pedorreta.

Mi coche mas que loco, es turulato,
disfruta haciendo ruido,
me observa como sufro a cada rato,
ausente me hace a mi pagar el pato,
de ser tan ignorante y presumido.

Que el tipo mas que coche es un cacharro,
tan solo una carcasa,
pues no tiene maneras y el muy guarro
pezuñas va metiendo por el barro
y a mi, cuando me ve, me toma a guasa.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: Manuel Romero de Aquino

 

Manuel Romero de Aquino

PERDONAME…

¡Perdóname, bien mío!
De inmenso amor arrobadores cuentos
nos relataba el río:
aún palpitaban del ardiente estío
en las fugaces auras los alientos.

Con cántiga amorosa,
daba su adiós al espirante día
la alondra melodiosa:
bajo inmenso dosel color de rosa
Héspero, rutilante, sonreía.

El astro soberano
al descender tras el roquero monte
que cierra el fertil llano,
trasunto hermoso del Edén cristiano
dibujaba en el mágico horizonte.

Tus ojos, como espejos
reflejaban también aquellos rojos
y dorados reflejos:
tu mirabas allá, lejos, muy lejos…
y yo te devoraba con mis ojos.

¡Perdóname, bien mío!
Todo invitaba amores, alegría,
demente desvarío:
la tierna alondra, el murmurante río,
el sol de ocaso, el fugitivo día.

¿Quién se hubiera cuidado
de humanos males ni mundanos dolos?
Tú al mío, yo a tu lado,
¡solos, mi bien! hubiéramos estado,
sin nuestro tierno amor, nosotros solos.

«Mi amor a tí–decía–
arderá como el sol que siempre arde:
ese sol, alma mía,
da en otros horizontes vida al día
que aquí mata en los brazos de la tarde.

Sus alas extendiendo,
la plúmea turba al aire ofrece en salva
sonoroso estruendo,
la tarde aquí con pena despidiendo,
allá dichosa saludando al alba.»

El día, agonizante,
suspiraba quizá por la luz pura
que, al sonreirme amante,
derramaba en mi pecho palpitante
de tu mirada intensa la ternura…

¡Perdóname, bien mío!
Todo, menos tu faz y mi alegría,
tornábase sombrío:
calló la alondra, adormecióse el río,
bajó al abismo el sol, expiró el día…

–«Qué dichosos instantes,
viendo el alba nacer en esos otros
horizontes distantes,
las almas gozarán de dos amantes
tan felices tal vez como nosotros.

¡Ellos más…! Aquí mata
nuestro bien, la que odiamos, noche impía;
allí la aurora grata
que en fúlgidos torrentes se desata
les ofrece de amor entero un día!»

Tus frases de amor llenas,
desbordaron, rompiendo de mi calma
las frágiles cadenas,
un mar de hirviente lava por mis venas
y otro mar de delirios por mi alma.

¡Perdóname, bien mío…!
Pusieron contra tí del alma mía
en el volcán impío,
su amor la alondra, su murmurio el río,
su ausencia el sol, su negra noche el día.

Cediendo tu fiereza
en mi seno estreché con embeleso
tu celestial cabeza…
¡Y el último fulgor de tu pureza
partió con el rumor del primer beso…!

¡ADIOS, LA NAVE! (FRAGMENTO)

Ya se ha borrado la estela
que bordaba aquella nave,
que al impulso de su vela,
sobre los abismos rueda
ráuda y gentil como el ave.

Ya en lid con los elementos
en el ancho mar a solas,
no traen hasta mi los vientos
los rumorosos lamentos
de aquellas vencidas olas;

y apenas la vista alcanza
su velámen arrogante,
que se ofrece a semejanza
de blanco espectro gigante,
alzándose en lontananza.

¡La nave…! ¿Quién sabe cierto
si los que surcando van
de los mares el desierto
llegarán salvos al pueblo?
¿Quién sabe si volverán?

¿Quién sabe si el mar aborda
detrás del eco postrero
de la canción lenta y sorda
que, recostado en la borda,
canta el bravo marinero?

Mi ser tras de ti se lanza;
sólo allí, en la inmensidad,
el alma a entrever alcanza
de su insegura esperanza
la anhelada realidad.

Del infinito en presencia,
sólo la vital esencia
puede sentir explicable
el eterno e insondable
misterio de la existencia.

Volemos, nave querida,
lejos del mundano lodo;
la inmensidad nos convida,
y siento que es dulce todo
lo que aleja de la vida.

Las aguas del mar envuelve
en su seno y sube, sube,
y otra vez se las devuelve
cuando en lluvia se resuelve,
limpias y dulces la nube.

Y es que del mar la amargura
al subir de si destierra,
y el agua es tanto más pura
cuanto mayor es la altura
que la aparta de la tierra.

¡La nave, adios! Muere el dia
y plácida noche en calma
su primer beso te envía:
al mundo paz, a mi alma
profunda melancolía….

A MI LIRA

Amaremos a la aurora
que arrulla tierna a los días
en la cuna,
y a la tibia luz que llora,
llena de melancolías,
blanca luna.

A las gotas de rocío,
que engalanan con diamantes
a las flores,
y al que alegra el bosque umbrío,
gorgear de los amantes
ruiseñores.

De las líquidas serpientes,
las de espumosas escamas,
los acentos,
y las selvas y las fuentes
y las hojas y las ramas
y los vientos.

Al celaje caprichoso
que de mil raras visiones
formas toma;
y al arrullo cariñoso
con que alegra a sus pichones
la paloma.

A la noche, cuyos duelos
en su manto de topacios
lleva escritos;
amaremos a los cielos,
amaremos los espacios
infinitos.

Amarás tú mis canciones,
yo el encanto que suspira
tu ternura;
tú mis versos, yo tus sones,
tú a tu dueño, yo a mi lira
¡qué ventura!

Almas para el bien nacidas
que perdidos sus lamentos
gimen solas,
naves son ¡ay! sumergidas
al embate de los vientos
y las olas.

¿Lloras mi lira? ¿Estás triste?
No nos suma en sus abismos
la amargura.
Dios nos dió el raudal que existe
dentro de nosotros mismos
de ventura.

Lloraremos la alegría,
reiremos indiferentes
los enojos.
Y agotáranse algún dia
tus suspiros y las fuentes
de mis ojos.

Yo te daré mis canciones;
tú la voz que en mi ser deja
dulce calma;
yo mis versos, tú tus sones;
yo un ¡ay! triste, tú una queja,
¡yo mi alma…!

ROMANCERO FILIPINO

XV
Regalo son de los ojos,
haciéndolas menos densas
y bordando de la noche
las misteriosas tinieblas:
un luminoso suspiro
de la luna macilenta;
¡del astro que lejos muere
la despedida postrera!
la luz temblorosa y pura
de mil millares de estrellas
que errantes chispas encienden
sobre las ondas serenas;
huyendo de los esquifes,
murmurándoles sus quejas,
fosforescentes espumas
por irritadas más bellas;
nieve, purísima nieve,
dormida en las aguas quedas
y que azoran, de los remos,
las sacudidas violentas:
destellos que multiplican
las armas de los cincuenta
que van a Máctan, del Régulo
a vengar la grave ofensa,
y que en la costa enemiga
marcaran, antes, sus huellas,
de que las nocturnas sombras
avergonzadas por feas,
se escondan viendo del alba
la blanca faz hechicera.
Avanzan como los vientos
las navecillas ligeras,
y presto en Máctan embisten
de la playa las arenas:
Hernando de Magallanes
dictó consigna severa
y desembarcan los bravos
de sombras con apariencias;
porque tal es el silencio,
que no se mueve una lengua
ni para alzar sus ruidos
tienen las armas licencia,
y de los mismos esquifes
enmudecen las maderas
y hasta las olas acallan
el rumor de la marea;
que las órdenes de Hernando
no quieren desobediencias…!
Es todo inutil; al punto
se oyen las voces aquellas
agudas, desapacibles,
que repetidas se alejan
lo mismo que las del eco
volando de sierra en sierra,
con las que anuncian los indios,
habiendo ocurrido apenas
la cautelosa llegada
de la falange extranjera;
mostrando con sus aullidos
y con vivir tan alerta,
que nunca abrigaron duda,
antes tuvieron certeza
de que los de España irían
a castigar la insolencia
del altanero cacique;
sin afligirles más pena
que no poder de los tiempos
quebrantar la ley suprema,
acelerando las horas,
para sus ansias tan lentas!
que han de aguardar impacientes
antes de lavar su afrenta.

Al ver burlado el misterio
con que trataban ausencia
mentirles, juzgan más próxima
la vengadora refriega,
y al viento dan los aceros,
apoyanlos en las piedras,
y de las lucientes hojas
probando la resistencia,
llegan a poner las puntas,
de las guarniciones cerca;
y al clavarlas en el suelo,
sienten hervir en las venas
de sus abuelos la sangre,
que fué su mejor herencia,
y acariciando la santa
memoria de sus proezas,
murmuran–¡desperta ferro!–
siguiendo la usanza vieja.

Forman un compacto grupo
dispuestos a la pelea:
bostezan los arcabuces
mostrando sus bocas negras;
que ansían vomitar muerte
y les aburre la huelga:
suena el clarín sacudiendo
de su mudez la vergüenza,
y a su son acude el dia,
precedido de la incierta
luz del alba, como nuncio
de su próxima presencia.

Ven entonces los guerreros
de enemigos nube inmensa,
llenando apiñada masa
toda la tendida cuesta
desde donde acaba el llano
hasta donde el bosque empieza.

La viviente mancha obscura,
las incontables ballestas
las innumerables lanzas
juntas cual lluviosas hebras,
todo obscuro como el bosque
que guarda sus madrigueras,
todo inquieto cual las ramas
que sacude la tormenta,
preséntase prolongando
la espesura de la selva.
¿Qué es aguardar? Magallanes,
al ver que con impaciencia
por la cifra de contrarios
multiplica su fiereza,
dirigiéndose a su hueste
dice las razones éstas:
–«El santo nombre de Cristo,
la noble gracia del César,
y la gloria de la patria
y la limpia fama nuestra
los estáis viendo ultrajados
por aquella vil caterva,
y de su venganza os hacen
la generosa encomienda.

Los que nacen en España
sólo conocen dos sendas:
o morir, para honra propia,
o vencer, para honra de ella.

Cuanto hasta el presente hicimos
va jugando en esta empresa;
ved lo que puede costaros
un momento de flaqueza.

La causa que sustentais,
de batallar la experiencia,
el corazón y las armas;
toda la ventaja es vuestra.

¡Compañeros! nuestras glorias
son de los salvajes presa;
vamos por ella, llevando
rayos de acero en la diestra,
el agravio, en la memoria
y la fé, en la Providencia!»–

El grito de «Dios y Patria»
ruje la hueste de Iberia,
y al punto hacia el enemigo
emprende veloz carrera
estremeciéndose, altiva
y feroz, con la soberbia
de leones irritados
que sacuden las melenas;
los alaridos del indio
turban la región serena
del aire, y la muchedumbre
de los contrarios, inquieta,
en sinuosas oleadas
agítase, a la manera
con que a los ojos se ofrecen
las ondas altas y lejas,
o las mieses que combaten
los vientos de la pradera.

Forman cerrada techumbre
en el espacio las flechas
despedidas por los indios
con vigorosa destreza,
y de las finas corazas
el temple ponen a prueba,
hasta parecer dudoso
lo eficaz de su defensa;
llegan, hieren y rebotan
sin un instante de tregua
y es pavoroso redoble
el que sin cesar resuena,
imitando el que produce
de granizo nube espesa,
cuando los vidrios azota
con iracunda violencia.

Ruje de los arcabuces
la detonación siniestra
y ante sus fuegos los indios
de vacilación dan muestra;
más, prestos, cual si escuchasen
amenazadora arenga,
con nuevo aliento sacuden
la momentánea tibieza,
y los que detrás combaten
cierran sin temor las brechas
en que rompe el plomo hirviente
las avanzadas hileras,
y no cede de los indios
la pertinaz resistencia,
y van pasando las horas,
y aquella humana barrera
si cien veces viene al suelo
otras cien se alza más recia.

Sobre el enemigo bando
corre la mesnada ibera,
empeñándose la lucha
más fragorosa y sangrienta.

Las incansables espadas
relumbran como centellas,
y dan a sus rudos golpes
robustas lanzas respuesta;
saltando bajo las mazas
las armaduras deshechas,
por el campo estremecido
hacen abundante siembra
de hombreras, petos, celadas,
brazaletes y escarcelas.

Los de España sus aceros
con ambas manos aferran,
y a su filo no resisten
las enemigas rodelas,
y divide el mismo golpe
hasta el pecho las cabezas,
y parece, al descargarle,
que surge de una caverna
el ronco aliento, imitando
esa saña, ese ardor, esa
respiración del labriego,
ruidosa, cuando maneja
el hacha y gigante tronco
desmenuza en leves leñas;
y para espantar las almas
abren tan cumplidas puertas
que al salir, aún las más grandes
se sienten harto pequeñas:
todo fuego, todo llamas,
lumbre todo en la contienda;
las rojas chispas que al choque
de los hierros centellean,
los rayos de las pupilas,
el ardor de la ira ciega,
el resuello incandescente,
el mar de sangre que humea…!

Al fin, el tesón desmaya
de su brava resistencia
y las enemigas turbas
guarecense en la floresta,
de mortal pavor transidas,
arrastradas y dispersas,
como al rugir de los vientos
las pálidas hojas muertas,
cumpliéndose la de Hernando
a Amábar brava promesa.

Tras de ellos los españoles,
con bien escasa prudencia,
prosiguiendo la victoria
van a la espesura negra,
y de los contrarios muertos
dificultando la cuenta
es cruel carnicería
la que fué función de guerra,
y es angustioso lamento
lo que fué rugir de fieras.

Apaga la luz del día
de humo negro nube espesa;
rásganla voraces llamas
incendiando la ancha esfera,
que a los deslumbrados ojos
miente tempestad horrenda,
y aquella sangre, que baña
monte y llano por doquiera,
parece la roja lluvia
de aquella nube bermeja.

La morada del cacique
y las vecinas viviendas
de los indios principales,
son sólo incendiaria tea
a cuyo contacto el bosque
se inflama en gigante hoguera,
de la victoria de España
solemnizando la fiesta;
pero pronto aquella lumbre,
breves momentos risueña,
lo mismo que de las hojas
hace del placer pavesas,
y es antorcha funeraria
que alumbra con llama tétrica,
la realidad espantosa
de las humanas miserias…!

Seguido de algunos pocos
soldados, con marcha presta
Hernando de Magallanes,
siguiendo angosta vereda,
adelanta sin recelo,
ni cuidar de que la senda
se prolonga entre dos vallas
de impenetrables malezas,
cuando una lanza traidora
salida de entre las breñas,
rápida, pujante, aguda
como acerada saeta,
sin que su poder resista
la coraza milanesa,
de peto, espaldar y entrañas
desmiente la fortaleza,
y del pecho del caudillo
lanza el alma gigantesca;
veda el color al semblante
la savia de sus arterias
apareciendo en las armas
el carmín que al rostro niega;
cae el acero de sus manos,
alza una mirada inmensa
al cielo, ruge, desmaya,
y, cual coloso de piedra,
cuando a plomo se derrumba
hace trepidar la tierra….

Acúdenle los soldados
con estéril diligencia;
no salen los españoles
de la terrible sorpresa
vanas son las esperanzas;
sola su desdicha es cierta;
¡no le tornan a la vida
juramentos ni querellas…!

Cuando cumple a la Fortuna
mostrarse con él espléndida,
le asalta traidora muerte,
le aguarda salvaje huesa;
pero logra el buen Hernando,
por preciada recompensa,
¡aquí abajo eterna fama
y allá arriba gloria eterna!

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Autor

Donaciano Bueno Diez
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