SE FUE A LA PATA COJA (Mi poema)
José Santos Chocano (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Se fue como el que sufre de un infarto
no supo soportar los desamores
que acuden de la mano de traidores
diciéndole a la vida ya estár harto
de flores sin olores.

Igual que cuando el alma se entristece
pues sufre de rencor y de migraña
haciéndole una chufla a esa patraña
que en forma del fantasma se aparece
en esta gran maraña.

Se fue con la cabeza bajo el brazo
repleto ya el zurrón de sinsabores,
preñada la zamarra de temores
dejando en la cuneta algún abrazo
de flores sin colores.

Lo mismo que el que sale y da un portazo
llevándose consigo una congoja,
okupa al que el casero desaloja
pegándole al marchar algún codazo,
se fue a la pata coja.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO:

José Santos Chocano

LA CANCION DEL CAMINO

Era un camino negro.
La noche estaba loca de relámpagos. Yo iba
en mi potro salvaje
por la montañosa andina.
Los chasquidos alegres de los cascos,
como masticaciones de monstruosas mandíbulas
destrozaban los vidrios invisibles
de las charcas dormidas.
Tres millones de insectos
formaban una como rabiosa inarmonía.

Súbito, allá, a lo lejos,
por entre aquella mole doliente y pensativa
de la selva,
vi un puñado de luces, como un tropel de avispas.

¡La posada! El nervioso
látigo persignó la carne viva
de mi caballo, que rasgó los aires
con un largo relincho de alegría.

Y como si la selva
comprendiese todo, se quedó muda y fría.

Y hasta mí llegó, entonces,
una voz clara y fina
de mujer que cantaba. Cantaba. Era su canto
una lenta… muy lenta… melodía:
algo como un suspiro que se alarga
y se alarga y se alarga… y no termina.

Entre el hondo silencio de la noche,
y a través del reposo de la montaña,
oíanse los acordes
de aquel canto sencillo de una música íntima,
como si fuesen voces que llegaran
desde la otra vida..

Sofrené ml caballo;
y me puse a escuchar lo que decía:

– Todos llegan de noche,
todos se van de día…

Y, formándole dúo,
otra voz femenina
completó así la endecha
con ternura infinita:

– El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la vida.

Y las dos voces, luego,
a la vez repitieron con amargura rítmica:

– Todos llegan de noche,
y todos se van de día …
Entonces, yo bajé de mi caballo
y me acosté en la orilla
de una charca.

Y fijo en ese canto que venía
a través del misterio de la selva,
fui cerrando los ojos al sueño y la fatiga.

Y me dormí, arrullado; y, desde entonces,
cuando cruzo las selvas por rutas no sabidas,
jamás busco reposo en las posadas;
y duermo al aire libre mi sueño y mi fatiga,
porque recuerdo siempre
aquel canto sencillo de una música íntima:

– Todos llegan de noche,
todos se van de día!
El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la vida…

DE VIAJE

Ave de paso,
fugaz viajera desconocida:
fue sólo un sueño, sólo un capricho, sólo un acaso;
duró un instante, de los que llenan toda una vida.

No era la gloria del paganismo,
no era el encanto de la hermosura plástica y recia:
era algo vago, nube de incienso, luz de idealismo.
No era la Grecia:
¡era la Roma del cristianismo!
Alrededor era de sus dos ojos ¡oh, qué ojos, ésos!
que las fracciones de su semblante desvanecidas
fingían trazos de un pincel tenue, mojado en besos,
rediviviendo sueños pasados y glorias idas…

Ida es la gloria de sus encantos,
pasado el sueño de su sonrisa.

Yo lentamente sigo la ruta de mis quebrantos;
¡ella ha fugado como un perfume sobre la brisa!
Quizás ya nunca nos encontremos;
quizás ya nunca veré a mi errante desconocida;
quizás la misma barca de amores empujaremos,
ella de un lado, yo de otro lado, como dos remos,
¡toda la vida bogando juntos y separados toda la vida!

BLASÓN

Soy el cantor de América autóctono y salvaje:
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con vaivén pausado de hamaca tropical…

Cuando me siento inca, le rindo vasallaje
al Sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje
parecen mis estrofas trompetas de cristal.

Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el león, de oro,
y las dos castas fundo con épico fragor.

La sangre es española e incaico es el latido;
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera sido
un blanco aventurero o un indio emperador.

QUIÉN SABE

Indio que asomas a la puerta
de esa tu rústica mansión:
¿Para mi sed no tienes agua?
¿Para mi frío cobertor?
¿Parco maíz para mi hambre?
¿Para mi sueño, mal rincón?
¿Breve quietud para mi andanza?

-¡Quién sabe, señor!

Indio que labras con fatiga
tierras que de otro dueño son:
¿Ignoras tú que deben tuyas
ser por tu sangre y tu sudor?
¿Ignoras tú que audaz codicia
siglos atrás te las quitó?
¿Ignoras tú que eres el amo?

-¡Quién sabe, señor!

Indio de frente taciturna
y de pupilas de fulgor:
¿Qué pensamiento es el que escondes
en tu enigmática expresión?
¿Qué es lo que buscas en tu vida?
¿Qué es lo que imploras a tu dios?
¿Qué es lo que sueña tu silencio?

-¡Quién sabe, señor!

¡Oh, raza antigua y misteriosa,
de impenetrable corazón,
que sin gozar ves la alegría
y sin sufrir ves el dolor:
eres augusta como el Ande,
el Grande Océano y el Sol!
Ese tu gesto que parece
como de vil resignación,
es de una sabia indiferencia
y de un orgullo sin rencor…

Corre por mis venas sangre tuya,
y, por tal sangre, si mi Dios
me interrogase qué prefiero
-cruz o laurel, espina o flor,
beso que apague mis suspiros
o hiel que colme mi canción-,
responderíale diciendo:
-¡Quién sabe, señor!

LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales…

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:

Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

Un caballo fue el primero,
en los tórridos manglares,
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que de pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;

y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo viendo, en lo hondo de los valles,
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludo con un relincho
la sabana interminable…
y bajó con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales…

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

Y aquel otro, de ancho tórax,
que la testa pone en alto
cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras
mide leguas y semanas entre rocas y boscajes,
es más digno de los lauros
que los potros que galopan
en los cánticos triunfales
con que Píndaro celebra
las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la fuga de los aires

Y es más digno todavía
de las odas inmortales
el caballo con que Soto, diestramente,
y tejiendo las cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas,
y entre el coro de los indios,
sin que nadie haga un gesto de reproche,
llega al trono de Atahualpa y salpica con espumas
las insignias imperiales.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

El caballo del beduino
que se traga soledades.
El caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales.
El de César en las Galias.
El de Aníbal en los Alpes.
El Centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre,
que galopa sin cansarse,
y que sueña sin dormirse,
y que flecha los luceros,
y que corre como el aire,
todos tienen menos alma, menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras,
cual desfile de heroísmos,
coronados entre el fleco de los anchos estandartes
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante.

En mitad de los fragores del combate,
los caballos con sus pechos arrollaban
a los indios, y seguían adelante.
Y, así, a veces, a los gritos de «¡Santiago!»,
entre el humo y e fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del apóstol a galope por los aires

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

Se diría una epopeya
de caballos singulares
que a manera de hipogrifos desolados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos, empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas,
a otras tierras conquistables.
Y de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha con soplido de huracanes,
dan nerviosos un soplido tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse.
Y en las pampas y confines
ven las tristes lejanías
y remontan las edades
y se sienten atraídos
por los nuevos horizontes:
Se aglomeran, piafan, soplan, y se pierden al escape.

Detrás de ellos, una nube,
que es la nube de la gloria,
se levanta por los aires.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

LA TRISTEZA DEL INCA

Este era un Inca triste, de soñadora frente,
de ojos siempre dormidos y sonrisa de hiel,
que recorrió su imperio, buscando inutilmente
a una doncella hermosa y enamorada de él.

Por distraer sus penas, el Inca dió en guerrero;
puso a su tropa en marcha y el broquel requirió;
fue sembrando despojos sobre cada sendero
y las nieves mas altas con su sangre manchó.

Tal, sus flechas cruzaron inviolables regiones,
en que apenas los rios se atrevian a entrar;
y tal fue, derramando sus heroicas legiones:
de la selva a los andes de los andes al mar.

Fue gastando las flechas que tenía en su aljaba,
una vez y otra y otra, de región en región,
porque cuando salía victorioso, lograba
levantar la cabeza, pero no el corazón.

Y cansado de tanto levantar la cabeza,
celebró bailes magnos y banquetes sin fin,
pero no logra nada disipar su tristeza,
ni la sangre del choque, ni el licor del festín.

Nada entraba en el fondo de su espiritu oculto:
ni las cándidas ñustas de dignástico rol,
ni los cirios de Quito, consagradas al culto,
ni del Cuzco, tampoco, los vestales del sol.

Fue llamado el más viejo sacerdote; Adivina
este mal que me aqueja y el remedio del mal;
dijo al gran sacerdote, con voz trémula y fina,
aquel joven monarca, displicente y sensual.

-Ay,senor! – dijo el viejo sacerdote –
Tus penas remediarse no pueden; tu pasión es mortal.
La mujer que has ideado tiene anil en las venas
un trigal en los bucles y en la boca un coral.

– Ay, senor! – ciertos dias vendran hombres muy blancos,
Ha de oirse en los bosques el marcial caracol:
cataratas de sangre colmaran los barrancos,
y entrarán otros dioses en el Templo del Sol.

La mujer que has ideado pertenece a tal raza,
vanamente la buscas en tu innumera grey,
y servirte no pueden oración ni amenaza,
porque tiene otra sangre, otro dios y otro rey

Cuando el rito sagrado le mando optar esposa,
hizo astillas el cetro con vibrante dolor,
y aquel joven monarca se enterró en una fosa
y pensando en la rubia fue muriendo de amor.

NOSTALGIA

Hace ya diez años
que recorro el mundo.
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!

Quien vive de prisa no vive de veras:
quien no hecha raíces no puede dar fruto.

Ser río que corre, ser nube que pasa,
sin dejar recuerdos ni rastro ninguno,
es triste, y más triste para el que se siente
nube en lo elevado, río en lo profundo.

Quisiera ser árbol, mejor que ser ave,
quisiera ser leño, mejor que ser humo,
y al viaje que cansa
prefiero el terruño:
la ciudad nativa con sus campanarios,
arcaicos balcones, portales vetustos
y calles estrechas, como si las casas
tampoco quisieran separarse mucho…
Estoy en la orilla
de un sendero abrupto.
Miro la serpiente de la carretera
que en cada montaña da vueltas a un nudo;
y entonces comprendo que el camino es largo,
que el terreno es brusco,
que la cuesta es ardua,
que el paisaje mustio…

¡Señor!, ya me canso de viajar, ya siento
nostalgia, ya ansío descansar muy junto
de los míos… Todos rodearán mi asiento
para que diga mis penas y triunfos;
y yo, a la manera del que recorriera
un álbum de cromos, contaré con gusto
las mil y una noches de mis aventuras
y acabaré con esta frase de infortunio:

-¡He vivido poco! ¡Me he cansado mucho!

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Donaciano Bueno Diez
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