ATARDECÍA (Mi poema)
Emiliy Roberts (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Espinos, majoletos, chumberales,
unísona y acorde melodía,
pura, cálida flor, algarabía
de sencillos pastores y zagales.

Silencio, soledad, melancolía,
bendita, cristalina agua plateada,
delicioso jardín digno de un hada,
apacible soñar. Atardecía.

Gozando del placer de ese paisaje
tan bello que embriagaba mi sentidos,
llegué a pensar que el cielo se me abría.

A fuerza de beber de ese brebaje
sentí se aceleraban mis latidos
a punto de explotar. Y me dormía.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: Emiliy Roberts

Emiliy Roberts

La mujer del barco de Ljubljana

La mujer del barco de Ljubljana
sube al barco turístico todas las tardes
a la misma hora —las cinco y cuarto—
y da un paseo por el Ljubljanica.

La mujer recuerda el tiempo en que masticaba idiomas
ajenos
como caramelos pegajosos—
la gimnasia de las flores.

Recuerda la ciudad en ruinas, los bombardeos que ya no son,
entre turistas y franquicias. Un rostro amado
es siempre un rostro destruido.
Nadie habla de lo que se perdió,
pues es mejor que lo perdido se dé por perdido.

Quizá el exilio no fue
sino amar otras ciudades—inevitablemente—:
un paseo en barca hablando a solas con las calles nuevas
de este templo en ruinas que amó

y ya no reconoce.

Los perros

Los perros huelen la tristeza
pero no se la comen
a diferencia de cuando huelen el miedo
y muerden

quizá confundan miedo y tristeza,
como yo:

no saben a cuál
hay que atacar.

Los orígenes de las brujas

Mis antepasadas tenían los pechos grandes, pero yo no.
Mis antepasadas comían piel y vendían su leche para ayudar a los hombres, pero yo
bebo vino y no sé a nada.
Mis antepasadas condenaron la ciudad para que no tuviera que volver, pero yo he vuelto
a un lugar infértil.
Mis antepasadas comían mondas de naranja y yo comeré libros
y haré hogueras y amamantaré gatos
antes que morir de pena.

Mis antepasadas entregaron sus cuerpos en un ritual
al que llamaron amor.
Encendieron una pira funeraria y se arrojaron a ella.
Yo me preparé para arder.
“El amor no quema si te mojas”, dijeron.
Quería ser la que mejor ardiera, así que me desnudé.
Me apreté contra las llamas.

En el último minuto,
salté al mar.

No me gusta la leche

no me gusta la leche
y eso no quiere decir que no sea buena
Letitia Ilea

Mis padres beben leche,
esa que durante el hambre

engorda y alimenta,
esa que me negué a tomar

durante los años enfermos.
No habría sabido llegar de ningún modo

cuando fallaban las fuerzas:
el miedo al blanco y a delirar,

a las piernas crecientes y al dolor menguante,
a que la ropa se nos quedara pequeña.

Aprender a dar las gracias
y tener que pasar la noche a cubierto.

Gracias por dejar que me quede.
Gracias por obligarme a marchar.

Gracias por no dejarme cargar más
que con la piel muda.

Gracias por curar la enfermedad.
Por hablar de volver sin lugar de vuelta.

Por enseñarme a beber como ni tú
ni yo sabíamos.

Gracias
por la leche.

Como el cielo intentando olvidar el cielo

Una mujer anciana sube al barco turístico de Ljubljana todas las tardes.
La mujer monta siempre a la misma hora, las cinco y cuarto, y da un paseo por el río esperando su muerte.
Esa mujer es Europa.
Esa mujer recuerda el tiempo
en que masticaba idiomas ajenos como caramelos pegajosos.
Esa mujer recuerda la ciudad en ruinas, los bombardeos, ahora ocultos por turistas y franquicias.
Como su rostro deshecho.
Esa mujer recuerda todo lo que amó y ya no está:
recuerda aquella infancia a orillas del río.
recuerda el exilio; primero el del corazón, después el de la lengua
al traspasar la frontera.
La mujer recuerda la traición: primero el gobierno; después la otra.
Aquel que le dijo: vete, eres del enemigo, después de haberla amado.
Aquel que desató la huida en mitad de la noche
en busca de un lugar donde nos quisiesen.

La vida en el exilio fue fácil: centros comerciales, una casa junto al lago, un marido e hijos en una lengua extranjera. Ya nadie habla de su ciudad
como no se habla de las cosas que se dan por perdidas.
Poco a poco olvidaron su lengua. Hablaba sola para no olvidarla.

El exilio ha sido esto: un paseo en barca viendo siempre las mismas calles nuevas
de esta ciudad bellísima, de un templo en ruinas que ama y contempla
y ya no reconoce.

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Donaciano Bueno Diez
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