LA MALASOMBRA (Mi poema)
Roberto Fernández Retamar (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Del día ese infeliz en que nacemos
la muerte anda espiando en cada esquina
siguiendo desde cerca y observando.
Nosotros que invencibles nos creemos
soñamos con llegar hasta la cima
tratando de seguir siempre escalando.

Los días que te añaden esa suerte
de ver la luz del sol cuando amanece
pudiendo al fin decir hasta mañana,
ocultan que al acecho anda la muerte,
la dueña de la luz, lo que acontece,
atenta a destruir tu barbacana.

Verás que nace el sol y está la sombra
que siempre como amiga te acompaña,
mas nunca se pronuncia y te reprende.
Pudiera simular tiende una alfombra
llenando de caricias su guadaña
fallando que hoy la vida se suspende.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: Roberto Fernández Retamar

Roberto Fernández Retamar

A mi amada

En el Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada.
Subió al ómnibus de la mano de su compañero,
Que en la otra mano llevaba una guitarra remendada.
Se sentaron sonrientes en el primer asiento: ella ocultaba su tristeza con un giro
de sus bellos ojos,
Y él estaba ya proyectando aventuras, cacerías, veladas con música.
Los rodeaban nuevos amigos que aún ignoraban que lo eran:
Iban a empezar a conocerse en un largo viaje,
Cambiando de avión en Madrid, en Roma, hasta llegar a su destino,
Su destino de médicos durante dos años.
Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol,
Para dársela como hacía cuando ella regresaba cada domingo a su beca.
Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa.
Mi amada había de4scendido y me esperaba en la calle.
Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizás tampoco teníamos fuerza.
Regreso a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía.
Sé que lleva en su maletín dos dólares y unos centavos y una novela alucinada.
Confío en que le duren los tres días del viaje.
Luego empezará su otra vida, su otra novela, de médica en África,
De médica en Zambia, adonde mi hija ha marchado,
En el Día de los Enamorados, de la mano de su gallardo compañero de barba
roja.
–Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti–.
Te espero siempre, amada.

El otro (enero 1.959)

Nosotros, los sobrevivientes,
¿a quiénes debemos la sobrevida?
¿quién se murió por mí en la ergástula,
quién recibió la bala mía,
la para mí, en su corazón?
¿sobre qué muerto estoy yo vivo,
sus huesos quedando en los míos,
los ojos que le arrancaron, viendo
por la mirada de mi cara,
y la mano que no es su mano,
que no es ya tampoco la mía,
escribiendo palabras rotas
donde él no está, en la sobrevida?

Hacia el anochecer

Hacia el anochecer, bajábamos
Por las humildes calles, piedras
Casi en amarga piel, que recorríamos
Dejando caer nuestras risas
Hasta el fondo de su pobreza.
Y el brillo inusitado del amigo
Iluminaba las palabras todas,
Y divisábamos un poco más,
Y el aire se hacía más hondo.

La noche, opulenta de astros,
Cómo estaba clara y serena,
Abierta para nuestras preguntas,
Recorrida, maternal, pura.
Entrábamos a la vida
En alegre, en honda comunión;
Y la muerte tenía su sitio
Como el gran lienzo en que trazábamos
Signos y severas líneas.

Epitafio de un invasor

Tu bisabuelo cabalgó por Texas,
Violó mexicanas trigueñas y robó caballos
Hasta que se casó con Mary Stonehill y fundó un hogar
De muebles de roble y God Bless Our Home.
Tu abuelo desembarcó en Santiago de Cuba,
Vio hundirse la Escuadra española, y llevó al hogar
El vaho del ron y una oscura nostalgia de mulatas.
Tu padre, hombre de paz,
Sólo pagó el sueldo de doce muchachos en Guatemala.
Fiel a los tuyos,
Te dispusiste a invadir a Cuba, en el otoño de 1962.

Hoy sirves de abono a las ceibas.

La Habana, octubre, 1962

Una salva de porvenir

A Jacqueline y Claude Julien.
A Fina y Cintio.

No hay pruebas.
Las pruebas son que no hay pruebas.
No estaban, no están, no estarán dadas las condiciones.
Creer porque es absurdo,
Y creemos.
Más absurdo que creer es ser,
Y somos.
Nada garantiza que fuera menos absurdo
No ser ni creer.
Las llamadas pruebas yacen por tierra,
Húmedas reliquias de la nave.
Se derrumbaron las estatuas mientras dormíamos.
Eran de piedra, de mármol, de bronce.
Eran de ceniza.
Y un grito de ánades las hizo huir en bandadas.

No guardar tesoros donde
La humedad, los bichitos los mordisqueen.
No guardar tesoros.
El tesoro es no guardarlos.
El tesoro es creer.
El tesoro es ser.

No existen las hazañas ni los horrores del pasado.
El presente es más veloz que la lectura de estas mismas
palabras.
El poeta saluda las cosas por venir
Con una salva en la noche oscura.
Sólo lo difícil.
Sólo lo oscuro.
Y contra él, en él, el fuego levantando
Su columna viva, dorada, real.

El amor es
Quien ve.

Por primera vez

En países y más países,
Casas, hoteles, embajadas,
Suelos, hamacas, autos, tierra,
Rodeados de agua o sobre el lino.

Olor de desnudez primera.
Vasija de arcilla sonora.
Sorprendente, augusta, profunda.
Camanances, colinas, bosques.

Como leones, como santos.
Lo antiguo, lo simple, l0 súbito.
La plegaria, el descubrimiento.
La conquista, la reconquista.
El relámpago de ojos de humo.

Cada desgarradura sólo
Para encenderse con más fuego,
Con más seguridad de aurora.
Ya él no puede perderla más.
Ya la perdió toda una vida.
Ahora de nuevo y para siempre
Va a amarla por primera vez.

Qué son las islas

Esto tienen de bueno los poetas,
Que han dicho lo que uno quería decir.
¿Dé que otra manera comunicarle lo que sintió
Al ver desde el aire los islotes verdes desparramados por el mar,
y cuando ya en el barco contempló a lo lejos el borde agreste
de la isla,
Sino como ya lo escribió la poeta:
¿Qué son las islas si no estás tú?
Eso es lo que gritó al aire luminoso de la tarde
Y lo que musitó después en la atormentada noche,
Añadiendo un nombre que en la cabina sonaba extraño
Como una flor de otro planeta.
¿Y podrá creer que la playa maravillosa,
Con su cadera de oro mordida por un ávido mar,
y la planicie del centro echada como un manto
No han podido ser gran cosa no estando ella,
Que ha dejado despoblada y silenciosa
Esa ciudad, ojo de la violencia, que ella hechizara
Marcando los lugares de encuentros y despedidas
Con una nostalgia como una cicatriz?

Un hombre y una mujer

¿Quién ha de ser?
Un hombre y una mujer
Tirso de Molina

Si un hombre y una mujer atraviesan calles que nadie ve
sino ellos,
calles populares que van a dar al atardecer, al aire,
con un fondo de paisaje nuevo y antiguo más parecido
a una música que a un paisaje;
si un hombre y una mujer hacen salir árboles a su paso,
y dejan encendidas las paredes,
y hacen volver las caras como atraídas por un toque de
trompeta
o por un desfile multicolor de saltimbanquis;
si cuando un hombre y una mujer atraviesan se detiene
la conversación del barrio,
se refrenan los sillones sobre la acera, caen los llaveros
de las esquinas,
las respiraciones fatigadas se hacen suspiros:
¿es que el amor cruza tan pocas veces que verlo es motivo
de extrañeza, de sobresalto, de asombro, de nostalgia,
como oír hablar un idioma que acaso alguna vez se ha
sabido
y del que apenas quedan en las bocas
murmullos y ruinas de murmullos?

Mi hija mayor va a Buenos Aires

A Silvia Werthein y Juan Carlos Volnovich, príncipes.
Y a Teresa.

1
Mi hija mayor va a Buenos Aires
Casi con la misma edad que yo tenía
Cuando en 1961 estuve por primera vez allí,
Y en el vestíbulo del hotel, recién llegado ya sus ojos muy
joven,
Fryda Schultz tan fina, tan dibujada,
Me dijo que mantenía correspondencia con mi padre,
De quien había recibido un libro de poemas,
Y me vi obligado a responderle que cuando yo era niño
Mi padre había publicado un libro, pero a pesar de su
bella dedicatoria
A Obdulia, mi madre, que con tanta abnegación lo ayudaba
a sostener el peñón de Sísifo
(¿Tendré que añadir que entonces Albert Camus era casi
un adolescente?),
Y a sus hijos, es decir a nosotros, que con el tiempo
íbamos a considerarnos los Karamazov,
A pesar, digo, de esa dedicatoria, era un libro de
contabilidad,
Y también a pesar de que él era más digno de mantener
relaciones con ella que yo,
Era conmigo que ella se carteaba,
Y era mío el libro que ella había recibido.

Poco después conocí a mis hermanos destinados,
Como Juancito Gelman, que me regaló sus breves y ya
estremecedores libros primeros,
Y en El juego en que andamos me puso esta dedicatoria:
A Roberto/revolución de por medio/ tu hermanisimo/ Juan
/Baires, diciembre 61,
Y empezamos a intercambiarnos poemas/ cartas del uno
para el otro,
Y su poesía/su dolor/sus preguntas crecieron tanto que su
luz/su sombra se extienden sobre todo el Continente;
Como Paquito Urondo, que al igual que Juancito y tantos
otros poetas entrañables
Había nacido en 1930, el mismo año que yo,
Y ya había publicado un libro con el título de otro que yo
iba a publicar,
Aunque el suyo, por supuesto, me gusta más,
Y un día, quizá en su último poema,
Conversó conmigo por aquellos versos sobre los hombres
de transición,
Seguramente sin saber que tales versos a su vez
Eran resultado y parte de una conversación inconclusa que
tuve con el Che,
Y otro día iba a morir combatiendo
Y yo le escribiría un llanto que quise terminar con
esperanza,
Pero sé, porque él me lo escribió desde Caracas,
Que entristeció al sempiterno joven León Rozichtner;
A Rodolfo Walsh ya lo había conocido en La Habana,
cuando con Masetti, Gabo y otros tercos locos llevaban
adelante Prensa Latina:
Rodolfo me presentó en la entrada de una pequeña librería
habanera a Waldo Frank,
Cuyo amoroso libro sobre Cuba iba a contribuir tanto a
alterar el destino de mi Julio Cortázar,
Que en los últimos veinte años de su vida formó parte
completamente de la nuestra
En las alegrías y en los dolores, en los aciertos y en los
desaciertos, en lo que aprendíamos y en lo que
desaprendíamos.
A César Fernández Moreno, a Haroldo Conti, a Mimi Langer,
Para sólo nombrar aquí a algunos hermanos idos,
Los iba a conocer en Cuba, y volví a verlos en Francia, en
México, en muchas partes:
César murió, como de un rayo, del corazón, que debe ser
la muerte de los elegidos de los dioses;
Julio y Mimi fueron carcomidos por atroces y minuciosas
enfermedades
De las que me escribían con sereno valor, como si
estuvieran hablándome de cosas impersonales;
A Rodolfo y a Haroldo me los desaparecieron, me los
asesinaron,
Y nadie sabe dónde quedaron sus huesecitos, su polvo.

5
Mi hija mayor va a Buenos Aires
Casi con la misma edad que yo tenía
Cuando Miguel Ángel Asturias, a quien yo había recibido
en el aeropuerto de La Habana una madrugada de 1959,
Me ofreció una cena en su apartamento bonaerense,
Una cena de la que recuerdo a muchas personas,
Y sobre todo a Estela Canto, quien se paró de cabeza para
hablarme
Y luego me dejó, con dedicatoria en que mencionó al sol
de Cuba, su novela En la noche y el barro,
Y muchos años después me conmovería con su libro Borges
a contraluz, comentado por el joven Andrés Zavala.

Otro poema conjetural

(J.L.B., 1899-1999)

Así como descreí (al menos eso he repetido) de la fama,
Descreí también de la inmortalidad,
Y es claro que hoy finado no puedo ser quien traza o dicta
estas líneas falsamente póstumas,
Pero no es menos claro que ellas no existirían sin las que
yo produje de veras,
Si es que yo y de veras tienen sentido en el extrañísimo
universo
(Algún curioso habrá reparado en que ese superlativo no
podría ser mío,
Pero eso no da autenticidad a las restantes palabras).
Afirmé que la duración del alma arbitraria está asegurada
en vidas ajenas,
Y nada puedo hacer para impedir quedar en el autor que
me atribuye este texto,
Y en muchos otros autores inconciliables.
Acaso en mí también fueron inconciliables los rostros, los
estilos que asumí,
Y sin embargo hace tiempo los vanos diccionarios, las
vanas historias de la literatura
Los han reunido bajo tres palabras, entre dos fechas,
De las cuales soy el abrumado, el imaginario prisionero,
no la realidad.
Qué mal he sido leído con demasiada frecuencia.
Cómo no repararon en que laberintos, bibliotecas, tigres,
espadas, saberes occidentales y orientales
Eran transparentes metáforas del pobre corazón de aquel
muchacho
Que simplemente quería ser feliz con una muchacha
Como sus amigos corrientes en Buenos Aires o en Ginebra.
Al evocar mis antepasados, los presenté en mármol o
bronce, y fingí ignorar
Que ellos mezclaron con sus batallas lágrimas, ayes y amores.
La tristeza, la soledad, la desolación contribuyeron a que
existieran mis páginas perfectas,
Pero yo habría cambiado tantas de esas páginas
Por haber besado labios que nunca besé.
Dije abominar de los espejos, y no se entendió que lo que
quería era verme reflejado
En ojos oscuros y claros bajo la gran luna de oro
O en la penumbra de la alcoba.
Me han atribuido la indeseable paternidad
De vocingleras sectas literarias y cenáculos de eruditos,
Cuando yo quería ser padre de hijas e hijos de carne y hueso.

Nadie extrañe dónde decidí quedar enterrado
Si antes no me entendió ni me ayudó a salir de mi celebrada cárcel.
Lamenté no haber tenido el valor de mis mayores,
Pero ahora que nadie puede censurármelo como jactancia
Proclamo que no fui menos valiente al afrontar una adversidad atroz.
Hubiera preferido muchas veces la bala en el pecho o el
íntimo cuchillo en la garganta
Antes que el espanto que contemplé en mí
Mientras pude contemplar.

No se olvide que no soy quien escribe estos versos.
No los escribe nadie.

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Donaciano Bueno Diez
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