ÉL ES UN PORDIOSERO (Mi poema)
Roxana Méndez (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Él es un pordiosero, nadie le roba,
sólo recuerdos lleva en la faldriquera,
por no tener no tiene ni quien le quiera
y hasta escaso pervive incluso de coba.

Cuando pasa le miran sus desarapos
con disgusto le observan y con desprecio,
él sabe que su vida no tiene precio,
piensa mal de los otros y en sus gazapos.

Sabe donde no tiene caerse muerto
por eso a sus vecinos nada ya esconde,
sólo tristeza lleva cuando responde
con un ojo cerrado y otro entreabierto.

Sabe le esta rondando ya la guadaña,
consciente descendiendo las escaleras,
en el zurrón no quedan ya ni quimeras
quisiera no creerse que esto es España.
©donaciano bueno

Esos #hombres que llevan la tristeza a cuestas Clic para tuitear

Un país con tanta #historia se encuentra ahora envuelto entre la enorme deuda y las tensiones independentistas generadas por los egos de algunos dirigentes incapaces.

MI POETA SUGERIDO: Roxana Méndez

Memoria

Todo es presente ahora: mis ojos desatados
pueden ver la penumbra del cielo en este instante,
y en ese cielo inmenso, frío, extraño, distante,
vuelan aves de siempre sobre sueños pasados.
Otras calles retornan y es presente en mis labios
que besan las siluetas de los que ya han partido:
los niños de otras tardes y el viento conmovido
que trae de la iglesia su aroma de incensarios,
y las beatas señoras musitando oraciones
y el abuelo en el patio cantándonos canciones
y las lentas campanas de las cinco doblando.
Las calles imprecisas retornan al silencio
y ese cielo de ahora que sufro y que presencio
comprendo que es de un día que existió no sé cuándo.

El dibujo

Cuando éramos niños
el mundo era un dibujo.
Algo tan simple.
Un solo trazo que acababa
solo para empezar.

Estaciones o casas o ciudades
subían y bajaban
a través de la línea del grafito.

Tirados en la calle
su frente parecía siempre
llena de algo: pájaros
o astros o mareas incontenibles
que se estrellaban
en lo hermoso.

Porque entonces era todo lo hermoso.

Y nada parecía más grande
que sus pequeñas manos.

Sus ojos eran cien kilómetros de gaviotas
hacia el occidente,
y dos tormentas blancas
al cerrarse de pronto,
dos iglesias inmensas en silencio.

Sus brazos caían sobre mí
como una bendición.
Porque su cuerpo era un país
lleno de acantilados
y todo era caer.

Cuando éramos niños,
quiero decir, cuando éramos,
el mundo era un dibujo
y la noche un rumor
y nada sucedía demasiado deprisa,
salvo el invierno.

Su perfume de niño
era una tumba blanca,
y su voz un aliento,
un océano.

Cuando éramos niños,
en ese largo día único
donde aún somos nuestros.

El instante, la vida

He tenido una buena vida:
una guerra de diez años
y tres terremotos
que echaron abajo la ciudad
y cumplieron la profecía
de la abuela,
quien meses antes
nos había anunciado
la destrucción terrible
con una voz que era la misma
con la que nos contaba
los dulces cuentos
donde todo era del color
de las avellanas secas.

Pero he tenido una buena vida,
apacible, sentada
a la mesa en el patio,
o escondida
entre los sacos de maíz,
a la espera que las detonaciones
cesaran, que las voces
cesaran, en la oscuridad
donde el mosquito
era un murmullo
que me hacía dormir.
El mosquito cuya picadura
no causaba la muerte.

Pero he tenido una vida buena,
un amor de mil años
verdadero y brillante
como oro que ha adquirido
la forma de un broche,
un búho de grandes
ojos blancos,
prendido siempre
bajo mi blusa, y por ello
una gota de sangre
es lo que queda
del pasado, una gota
suspendida
como un planeta frío.

Pero he tenido una buena vida,
una vida donde la guerra
y el amor
han durado
los mismos años.
Una donde la muerte
me ha visitado poco,
y donde he visto el mundo
y he escuchado
los sonidos de las grandes
aguas y los enormes
valles, donde los cascos
del caballo criollo
y el venado me muestran
su extraña diferencia.
He visto y olvidado
lo que he visto
y vuelto a asombrarme
con lo que había sido
asombro una vez.
No me quejo.
Las aguas siguen
abrazando mis pies,
aferradas con toda su tibieza
a la brevedad que poseo.

La palabra precisa

He pasado los años de mi juventud
observando sobre los árboles,
empinada para ver qué llega
o qué se marcha. He querido
mirar antes que nadie la tormenta,
y la he visto acercarse como una leona sombría
cuyas fauces son la mitad del mar.

También la he visto derrumbarse
como un alcohólico
sobre la casa de una niña,
destruir ciudades de papel
y levantarse para pisotear lo que queda.
Estruendo es su nombre inimitable.
Luz que rasga la luz, su boca.

He concluido cada tarde y cada mañana.

No hay música que me defina.
Mi pasado es un destello. La punta
de un cuchillo que no corta,
que no separa lo futuro de lo presente.
Pan seco es mi lengua.
Una mancha de café
que es solo oscuridad, mi ojo abierto.
Penumbra, mi ojo cerrado.

En alguna habitación,
sigo siendo una niña que escucha,
en la calle, a toda hora,
aullidos de perros o de hombres,
y cierra los ojos y reza
una oración de una sola palabra
pues no conoce otra.

Realidad

Cuando nos vemos solos y el cuarto donde estamos
nos parece tan frío, tan lleno de humedad,
siempre nos enternece soñar con lo pasado
y buscar la celeste flor de la inmensidad…
Y nos vemos los ojos, infantiles y puros,
y nos vemos las manos cargadas de caricias,
y el jardín del hogar es grande como el mundo
y es hermosa la noche y es extensa la vida…

Que tristes son las horas de esta tarde en mi alma:
se caen las palomas de su rumbo en el cielo,
no hay astros suspendidos en la profunda nada,
mi voz es lluvia lenta que humedece mi anhelo…
Cuánta mar que se aleja perdido en mi nostalgia
y cuánta playa oscura, monótona y desierta…
Qué tristes son las horas de esta tarde en mi alma…
Cuánta voz en la sombra… y cuántas aves ciegas…
Estos días no dicen de mi eterno cansancio,
no dicen del silencio donde mi voz se esconde,
solo hablan del olvido con sus lentos letargos
y del rostro al que le hablo por siempre y no responde…

Hablan de invierno oscuro, de vientos que marean,
hablan de luz herida por puñales de hombre…
Nada dicen del canto donde mi voz es bella
y del sol que, aún niño, vuelve a decir mi nombre…
Cuando nos vemos solos que triste es descubrirse
con los ojos ausentes mirando el horizonte..

Sentada en la estación

Sentada en la estación
de algún invierno,
siento como el silencio
me alcanza y me rodea…

De los vagos rincones
veo salir siluetas…

Siluetas que transportan
neblina entre los dedos…
Rostros que no he observado
y voces que no entiendo…

Siguen, siguen llegando
continúan saliendo…

Vienen hasta muy cerca:
me cantan al oído
melodías nocturnas
que me saben a mar,
a marismas, a viento,

a lugares antiguos
donde nada es real,
a luz cálida y suave,
y frases pronunciadas
en un tiempo remoto
con lenguajes de sal…

Oscurece otra vez
me levanto, camino,
y el sendero que tomo
se torna más sombrío.

Camino en la penumbra…
Atrás, el cielo azul,
no encuentra ningún sitio.

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Autor es esta páginna

Donaciano Bueno Diez
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