¿Quién hizo la carambola,
sabes tú quién la inventó,
quién la hundió y la levantó
y se apiadó al verla sola
y pensando era una trola
de vergüenza se murió?
¿Quién le cogió miedo al susto
y se puso allí a llorar,
y pensó en tirarse al mar
en medio de aquel disgusto
para después más a gusto,
ver al miedo naufragar?
¿Quién hizo que la alegría
se juntara con la pena,
quién sufriendo una condena
descubrió que se moría
y que al ver que renacía,
ya soltóse esa cadena?
¿Quién, sufriendo mal de amores
dijo que no tienen cura
y les puso una sutura
para mitigar dolores,
y encontraba entre las flores
un remedio a su locura?
¿Quién le puso al calamar
tantas patas, quien sería
que inventó esa letanía
que el jugar se va a acabar,
y él se puso allí a jugar
y en jugar se entretenía?
Por el paisaje gris de mi memoria, cruzan arrieros sin retorno, pastores y alfareros
olvidados, bardos ahogados en el miedo lacustre de sus propias leyendas.
Solo estoy, en esta noche última, coronado de cierzo y flores muertas.
Solo estoy, en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las estrellas. De ” Memoria de la nieve” 1982
1. Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora…
Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.
Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando
como las bayas rojas del acebo.
Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor
de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.
No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.
En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed
granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.
Su lentitud no está desposeída de costumbre.
3. Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde…
Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.
Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas
sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.
En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor
puede alcanzarles, está guardado el tiempo. Y su costumbre deja posos
más ácidos y azules que el olvido.
Como hierba crecida entre ruinas, la soledad es su único alimento y,
sin embargo, su sustancia es tan dulce como nata crecida.
Abstenéos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas
o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas.
De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza
que su propia mansedumbre.
7. Hay racimos de soledad en tus manos…
Hay racimos de soledad en tus manos, desposesiones más antiguas
que la sangre.
Huyen los años de tus ojos como bandadas de cometas por las plazas maduras.
(Sólo quedan los bueyes rumiando su tristeza.)
Has conocido, entre gavillas de silencio, el sabor amarillo de mis pasos,
el humo indescifrable de las brasas sin tiempo.
Nunca mi lejanía se amasó con barro, pero puse en tu boca las yemas más
quemadas y los besos más lentos. Nunca mi lejanía se espesó hasta tu cuerpo.
Como una fuente vieja, azul desde su olvido, arrinconaste el miedo
en arcas inviolables.
Ni siquiera el dolor estalla entre tus labios. Ni siquiera la antigua,
la salada tristeza de mis besos.
11. Si te pusiera copos de tierra sobre la boca…
Si te pusiera copos de tierra sobre la boca, sabrías la acidez que me posee.
Si apoyase mis preguntas en tus hombros, te desmoronarías como una
estatua de sal.
(¿O acaso puede alguien soportar el equilibrio de los árboles más altos?)
Pero no quiero condenarte a ser cuenco de nieve o roca muda.
Advierto en tus andenes una espera infinita y tus silencios me son agrios
como bruma.
Los mercaderes montan sus puestos de mentiras y perfumes a tu paso.
Tus recuerdos esperan, apostados como perros, el momento en que se incendie
la nostalgia.
Reconozco que mis preguntas aumentarían tu indefensión.
13. Yo no recuerdo sino el sabor de la duda…
Yo no recuerdo sino el sabor de la duda como un alud de fresas
sobre las blandas escamas de mi boca.
He olvidado el lugar donde las nieves más azules consiguen resistirse
a su abandono.
He olvidado ya hace tiempo la dócil lentitud de los molinos.
Mucho antes de la hora de los vagabundos, y a través de arboledas heladas,
caminé largamente hacia la mansedumbre. Busqué los prados donde pastan
los bueyes más antiguos.
Rocas más amarillas que el silencio puse sobre mi incertidumbre.
Rocas más dilatadas que algodón.
Y no quedó otra cosa que la duda fluyendo dulcemente, como nata derretida.
Yo no sé si, después de la muerte, alguien vendrá a dormirme con leyendas
aprendidas en lugares lejanos.
Yo no sé si el aguacero de la nada apagará los hornos de la mendicidad.
Pero es seguro que palabras absolutas, más absolutas que vasijas de aceite
derramadas, me estarán esperando al otro lado del olvido.
Y entre esas voces acuñadas sobre moldes de arcilla y certidumbre,
mi voz sonará extraña como tomillo arraigado en las cuestas del amor.
Mi voz será como un paréntesis de duda. De “La lentitud de los bueyes” 1979 Ediciones Hiperión
El que escribe, Donaciano,
como el labriego en Castilla
va esparciendo la semilla
a voleo con la mano.
Lo mismo que hace el cristiano
que a Dios no ha visto y le reza
y espera de su grandeza
que llegado el mes de abril
le riegue con aguas mil
la madre naturaleza.