LA ÚLTIMA CITA (Mi poema)
Alejandro Céspedes (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

El rumor de la brisa
de ternura que al alba le engalana
¡oh, divina Artemisa!
en la playa pagana
vestirá de susurros la mañana.

La gente casquivana
por la arena observándole a esa diosa
de belleza romana,
de envidia maliciosa
mostrarán su mirada lujuriosa.

¡Qué efímera es la vida!
un repique hereje hoy de campana
anuncia tu partida.
Tu hermosura lozana
la esperanza la habrá trocado en vana.

¿Y después de la muerte
qué, dulce y fiel, amada amiga mía?
¿cuál ha de ser mi suerte
si ya amarte no podría,
penándola a sufrir la noche fría?

¿Si yo preciso verte
un minuto…una hora…todo el día…
y tocarte..y… cogerte….?
¡dios de melancolía!
¡oh noche traicionera, triste, impía!

Tarde es. Lágrimas llueven
en la arena la playa que recita
los versos que al alma le conmueven.
La tierra que hoy tirita
en tu honor. Yo esperaré tu cita.
©donaciano bueno

Si de mi baja lira
tanto pudiese el son que en un momento
aplacase la ira
del animoso viento
y la furia del mar y el movimiento..
Garcilaso de la Vega

Estas liras han sido creadas a partir de la propuesta de Ramón (soñador secreto) sin cuya sugerencia no hubieran visto la luz, y al que se las dedico, con afecto. Espero haber estado a la altura de sus expectativas.

MI POETA SUGERIDO: Alejandro Céspedes

El deseo, como después supimos,

no había muerto con la primera tanda.
Tanto glóbulo rojo ensimismado
en trasegar sustancias al cerebro
y no nos percatamos que ese ímpetu
se estaba revolviendo ante su acoso
como animal herido.
Nos sorprendió esta vez con su agonía.
Supimos que iba a ser más larga que la otra.
Siempre sucede así. Nos habituamos
a ir cercando más su territorio
y él, en su defensa,
se vuelve en cada embate más suicida.
Cargamos nuestro empeño con más pólvora
y yacemos después como deshechos
de una guerra que olvida las razones
para empezar,
seguir,
o detenerse.
No sabemos no ser uno en el otro,
y en no aprender siquiera a ir enterrando
la miseria que nos mantiene juntos
tenemos nuestra propia penitencia.
Hasta que el aire se hace irrespirable
por culpa del olor a podredumbre
hay que seguir,
y hay que inhalar más para saciar
el ansia de acabar con el deseo.
Hasta no ser conscientes es preciso
llegar para encontrarnos mas cercanos.
Entonces
serán nuestros fantasmas los que emprendan
la más fácil tarea de entregarse.

Pero ni tú ni yo somos los mismos

que empezaron a abrir este pequeño
frasco donde guardamos nuestra estafa.
Él renueva el amor.
Él nos redime.
Él reverbera y todo
vuelve a ser como ambos deseamos.
El poppers, aire adentro.
Hay que apurar su ardiente bocanada.

Y qué

si me alimento de los muertos
que poblaron mi infancia, mitos rancios
corriendo por los sueños a escondidas
de padres y de amigos,
y hasta a veces de mí
cuando ya no quedaban artimañas
para tener en pie las fantasías.

Y qué
si no soporto esta casa nueva
en la que habitan muertos verdaderos,
padres, hermanos, sórdidos ronquidos
que hieren mortalmente a los fantasmas
que, a fuerza de rezar la noche entera,
consigo que revivan de las revistas porno.

Y qué
si se me antojan las paredes
revestidas de cuerpos tan desnudos
como mi desazón por no poderlos
amar ni sobre el clímax del insomnio.

Y qué
si sueño a veces
con que los basureros,
adornados con flores de hojalata,
recogen los deseos de las bolsas de plástico
y los devuelven íntegros, cumplidos
a sus dueños
y me los traen aquí,
por la ventana abierta,
desnudos como muertos que han bebido
de golpe el alcanfor de mi nostalgia.

Y qué
si ya prefiero esa blancura
de la piel de un cadáver en mis manos
antes que disfrazarme ante los otros
de lo que ellos quieren que yo sea.

Y qué
si necesito unos retretes,
una estación, un parque,
la esquina de una noche,
un cuarto oscuro
donde acudan en busca de trofeos
otro adolescentes engañados.

Y qué
si sólo tengo esta ventana
para mirar un mundo prohibido
que está latiendo siempre en otras manos,
en las sombras que buscan tras las tapias
fundirse sus volúmenes,
en los rastros blancuzcos que entre los soportales
proclaman que la urgencia pudo más que el amor,
que este amor que me agota y que se agota
en las fotos pegadas por el uso
a la siguiente página.

Y qué
si ya no puedo soportarlo.
Si cansado de amar a fotos muertas
introduzco mi aliento en una bolsa
de plástico y aspiro el pegamento,
y en esta irrealidad que me deslumbra
y pone mi cerebro en cuarentena
aprendo a fecundar a los fantasmas
con los que he de vivir
en esta casa nueva, llena, estéril.

A pesar del fervor con que la lluvia

ametrallaba el cuerpo de los coches,
caminaban despacio. Parecía
que venían sin una procedencia,
que se alejaban sin tener destino,
como si llegar fuera un incidente
ajeno a cada paso que ambos daban.
Masticaban los últimos problemas
igual que los rumiantes,
con esa lentitud que da el convencimiento
de que tendrán que ser regurgitados
otra vez a la boca
para seguir moliendo.
Se notaba en las líneas de sus frentes,
en la escasa importancia que daban a los charcos,
en la barra de pan y en el periódico
que estaban en sus manos, inservibles.

La lluvia hace las calles más estrechas.
Ninguno de los dos se percataba
de que otra vez la vida tropezaba con ellos.
Se alzaron tan de golpe
de un pozo tan profundo
que llevaban prendidos en los ojos
colgajos de la sombra en que vivían
cuando por fin clavaron sus miradas,
uno en otro durante un largo instante,
y casi se sonríen.
Pareció que intentaban volver a conocerse,
volver a situarse en el mundo inequívoco.
Pero eran rostros viejos, caras nuevas,
lo que vieron los dos.
Supieron que volvían de otro tiempo,
de un espacio perdido e inmedible,
sin paralelos y sin meridianos,
del lugar inexacto al que se emigra
cuando no se es amado y no se ama
y no se espera porque no hay razones.

Todo ocurrió muy rápido.

Aunque sin el menor convencimiento
trataron de evitarse, se rozaron los hombros.
El viento, el sol, la lluvia,
hacen siempre las calles más estrechas.
Ninguno de los dos cedió al recuerdo.
No se tendieron trampas, no aceptaron
quemarse como insectos en la antorcha
que de nuevo ante ellos se encendía
después de que otro tiempo y otra lluvia
la hubiesen extinguido.
Ninguno de los dos giró atrás la cabeza
y tampoco ninguno de los dos lo supo.
No vieron sus espaldas alejarse.
La lluvia, a cada paso, dibujaba
dos meridianos más de lejanía.

Los observo reír.

Se abrazan.
Beben.

Únicamente yo
concedo eternidad
a esas conductas.
Juventud. Para ellos
todo es aún la escoria
de los días.

En realidad no existen. Sólo valen

para hacer más robusta la certeza
de que esta soledad
se ceba en el derroche
de sus días.

La vida es la moneda
que me cubre los ojos
para pagar el tránsito al barquero.

Se me olvidó reír
y ya no abrazo.
Derrocho mis monedas en bebida
porque hoy es la nostalgia
de mis días
la herencia de la envidia y del deseo.

Hoy, otra noche más, el tiempo juega.

Se divierte ocultándose,
me abraza por la espalda,
me susurra al oído palabras que conozco.
Ahora es tarde, le digo.
Pero él sigue jugando.
Hace ondear las sábanas,
repliega las cortinas,
extrae de su chistera
un deseo cansado.
Lo hilvana torpemente.
Me empuja hacia los coches
que dejan en la calle
los rastros luminosos
de su urgente existencia.

La noche nos encubre o nos señala.
No hay como en otros tiempos
vaga indefinición, materia, caos.
No hay nada primigenio.
La vida indesignada se parcela,
los grandes mercachifles de los dioses
al dividir obtienen plusvalías.
Nos dejan las acciones del amaos
los unos a los otros
y a los otros
y a los otros,
pero no a tantos otros como nos gustaría
para poder vivir del dividendo.
¡Ay, el tiempo!
papel mojado es entre las manos,
regulación de empleo para las esperanzas
de ser amado aún con los ojos abiertos.

El verbo se hizo carne.
Se pudrió entre nosotros.
Se afilan los extremos de la noche.
Cierro los ojos, veo
que el mundo encuentra sórdidas ranuras
para intentar fluir sin alborozo
y aquellos que deciden ser amados a ciegas
notan sobre su espalda las esquirlas del tiempo.

Aquí no hay nada mío. Ni prestado.
Ni hay apego al deseo
porque su único afán es resistir, y esa
es la guerra más cruel que me declara.
Se tiene en pie
con voluntad ajena a quien lo expira.
Me abrazan por la espalda los hijos de la muerte,
vomitan en mi oído su alimento,
quieren seguir, quieren que los transporte
porque no tienen piernas
y han de agarrarse a quien los disemine.
Ahora llevo estos fardos sin saber hasta dónde,
ni para qué, ni importa
qué cuerpo elegirán para apearse.
Se afilan los extremos de las sombras.
El tiempo juega ahora con barajas marcadas.
Me empuja hacia los cuerpos que dejan en la calle
los rastros luminosos de su urgente existencia.
El amor, si algún día lo hizo, ya no salva.
Cierro los ojos. Veo
que el verbo se hizo carne
y que se pudre en todos.

Y CON ESTO TERMINO DE HABLAR SOBRE EL AMOR

Con qué impostado afán de trascendencia
me demuestra que él es fin en sí mismo.
No quiere intermediarios que confinen
la anchura de su ingrávido principio.
Sólo a tiempo parcial.
Así son los contratos con sus distribuidores.
Acepta con desdén manifestarse
ante mis ojos crédulos
como una religión, un dogma, un clavo
al que me agarro con firmeza
para desgarrar, siempre, las manos con sus hierros.
Se muestra en su soberbia
para ignorarme luego o despreciarme.
Prescinde de ridículas plegarias,
no hace caso a promesas, las incumple.
Es mezquino, huidizo, vengativo,
es igual que una puta porque cobra
por los breves placeres que concede.
Y por esos deslices me conoce tan bien.
Emplea en sus bajezas los secretos
que susurré cien veces en su oído
cuando por vez centésima engañado
creía que era mío.
Que esa vez sí era mío.
Me deja poseerlo fugazmente
y me ofrece sus tetas dilatadas
para dar de mamar a un nuevo sueño,
pero sólo lo estrictamente necesario
para engañarme más.
Ni una gota malgasta, ni una sola.
Es avaro, me mantiene famélico
y así en esta impaciente dependencia
yo me vuelvo a postrar,
a suplicar,
a mendigar las gotas que me dejen
extender unas alas gallináceas
que levantan el vuelo unos centímetros
para otra vez caer sobre el estiércol.
Se maquilla, me restriega su brillo,
me deja emparentar con su apariencia,
me deja ver sus formas,
como si un cuerpo fuese
el humilde vehículo
que utiliza para manifestarse.
Me nutro del efímero espejismo
que exhibe alguna vez por sus ranuras.
Brillo en la escasa luz que sé robarle.

No espero nada de él,
sólo me necesita para seguir vendiendo
su oxidada quincalla.
Ya sé que únicamente es purpurina
lo que me vende a precio de aureola.

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Autor es esta páginna

Donaciano Bueno Diez
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