MADRE (Mi poema)
Izara Batres (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Debiera haberte besado hasta matarte a besos,
debiera haber mimado como se mima a un niño,
y abrazarte con fuerza sorbiendo tu cariño,
sentir y haber llenado tu imagen de embelesos.

Tú, que me diste todo, cuidados y ternura,
y que me procuraste la educación y aseo,
no sabes cuánto siento, volver a atrás deseo,
a los tristes momentos en que te dí amargura.

Quisiera ser yo un hada y revertir el tiempo,
y aunque fuera un momento de hinojos a tu lado,
confesar que te quise, lo mucho que te he amado
y no ser expresivo, lo mucho que lamento.

Mas, como no es posible, dejar quiero constancia.
Si al azar este verso llevara hasta tu nube
hoy quiero lamentarlo, te tuve y no te tuve,
espero me perdones. Y un beso en la distancia.
©donaciano bueno

Comentario del autor sobre el poema: Es preciso que nuestras madres no estén ya entre nosotros para tomar conciencia de algunos hechos que la pudieron contrariar y que ahora lamentamos.

MI POETA SUGERIDO: Izara Batres

Izara Batres

TIENE QUE ESTAR AHÍ

Tiene que estar ahí,
entre el telón y la espuma
y la baba amarilla de la luz eléctrica.
Tiene que estar más allá del circuito
que nos deshace y nos traza
bajo el licor urbano de las mareas.
Tiene que ser algo más que un lunes
tras el domingo,
algo más que la m-40;
tiene que estar deshipotecado,
desacontecido,
escindido de la madeja.
Tiene que ser dorado y pasaje,
la suma oblicua de ayer y selva,
tiene que desplegarse,
como el milagro de una edad encendida,
sobre el muro del opio,
los trámites y los enemas,
sobre las cifras, sobre el amor dormido,
sobre el magnífico absurdo
de la burocracia ciega.
Tiene que desplegarse,
con las alas enfebrecidas,
hasta tocar el vértigo de las esencias.
Y cuando ruja, con su profundo corazón celestial
incendiado de cólera y ternura,
sabremos que no era un sueño.
Del libro «El fuego hacia la luz»

I.

Y cómo vivir…
si la daga nítida
hiere hasta el origen del grito,
cómo se sostiene esta muerte continua,
este fin del mar.
Dios, flor de calor, núcleo infinito de las esencias,
me abrazas en este túnel, me llevas,
y yo no veo, pero creo en ti.

MANHATTAN BLUES

Dame la mano.
Ven conmigo para que te explique la fina trama de la ironía.
¿No es verdad que, a punto de la noche,
cuando el cielo se convierte en un océano de luces
bajo la ciudad de Nueva York,
tú enciendes un cigarro y respiras,
y dejas que las cosas bailen al compás de algún viejo blues?
¿Es cierto que, todavía, en Central Park
se desintegran los cometas,
y, más tarde, caminando por la Quinta Avenida,
los árboles son de otoño?
Tú nunca me contaste el secreto invisible
para hacer de esta distancia lo que hicimos;
para que, una vez, desde la ventana de uno de esos rascacielos
le dieras la vuelta a mi vida.
Es gracioso que recuerdes los paseos por Greenwich Village
entrelazados con la sutil fábula de niñez.
Y el puente de Brooklyn,
como un gigantesco caballo épico,
dorado y llameante,
cabalgando sobre las aguas de fuego, al atardecer.
La noche es una descomunal alfombra de versos
que has desnudado y tendido a nuestros pies
infinitas veces,
con un solo gesto de tus dedos.
Un solo brillo infinito con el que admirabas
los objetos de las tiendas antiguas,
y esa febril emoción
de las hermosas tardes de primavera frente al lago,
suspendidas en el tiempo.
Pero aquella pastelería,
en la que fuimos unos deliciosos chalados
en busca del aroma blando y caliente, al amanecer,
se ha confundido, absurdamente,
con el hormigón,
silenciada, como una estructura sin ojos.
Y nosotros…
¿nos hemos perdido?
Cuéntame esa pequeña inconsistencia
que te convierte en lo que me ayuda a respirar.
Me pareces de brisa cuando te imagino
con una copa elegante en la mano,
música jazz en tu apartamento de Frank Lloyd Wright,
el cuerpo esbelto, la gabardina,
y una mirada de miel, infinita, a través del cristal,
derramando melancolía
sobre las calles y los ritmos de Nueva York.
Memorias agridulces de los días felices,
del frenético esplendor en las avenidas,
y la sucesión de lunas y esfinges
que habitan las noches de la gran ciudad.
¿Crecerán, esta vez, las flores de primavera en Little Italy?
¿Regresarás a ese laberinto de imágenes
que es Broadway con la 42?
Escríbeme un verso y yo te regalo
la mejor de mis sinfonías.
Tal vez así lleguemos al acuerdo perfecto;
ése que no divide nuestros tiempos y nuestras vidas.
Y quizá yo esté ahí;
quizá yo llegue a mirarte desde la risa cálida,
bajo las ramas floridas o desnudas de los árboles,
en una de las cuatro esquinas.
Quizá esté enfrente, esperando,
con un ramo de flores, y el cuello de mi abrigo largo
desplegado, al modo de un dandi,
mientras los coches pasan,
y las mujeres bajan las escaleras con sus tacones.
Y entonces, tal vez, te recordaré con esa sonrisa tímida,
pero súbitamente turbadora,
el viento de Manhattan revolviéndote el cabello,
y, al fondo, el Hudson, y la antigua melodía del puerto.
Tus manos sobre el abrigo, mientras corres,
sólo una imagen fugaz,
juego de luces, los cables del puente,
algún turista en pinceladas,
yo diría estupideces;
y tus ojos sonreirían, con esa particular forma de contención
que abarca el mundo.
Ignoro si aquel aroma de hibisco sigue perfumando
el trozo de parque que nos prometimos,
mientras sonaba la vieja canción de jazz.
Pero déjame decirte que, una vez, tuvimos…
Quizá, una vez tuvimos
ese irónico, leve destello
que anuncia la eternidad.
Del libro «El fuego hacia la luz»

AVENIDAS DEL TIEMPO (Fragmento I)

La luna está creciendo, con la nítida irrealidad
de un globo onírico.
Tiene un asombroso resplandor febril
que inunda la tierra.
Cuando cesa el rumor de su eco destrozado,
el mar se convierte en piedra.
Las calles,
las inmensas circunferencias que gravitan
cerca del núcleo,
vuelan en pedazos.

Y la ceniza de hielo baña la superficie;
su luz es blanca.
La muerte de una sonrisa exangüe.

Como en las mejores puestas de sol,
el aire tiene, entonces, una claridad distinta.
Lo que sentimos, lo que creemos;
todo lo que hemos visto, lo que hemos escrito
conforma una gigantesca burbuja de sentido.
Oscila, igual que el universo, en el inquietante juego
del azar,
junto al frío del invierno,
por los senderos malditos, elevados
como gotas suspendidas
en un instante de eternidad.

Y es, simplemente, como el primer día
y el primer destello,
naciendo, en su lujo impertinente,
del dolor y del fuego.
Ese crepitar del infinito que vienen a ser,
absurdamente,
las avenidas del tiempo.

AVENIDAS DEL TIEMPO (II)

Juega con tu tristeza, chiquillo.
Ovíllate en un claroscuro, fuera del mundo.
Coge el calor y la rabia,
la furia de tus cenizas,
y abre la herida.

Pinta con sangre en las paredes de los que no te verán,
para quitarte del rostro esa luna ahogada y vieja.

Haz pedazos los relojes, los olores, los recuerdos.
No volverán para arreglar lo que hicieron.
Pero tú no te marcharás jamás.

CANCIÓN DE CUNA

Luz de la nube sin fin.
Desde mi cama
veo pasar las nubes del cielo y el tiempo.
La luz entra por el balcón y derrama
su dulce hilo trágico de recuerdos.
Tal vez, la cuna sigue meciéndose.
No lo hago yo. No puedo.
No me muevo de esta cama
y de esa nube.

Nuestro precioso, precioso niño sin dientes…
Hace tiempo que no le oigo llorar.
Antes, venían esas mujeres
con abrigos negros;
y le mecían, y hablaban tan alto.
Y yo quería que se fueran,
que nos dejaran solos,
que nos dejaran dormir.

Las grietas en las paredes
se abrían como heridas,
se tragaban el aire,
encendían el llanto extenuado, hambriento,
el chillido de los pájaros,
posados en el balcón,
en los amaneceres de ceniza y de hielo.
Escombros de naturaleza caliente.
Gritos,

rompiéndose,
en los oídos, en las entrañas,
en todo el universo,
mientras se confundían los ángulos
del espacio y del tiempo.
Oía la cuna moverse,
muy despacio,
con un gemido lento y amargo.
Y quería levantarme a mecerlo.
Quería levantarme.
La noche era una garganta infinita
que crujía bajo el suelo.

Nos dejaron dormir.

Ahora me miras desde el gris triste del papel,
los ojos hechizados de estrellas.
Me susurras…
viejos sueños, viejos recuerdos
que se perdieron como líneas de luz dibujadas
un instante en la niebla.
Mi amor, no te sientas triste;
sus sábanas rotas lo arrullan en silencio.
La luna febril se asoma a la ventana,
enferma de amor y de sangre.
Pero ya no trae gritos,
sólo una noche herida de abismo,
tan sigilosa, que duele.
Antes me ovillaba para protegerme,
cantaba muy bajito;
cantaba esa canción del gramófono, ¿recuerdas?
¿Recuerdas cuando bailábamos?
y te reías,
y yo me ponía ese vestido blanco…

La música era leve, la escucho
cada día, cada minuto, en mi cabeza.
Cada segundo.
Le cantaba a esa cuna rota.
Y él levantaba sus bracitos
y sonreía.
Si le hubieras visto, parecía un ángel.
Yo le cantaba canciones hermosas,
los sueños que escribiste para él.

Hacía frío…
(¿Recuerdas el vestido blanco?).
Cuando ocurrió, hacía frío.
Entraron esos pájaros
después del último estallido.
(¡La música, aquella música, aquella música hermosa!).
Y ya nada pudo evitar el aullido del cilantro,
ni la bestial geometría del cuervo, ni el hedor,
ni la gélida pulsación que decapitó los días.
Una hiedra lenta pudrió los muebles,
la nube se instaló en el salón, se dislocaron
las notas confusas que componían la belleza
y la alternativa, una sola daga rígida
dividió la sangre.
La cuna dejó de moverse.

Ya no tenía frío.
Pero seguí meciendo la cuna,
seguí cantando, para que pudiéramos dormir,
para que pudiéramos respirar.
Cantaba y mecía la cuna.

Ahora, sólo tengo sueño.
Huele a humedad,
como si hubiera llovido durante siglos
sobre la tierra.
El sol encharca, otra vez, la habitación,
con trazos de luz y de sombra;
susurra, desde el crepitar diminuto,
su ruido de polvo sobre la luz,
su murmullo perverso e interminable.
No se va, aunque apriete fuerte.
No quiere irse.
Pero eso ya no importa…
Le meceré, le daré de comer,
y volverá a sonreír,
y jugará con el caballito.
¿Dónde está ese caballo blanco de cartón?
No estés triste, mi vida, ni por un instante.
Son días hermosos. Días felices,
para nuestro precioso, precioso niño
que ya no llora.
Del libro «El fuego hacia la luz»

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Donaciano Bueno Diez
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