Fue una noche de vino y aguardiente como el hecho en la Biblia se relata que dios mismo creara una simiente tan preciada, agradable y consistente nombre dando después a la patata.
Y es quizás, pues posible es me lo invente, que bendita la hiciera una beata, pues milagro es mostrarse tan crujiente, cuando apuntas y vas a hincarle el diente y observas como cruje y te delata.
Que capricho es de dios para indigente, para el negro y el blanco y la mulata, se muestra tan jugosa y complaciente cuando sabes llevarle la corriente, y siempre al paladar se muestra grata.
La ventana… Una ventana
para orear y asomar
el corazón a la mar
perennemente lejana
y ver pasar, por el zarco
fondo de la atardecida,
la estela de nuestra vida,
múltiple con tanto barco,
con tanto salto del viento
y con tanta isla desierta,
con tanto rumbo no escrito.
¡Ventana! Y el pensamiento
como una pupila abierta
de asombro ante el infinito.
[¡Qué aljibe de claridad…!]
¡Qué aljibe de claridad
la plazuela del convento!
Se le duerme encima el viento
y en derredor la ciudad,
ciñéndola como tapia
entre cuya tosca piedra
cuarteando va la hiedra
memoriales de prosapia
en tanto, por el bardal,
descuelga en hebras morosas
la atardecida su miel
hasta el desmayo carnal
con que se aplasta en las losas,
pisado y sucio, un clavel.
[Abre los ojos…]
Abre los ojos. Ahora
ciérralos, para mejor
aquilatar el primor
con que dibuja la hora
su hermosura, en filigrana,
a través de la hermosura
somera, en que a fondo apura
su paleta la mañana.
Y si tu cámara oscura
a dar por trasunto al día
formas de capricho empieza,
no pienses que desvaría:
que también la fantasía
se llama naturaleza.
[Deja dormir el pasado]
Deja dormir el pasado,
en subterráneo desierto,
con su vago olor a muerto
y su cielo abovedado.
No caces en él. Reserva
tu atención apasionada
para oír, de madrugada,
crecer el sol y la hierba.
En la cantera del día
aprende a picapedrero;
a ser herrero, en la fragua
de la pena y la alegría.
Corta la flor del romero,
que no se la lleve el agua.
[La realidad reflejada]
Para Guillermo y Francisco Rello, mis buenos amigos
En el silencio obscuro de la noche,
ha pasado la estudiantina por la calle
en una lírica estela de armonías…
(¿Qué viejo dolor has despertado en mi alma
-¡oh romántica música!-
Y con qué nueva lanzada
laceraste mi corazón?)
Oyendo los sones fugitivos,
he sentido ascender en mí
-tal una irisada y cristalina burbuja
en la paz de un remanso-,
de lo más recóndito de mi pecho
hasta los labios,
la caricia leve y susurrante
de un nombre de mujer, inefable.
Y el nombre, al salir de mi boca,
Se ha deshecho en un largo suspiro…
Allá en el cielo,
una estrella ha parpadeado;
el saetazo diamantino de una fuente
dijérase que, en su borboteo,
tiene un reprimido trémolo de angustia.
Una flor blanca se ha deshojado…
(¿Qué viejo dolor has despertado en mi alma
-¡oh romántica música!-
y con qué nueva lanzada
laceraste mi corazón?)
CUANDO te vuelva a encontrar…
CUANDO te vuelva a encontrar,
mañana, esta tarde, acaso
dentro de un mes, ante un vaso,
en el cine, en un bazar,
quién sabe si en la parada
de un autobús… Bastará
una sonrisa quizá,
apenas una mirada,
y, como dos colegiales,
nos iremos de la mano,
a descubrir otra vez,
bajo los arcos triunfales
del atardecer urbano
el mundo en su desnudez.
El que escribe, Donaciano,
como el labriego en Castilla
va esparciendo la semilla
a voleo con la mano.
Lo mismo que hace el cristiano
que a Dios no ha visto y le reza
y espera de su grandeza
que llegado el mes de abril
le riegue con aguas mil
la madre naturaleza.