MADRID ERA MUY GRANDE (Mi poema)
Coriolano González Montañez (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA…de medio pelo

 

Pues él llegó a Madrid siendo un mocete
mas bien desaliñado o descuidado,
un joven e inocente mozalbete
que tuvo que aprender siendo un zoquete
a ser más pillo y listo que el de al lado.

Que entonces ya Madrid era muy grande
mas él, recién llegado, era un pardillo,
dispuesto a obedecer mande quien mande,
con riesgo a que el cateto se desmande
haciendo oposiciones para pillo.

Que ¡guapa más que guapa, chulapona!*,
aquel era un piropo muy castizo,
lo mismo que decir dormir la mona*,
cantar como el Esteso La Ramona*,
oír algún serial de Juana Ginzo*.

Que allí solo mandaba el General
nosotros sin saberlo y a lo nuestro,
haciendo la contraria a aquel maestro
que quiso allí inculcarnos la moral,
del cura perdonar y un padrenuestro.
©donaciano bueno

*Chulapa: propio de personas de las clases populares de algunos barrios de Madrid, con ciertas maneras de vestir, hablar y de ciertos modales desenfadados. *Dormir la mona: después de haberse emborrachado. *La Ramona: una canción popular de Fernando Esteso. *Juana Ginzo, famosa por sus seriales en la radio. *«¡Adiós, Madrid, que te quedas sin gente!». Inicialmente la frase es atribuida a un zapatero remendón, que al abandonar Madrid porque su negocio no prosperó, al salir de la ciudad, mirando a su espalda, mencionó la frase ya famosa desde primeros del siglo pasado. 

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MI POETA SUGERIDO: Coriolano González Montañez

SIETE CITAS Y UN EPÍLOGO PARA UN INSOMNIO

One of these days (versión en Pompeya). Pink Floyd

1
La imagen de la mujer que se abrasa
con aceite hirviendo la mano
y del hombre que se quema los labios
mientras le besa la piel para aliviarle el dolor.
La boca en carne viva que busca en otra boca
el aliento que adormece el grito,
la saliva apasionada que sana a su vez.
Miguel Torga escribió: “Hace mucho tiempo
que no escribo un poema de amor”.

2
Fotografías amarillentas.
Los rostros ajados que ya nadie reconoce.
Versos atiborrados de desgarro,
de pérdidas, de nostalgia.
La pasión me había sido ajena
y de pronto el desbordamiento.
El acto de la escritura sólo acrecienta
la necesidad de insistir,
de creer que el poema es imprescindible.
Borges escribió: “Estar contigo o no estar contigo
es la medida de mi tiempo”.

3
La mirada que guarece mis sueños esta noche;
la certidumbre de que aún en la oscuridad
sería capaz de encontrarte;
el paso incierto por callejuelas de penumbra
en ciudades imaginadas: la derrota.
Rafael Cadenas escribió: “Los lectores de poesía
buscan, en el fondo, revelaciones”.

4
Una palabra que atravesara las distancias, el tiempo,
que recogiera y se clavara en lo más íntimo de mí
para anclarme en un refugio
y esperar la llegada del invierno.
Octavio Paz escribió: “todo poema es tiempo y arde”.

5
La piel, el aroma.
No hay arena en las playas del exilio.
A un lado del cristal el frío;
al otro, el ardor.
Si nuestras manos se encontraran.
Mario Luzi escribió: “Qué noche desde lejos
se prepara en la niebla”.

6
Un aire añejo de un tiempo
que quedó arrinconado en las telarañas
de aquella vieja casa,
me lleva hipnóticamente hacia ti:
respirarte, beberte, vivirte.
Ser uno y no despertar.
Súbitamente, la lluvia ha regresado
moribunda y ciega.
Tu voz me sabe, me huele,
la siento lluvia.
Tu voz es lluvia.
Yves Bonnefoy escribió: “ya que sólo
hay mirada en lo que muere”.

7
Nick Mason golpea con insistencia la batería
en la noche de Pompeya.
Las caras de los muros en ruinas
parecen acompañar con gritos y lamentos.
En el instante de mayor intensidad
una baqueta se le escapa
y el batería, ágil, agarra otra.
Espontaneidad y apasionamiento,
hermanados con el fuego
y las coladas del volcán.
Nacimiento, muerte, resurrección.
En las cenizas sólo hay
ignominia y olvido.
Roger Waters aúlla: “Uno de estos días
te voy a cortar en trocitos”.

8
Aún no he aprendido a pronunciar tu nombre.

(De Retorno. The dream is over, 2009)

DÉJÀ VU

Camino despacio por la orilla.
Dejo que mis pies se hundan en la arena
y que las olas los traigan de nuevo a la luz.
Camino entre los charcos
antes del cambio de luna.
Están calientes, como un caldo,
y esperan el agua fría.
Pronto se inundarán de peces.
Todos los años, todos los días
de todos los veranos, el mismo ritual.
En silencio. La playa ya se ha vaciado.
Queda poco para la puesta
y algunos esperan el estertor del día en los bancos,
más allá de la arena.
Solo unos pocos permanecemos en el agua.
Son casi las nueve de la noche.
De niño creía que la marea alta
siempre correspondía a las mañanas
y que el atardecer traía la marea baja.
La infancia debió moverse a ese ritmo de olas.
La brusquedad del día,
la playa llena de gente, de sombrillas,
la arena sin resquicio;
el apaciguamiento de las noches, la intimidad,
los juegos en las sombras.
Como la existencia, quizás,
que se calma a medida
que los acontecimientos se tornan inevitables.
Ahora camino por el muelle.
Repito una vez más el mismo recorrido.
La rutina permite que el tiempo se detenga,
que siempre se retome
el mismo punto de partida.
Han pasado quince años y, sin embargo,
no llevo ni uno
en este paisaje cambiante de malecones,
de calles, de plataneras, de arenas, de mareas.
Quizás este atardecer debiera ser otro.
Sería necesario pararse a contemplarlo.
(inédito)

Haikús

sobre la arena
cuatro huellas de pies:
dos son de niño

el perenquén
y el olor de los plátanos
tras el crepúsculo

sólo la noche
y aquel aroma a guano:
risa de niños

el viento en sombra
entre cañaverales
¿quién me despierta?

lluvia de otoño
lluvia roja de otoño
¡oh, sobre mí!
(De la luz, 2010)

PADRE

Padre, vengo a matarte.
El recuerdo no puede seguir sosteniéndose
sobre una vela que cada noche se enciende
solo para iluminar tu fotografía.
Ayer, mientras rebuscaba en la herramienta,
me encontré con tu destornillador.
Y, no sé muy bien por qué, me llevó a otro recuerdo.
Te contemplé -y también te olí-
pocos instantes después de tu muerte.
Te besé en la frente en aquel cuarto mortuorio
y aún en ti había tibieza.
Les dije a los empleados de la funeraria:
“Mi madre no puede verlo así”.
La boca abierta, rendida la cabeza,
los ojos aún vigilantes, entrecerrados,
el pelo sin orden.
Ya no eras tú
y pensé que te hubieras avergonzado
de que cualquiera pudiera mirarte
en ese momento.
Con la profesionalidad
de quien se maneja hábilmente
en la muerte cotidiana,
me aseguraron:
“No se preocupe. Lo arreglaremos”.

Luego, en el tanatorio, ya sonreías
y el pelo había vuelto a cobrar forma.
Te habían rellenado la boca
y forzado una mueca para que sentenciasen:
“Pobre, murió en paz”.
Y me tendría que callar
y llenarme de rabia cada vez que alguien
te destapara el rostro para despedirse.
¿De qué? ¿De quién?

Mientras, el calor de aquellos días de agosto
te amarilleaba la piel y aceleraba
la descomposición de tu cuerpo.
Te salía la barba, pero yo solo quería
que acabara todo y regresar a mi soledad.

Ahora, padre, sigo encendiéndote una vela
todas las noches. Y, cuando viajo, busco
lugares donde hacerlo.

Hoy, luna nueva, hace ya siete años.
Acabo de cambiar aquella cerradura
que quedó pendiente,
sin embargo, llevo dos años escribiendo
este poema, temiendo siempre llegar al final.

Pero tú ya no existes. Ni tu cuerpo.
¿Debería mantener tu imagen detenida
en tus sesenta y cuatro años
y aguardar a llegar a tu edad
y mirarme al espejo para saber
si me reconozco o te reencuentro?

Por eso, padre, vengo a matarte.
De Mapa del exilio

LA PIEDRA DEL VALLE

Padre, he vuelto al valle donde te esparcimos
hace ya una semana.
He vuelto solo
y allí estaban, esperándome, inmóviles,
los trazos de tus cenizas blancas.
No las grises que dibujaron
tirabuzones en la tarde,
sino las blancas,
aquellas que no eran cenizas
sino restos triturados de tus huesos,
aquellas que caían
y no se fundían con el viento.
Pasé mi mano por las diminutas esquirlas
de tu cráneo o de tu fémur
o del tórax que albergara tu corazón.
Cogí los pequeños restos de ti
y traté de desmenuzarlos
con mis dedos,
de retornarlos a la tierra.
Pero abandoné la tarea
por inútil y carente de sentido.
Con las manos y los pies
traté de confundirlos con el polvo,
pero siempre emergía el tono marfil
que se extendía hasta las retamas.

Entonces me senté en la piedra, padre.
Y contemplé el volcán mientras miraba
el lugar de las cenizas.
Recordé cómo mamá cogió tu urna
y quiso esparcirte de una sola vez al viento,
cómo el recipiente se le escapó de las manos
y casi le golpeó la cabeza,
cómo lo cogí al vuelo
mientras mucho de ti se depositó
ahí donde ahora miraba.
Luego continué arrojándote
con rabia y desespero.

Pero todo es inútil, padre.
Sigues aquí y ni siquiera el viento
que ahora sopla en el valle
logra dispersarte.
Te quedarás para siempre,
tiñendo el tono de la tierra de los ancestros.
Bastará con remover la superficie
y aparecerás.

O quizá te lleven
o te confundas o te pierdas
cuando lleguen las lluvias y las nieves.
O quizá no.

Pero yo volveré y me sentaré
otra vez en la piedra
para hablarme o hablarte.
Que es lo mismo.
Para buscar restos de tus huesos
y deshacerlos en mis dedos
y darme cuenta
de que jamás te irás.
De Mapa de la nieve

TINA CONTEMPLA LA NIEVE

I
Tina nació a finales del siglo XIX.
Era analfabeta. No reconocía ni letras ni números.
En un tiempo de pesetas y céntimos
solo sabía contar en duros.

A finales de la década de los setenta,
Tina llegaba casi a los noventa años.
Se quedaba sola en la casa
y nos preocupaba que pudiera tener un accidente,
que se sintiera enferma
y que no pudiera avisar a nadie.
Visitarla cada día era una prueba de vida.
(Sentir el paso entrecortado
que se acercaba a la puerta).

Un día intenté enseñarla a marcar
nuestro número de teléfono.
Pensé en rotular los dígitos
con marcas lógicas,
pintar una secuencia de colores.
Ella me miraba con paciencia
e intentaba hacerme caso.
Hoy me doy cuenta de que participaba de mi juego,
pero que se daba por derrotada,
incluso antes de repartir la primera mano.
Yo tenía diez años y ella sonreía.
A veces me pregunto
cuánto de esos momentos me condujeron,
mucho después,
al camino de la docencia,
en qué parte de mi inconsciente
quedaron aquellos instantes.

Un día sonó el teléfono.
Francisco la había encontrado
tirada en el suelo del corredor.

Mamá Tina está muerta, dijo.

Cuando no logro que un alumno
entienda una explicación,
siento que alguien me llama
y veo a Tina yaciente.

II
No es cierto que haya cincuenta o más palabras
para designar “nieve” en esquimal.
Es – diríamos – una leyenda urbana.

El esquimal ni siquiera es una lengua.
Los inuit tienen ocho familias
y suman un total de veintidós idiomas distintos.
Cuatro de sus lexemas me sorprenden:
“aput”, nieve en el suelo,
“qana”, nieve que cae,
“piqsirpoq”, nieve a la deriva,
“qimuqsuq”, tormenta de nieve.

Agua en el suelo.
Agua que cae.
Agua a la deriva.
Tormenta de agua.

Silencio en el suelo.
Silencio que cae.
Silencio a la deriva.
Tormenta de silencio.

En el suelo; que cae; a la deriva; tormenta.

Tina nunca supo marcar un número de teléfono.
De Topografía de los faros (inédito)

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