EN BUSCA DE LA VIDA (Mi poema)
Olga Orozco (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Yo un día salí en busca de la vida
creyendo que la vida me esperaba,
al ver que la parada no encontraba
me tuve que volver a la partida.

Después pensé si acaso era miope,
despierta, pues la vida es el amor,
y tuve que observar alrededor
debiendo retornar raudo al galope.

Y un día vi que el cielo me miraba
lo mismo que se mira a un inocente,
me dije para mí, da un paso al frente,
y vi que ya la vida se acababa.

Ocurre cuando empiezas un ramal
y pasas el trayecto haciendo eses,
decides recoger todas las mieses
y en esto te ha llegado ya al final.
©donaciano bueno.

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MI POETA SUGERIDO: Olga Orozco

Olga Orozco

Entre perro y lobo

Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la
furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.

No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas
las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños
muertos entre celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que vaya,
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la
invasión del enemigo.

Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres
un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?

Aquí están tus recuerdos

Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;
tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras;
el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;
mi infancia, tan cercana,
en el mismo jardín donde la hierba canta todavía
y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,
entre los matorrales de la sombra.

Todo siempre es igual.
Cuando otra vez llamamos como ahora en el lejano muro:
todo siempre es igual.
Aquí están tus dominios, pálido adolescente:
la húmeda llanura para tus pies furtivos,
la aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer,
las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.

-¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!
¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!
Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho
y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.

¿Por qué habrás de volver acompañado, como un dios a su mundo,
por algún paisaje que he querido?
¿Recuerdas todavía la nevada?

¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,
tu morada de hierros y de flores!
Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,
extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,
tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran cenicientos pétalos
después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!,
la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.

Espera, espera, corazón mío:
no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.
Otra vez, otra vez, corazón mío:
el roce inconfundible de la arena en la verja,
el grito de la abuela,
la misma soledad, la no mentida,
y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.

El retoque final

Es este aquel que amabas.
A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,
a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado a ciegas tu destino,
a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su ganancia,
consagraste los años del pesar y de la espera.
Ésta es la imagen real que provocó los bellos espejismos de la ausencia:
corredores sedosos encandilados por la repetición del eco,
por las sucesivas efigies del error;
desvanes hasta el cielo, subsuelos hacia el recuperado paraíso,
cuartos a la deriva, cuartos como de plumas y diamante
en los que te probabas cada noche los soles y las lluvias de tu siempre jamás,
mientras él sonreía, extrañamente inmóvil, absorto en el abrazo de la perduración.
Él estaba en lo alto de cualquier escalera,
él salía por todas las ventanas para el vuelo nupcial,
él te llamaba por tu verdadero nombre.
Construcciones en vilo,
sostenidas apenas por el temblor de un beso en la memoria,
por esas vibraciones con que vuelve un adiós;
cárceles de la dicha, cárceles insensatas que el mismo Piranesi envidiaría.
Basta un soplo de arena, un encuentro de lazos desatados,
una palabra fría como la lija y la sospecha,
y esa urdimbre de lámpara y vapor se desmorona con un crujido de alas,
se disuelve como templo de miel, como pirámide de nieve.
Dulzuras para moscas, ruinas para el enjambre de la profanación.
Querrías incendiar los fantasiosos depósitos de ayer,
romper las maquinarias con que fraguó el recuerdo las trampas para hoy,
el inútil y pérfido disfraz para mañana.
O querrías más bien no haber mirado nunca el alevoso rostro,
no haber visto jamás al que no fue.
Porque sabes que al final de los últimos fulgores, de las últimas nieblas,
habrá de desplegarse, voraz como una plaga, otra vez todavía,
la inevitable cinta de toda tu existencia.
Él pasará otra vez en esa ráfaga de veloces visiones, de días migratorios;
él, con su rostro de antaño, con tu historia inconclusa,
con el amor saqueado bajo la insoportable piel de la mentira, bajo esta quemadura.

Para este día

Reconozco esta hora.
Es esa que solía llegar enmascarada entre los pliegues de otras horas;
la que de pronto comenzaba a surgir como un oscuro arcángel detrás de la neblina
haciendo retroceder mis bosques encantados,
mis rituales de amor, mi fiesta en la indolencia,
con sólo trazar un signo en el silencio,
con sólo cortar el aire con su mano.
Esa, la de mirada como un vuelo de cuervo y pasos fantasmales,
que venía de lejos con su manto de viaje y las mejillas escarchadas,
y se iba bajando la cabeza, de nuevo hasta tan lejos
que yo buscaba en vano la huella del carruaje en el pasado.
Hora desencarnada,
color de amnesia como dibujada en el vacío del azogue,
igual que una traslúcida figura enviada desde un retablo del olvido.
¿Y era su propio heraldo,
el fondo que se asoma hasta la superficie de la copa,
la anunciación de dar a luz las sombras?
No supe descifrar su profecía,
ese susurro de aguas estancadas que destilan a veces los crepúsculos,
ni logré comprender el torbellino de plumas grises con que me aspiraba
desde un claro de ayer hasta un vago anfiteatro iluminado por lluvias y por lunas,
allá, entre los ventisqueros del irreconocible porvenir;
aquí, donde ahora se instala, maciza como el demonio del advenimiento,
en su sitial de honor en medio de la asamblea de otras horas, pálidas, transparentes,
y me dice que mis bosques son luces extinguidas y aves embalsamadas,
que mi amor era erróneo, como un espejo que se contempla en otro espejo,
que mi fiesta es un cielo replegado en el sudario de mis muertos.
Y se queda esta vez, sin bajar la cabeza.

En el final era el verbo

Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,
nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues de la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo
para sustituir los jardines del edén sobre las piedras del vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de víboras,
pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.
Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,
urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo alucinante de los dioses,
reversos donde el misterio se desnuda,
donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos nombres,
sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.
Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera escarchada,
traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,
bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas o el de las hormigas.
Miraba las palabras al trasluz.
Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del verbo.
Quería descubrir a Dios por transparencia.

Con esta boca, en este mundo

No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.

Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en esta dura nieve
donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido del viento.

Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el arco final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo con la lengua cortada.

¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes que más temí perder.
A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas a la oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?

Se descolgó el silencio…

Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de un murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para encerrar la almendra del destino.
Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra.
Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y de rostros.
Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces modelos de este mundo.
Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde se ahoga el tiempo.
Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie,
sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja en lágrimas.
Tus uñas desasidas de la inasible salvación
recorren desgarradoramente el reverso impensable,
el cordaje de un éxodo infinito en su acorde final.
Tu piel es una mancha de carbón sofocado que atraviesa la estera de los días.
Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata que se arranca
y después ya no estabas.
Te desertó la tarde;
te arrojó como escoria a la otra orilla,
debajo de una mesa innominada, muda, extrañamente impenetrable,
allí, junto a los desamparados desperdicios,
los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente,
que oscila, que se cae,
que se convierte en nube.

Si la casualidad es la más empeñosa jugada del destino…

Si la casualidad es la más empeñosa jugada del destino,
alguna vez podremos interrogar con causa a esas escoltas de genealogías
que tendieron un puente desde tu desamparo hasta mi exilio
y cerraron de golpe las bocas del azar.
Cambiaremos panteras de diamante por abuelas de trébol,
dioses egipcios por profetas ciegos, garra tenaz por mano sin descuido,
hasta encontrar las puntas secretas del ovillo que devanamos juntas
y fue nuestro pequeño sol de cada día.
Con errores o trampas, por esta vez hemos ganado la partida.

Un rostro en el otoño

La mujer del otoño llegaba a mi ventana
sumergiendo su rostro entre las vides,
reclinando sus hombros, sus vegetales hombros, en las nieblas,
buscando inútilmente su pecho resignado a nacer y morir entre dos sueños.

Desde un lejano cielo la aguardaban las lluvias,
aquellas que golpeaban duramente su dulce piel labrada por el duelo de una vieja estación,
sus ojos que nacían desde el llanto
o su pálida boca perdida para siempre, como en una plegaria que inconmovibles dioses acallaran.

Luego estaban los vientos adormeciendo el mundo entre sus manos,
repitiendo en sus mustios cabellos enlazados
la inacabable endecha de las hojas que caen;
y allá, bajo las frías coronas del invierno,
el cálido refugio de la tierra para su soledad, semejante a un presagio,
retornada a su estela como un ala.

Oh, vosotros, los inclementes ángeles del tiempo,
los que habitáis aún la lejanía
-ese olvido demasiado rebelde-;
vosotros, que lleváis a la sombra,
a sus marchitos ídolos, eternos todavía,
mi corazón hostil, abandonado:
no me podréis quitar esta pequeña vida entre dos sueños,
este cuerpo de lianas y de hojas que cae blandamente,
que se muere hacia adentro, como mueren las hierbas.

Vuelve cuando la lluvia

Hermanas de aire y frío, hermanas mías:
¿cuál es esa canción que se prolonga por las ramas y rueda contra el vidrio?
¿Cuál es esa canción que yo he perdido y que gira en el viento y vuelve todavía?
Era lejos, muy lejos, en las primeras albas de un jardín custodiado por ángeles y ortigas.
Cantábamos para siempre la canción.
Cantábamos nuestra alianza hasta después del mundo.
Era hace mucho tiempo, hermana de silencios y de luna.
Era en tu adolescencia y en mi niñez más tierna,
cuando apenas te habías asomado a las sinuosas aguas del amor, que te apresaron pronto,
y aún te vestías contra nuestro candor con el muestrario de las apariciones:
la novia fantasmal, el alma en pena o la mendiga loca;
pero al día siguiente eras la paz y el roce de la hierba.
Cuando te fuiste, faltó el cristal azul en la canción.
Era hace mucho tiempo, hermana de aventuras y de sol.
Yo era la más pequeña y seguía tus pasos por sitios encantados
donde había tesoros escondidos en tres granos de sal,
un ojo de cerradura enmohecida para mirar el porvenir más
bello y un espejo enterrado en el que estaba escrita la palabra del supremo poder.
Tú inventabas los juegos, las tentaciones, las desobediencias.
Fueron tantos los años compartidos en fiestas y en adioses
que se trizó en pedazos la canción cuando tu mano abandonó la mía.
Hermanas de ráfaga y temblor, hermanas mías,
las escucho cantar desde las espesuras de mi noche desierta.
Sé que vuelven ahora para contradecir mi soledad,
para cumplir el pacto que firmó nuestra sangre hasta después del mundo,
hasta que completemos de nuevo la canción.

Olga Orozco

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
Unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
La humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
Y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
Aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.

Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como un rayo,
no en el tumulto incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura
que los cambiantes sueños, allá, donde escribimos la sentencia:
«Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento».

Para este día

Reconozco esta hora.
Es esa que solía llegar enmascarada entre los pliegues de otras horas;
la que de pronto comenzaba a surgir como un oscuro arcángel detrás de la neblina
haciendo retroceder mis bosques encantados,
mis rituales de amor, mi fiesta en la indolencia,
con sólo trazar un signo en el silencio,
con sólo cortar el aire con su mano.
Esa, la de mirada como un vuelo de cuervo y pasos fantasmales,
que venía de lejos con su manto de viaje y las mejillas escarchadas,
y se iba bajando la cabeza, de nuevo hasta tan lejos
que yo buscaba en vano la huella del carruaje en el pasado.
Hora desencarnada,
color de amnesia como dibujada en el vacío del azogue,
igual que una traslúcida figura enviada desde un retablo del olvido.
¿Y era su propio heraldo,
el fondo que se asoma hasta la superficie de la copa,
la anunciación de dar a luz las sombras?
No supe descifrar su profecía,
ese susurro de aguas estancadas que destilan a veces los crepúsculos,
ni logré comprender el torbellino de plumas grises con que me aspiraba
desde un claro de ayer hasta un vago anfiteatro iluminado por lluvias y por lunas,
allá, entre los ventisqueros del irreconocible porvenir;
aquí, donde ahora se instala, maciza como el demonio del advenimiento,
en su sitial de honor en medio de la asamblea de otras horas, pálidas, transparentes,
y me dice que mis bosques son luces extinguidas y aves embalsamadas,
que mi amor era erróneo, como un espejo que se contempla en otro espejo,
que mi fiesta es un cielo replegado en el sudario de mis muertos.
Y se queda esta vez, sin bajar la cabeza.

Para hacer un talismán

Se necesita sólo tu corazón
hecho a la viva imagen de tu demonio o de tu dios.
Un corazón apenas, como un crisol de brasas para la idolatría.
Nada más que un indefenso corazón enamorado.
Déjalo a la intemperie,
donde la hierba aúlle sus endechas de nodriza loca y no pueda dormir,
donde el viento y la lluvia dejen caer su látigo en un golpe de azul escalofrío
sin convertirlo en mármol y sin partirlo en dos,
donde la oscuridad abra sus madrigueras a todas las jaurías y no logre olvidar.
Arrójalo después desde lo alto de su amor al hervidero de la bruma.
Ponlo luego a secar en el sordo regazo de la piedra,
y escarba, escarba en él con una aguja fría hasta arrancar el último grano de esperanza.
Deja que lo sofoquen las fiebres y la ortiga,
que lo sacuda el trote ritual de la alimaña,
que lo envuelva la injuria hecha con los jirones de sus antiguas glorias.
Y cuando un día un año lo aprisione con la garra de un siglo, antes que sea tarde,
antes que se convierta en momia deslumbrante,
abre de par en par y una por una todas sus heridas:
que las exhiba al sol de la piedad, lo mismo que el mendigo,
que plaña su delirio en el desierto,
hasta que sólo el eco de un nombre crezca en él con la furia del hambre:
un incesante golpe de cuchara contra el plato vacío.

Si sobrevive aún, si ha llegado hasta aquí hecho a la viva imagen de tu demonio o de tu dios;
he ahí un talismán más inflexible que la ley, más fuerte que las armas y el mal del enemigo.
Guárdalo en la vigilia de tu pecho igual que a un centinela.
Pero vela con él.
Puede crecer en ti como la mordedura de la lepra; puede ser tu verdugo.
¡El inocente monstruo, el insaciable comensal de tu muerte!

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No acabo de entender por qué hay humanosque…
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