ACERCA DE LA INSPIRACIÓN (Mi poema)
José Ramón Muñiz Álvarez (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Ese día en que estuve yo inspirado,
ese mismo en que anduve algo más cuerdo,
la verdad es que pienso y no recuerdo
si existió o es que acaso lo he soñado
o es posible no exista o ya me pierdo.

O es que haciendo de tripas corazón
frecuente me anduviera por las ramas
en busca de una excusa en otras tramas
dejando siempre en blanco a la razón
oculta entre lo oscuro de las gramas.

Pues dicen la ocasión la pintan calva,
y el tren cuando se para en la estación
no vuelve para atrás, no hay solución,
lo mismo aquí más da si apelo al alma
o clamo al más allá, revolución.

Se dice que te inspiras si es que bebes
o acaso es a san Google que recurras,
que pronto ella vendrá si te lo curras,
empieces ya a pensar y lo compruebes,
que debes de leer hasta te aburras.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: <strong>José Ramón Muñiz Álvarez</strong>

José Ramón Muñiz Álvarez

Las lluvias en Asturias son constantes

Para Mael Muñiz Vega y para Jimena Muñiz Fernández

Las lluvias en Asturias son constantes.
El alba lo declara cuando llega,
manchando el horizonte con sus brillos,
callados, tras las nubes de noviembre.
Las luces que despliega la mañana
lo gritan con sus grises, y sus grises
son parte del milagro de la lluvia.
Y entonces, el milagro de la lluvia
despierta sensaciones en la gente
que ve nacer el alba en lo lejano.

Las lluvias en Asturias son constantes.
Lo dicen los que van en los pesqueros,
cruzando el mar, atentos a las olas,
sabiendo adivinar las tempestades.
Y siempre el temporal llega a la tierra,
nos viene por Galicia, nos empuja
con la sonrisa ilusa de un chiquillo.
La gente le hace caso a los que dicen
que son caprichos raros del Nuberu,
que azota con violencia cada villa.

Las lluvias en Asturias son constantes.
Y hay veces en que caen de las alturas
las nieves y granizos con la furia
que quieren los inviernos despiadados.
A veces, la llegada del invierno
también habla de lluvias y de luces
que miran cómo duermen las pallozas.
La braña del pastor, en las Asturias,
quizás en los Ancares, que está cerca,
nos hablan de los cielos del Atlántico.

Las lluvias en Asturias son constantes.
No dejan un respiro a la arboleda,
parecen querer dar al eucalipto
regalos a deshora en cada monte.
No cesan cuando llega ya la tarde,
que ve morir al níscalo que crece
sereno entre humedades y pinares.
Y tú, que ves la lluvia silenciosa,
sus voces por detrás de los cristales,
no entiendes que la lluvia es la poesía.

Los chorcos

I
Las nieves y las cumbres
hermanan sus palabras,
se abrazan en un beso
de blancos, bajo el brillo de la luna,
y el hielo que contemplan las estrellas
recubre las lagunas y los lagos.
Asturias, porque sigue
siendo bella,
esconde los desnudos del hayedo,
los viejos castañares derrotados.

II
Y entonces recordamos
los tiempos no vividos
que vieron otras gentes,
tal vez esos discursos que escucharon,
al ver la chimenea, los ancestros,
testigos de las sombras de las brujas.
Aquellos fueron tiempos
terroríficos,
si hacemos caso al eco de rumores
de viejas que contaban sus historias.

III
El lobo y sus aullidos
llenaban esas noches
de llantos y de vientos,
y el grito en lo lejano era advertencia,
llegando, amenazante, de los montes
a valles y villares de la zona.
Enero era ese mes
en que las horas
del lobo se averaban a los pueblos,
quebrando con su voz la calma misma.

IV
Los viejos siempre hablaban
del lobo y del raposo,
de aquellos seres míticos
que llenan desde antaño nuestros sueños
y encienden en el pecho los temores
de aquellas alimañas respetadas.
Y, al cabo, siendo adultos,
los temores
quedaron tan atrás como las tardes
de niebla y de nostalgia en lo lejano.

V
Pero hubo un tiempo virgen,
distinto de estas épocas
de aceras y de asfalto,
de noches cuya luz es como el día,
a costa de farolas en las calles,
las plazas y los nuevos arrabales.
Y, en ese tiempo virgen
que os ofrezco,
los chorcos eran zona de aventura,
si el lobo descendía hacia nosotros.

VI
La piel del lobo muerto,
su sangre por la tierra,
sus gritos lastimeros
después de sus fatigas en la lucha,
quizás la humillación de su derrota,
no hallaron la piedad en los vecinos.
Aquella era una muerte
deseada
por gentes campesinas y labriegos,
los viejos enemigos de los lobos.

VII
En cambio, si escuchamos
las voces de los lobos,
sentimos algo nuestro,
buscamos con tristeza en sus aullidos
un algo de nosotros en las selvas
de asfalto y alquitranes perniciosos.
Y el lobo es un hermano
que nos habla
del mundo que perdimos en los bosques
que siguen ofreciéndonos sus reinos.

Dejó el lugar aquel, junto a las llamas

Dejó el lugar aquel, junto a las llamas.
Sentía en lo lejano los aullidos del lobo que llamaba de lo lejos:
la voz del lobo, lúgubre y sombría, le hablaba del dolor del plenilunio, después de las borrascas y las nieves;
la voz del lobo, lúgubre y sombría, le hablaba de las largas soledades que no se acaban nunca en el invierno, si quedan hoy inviernos que no cesan.

Dejó el lugar aquel, junto a las llamas.
Sabía que la noche, siempre densa, quería confesarle sus rarezas:
los cárabos, a veces, son voceros del mundo de los muertos, de las sombras, de todos los demonios que se esconden;
los cárabos, a veces, son voceros del más allá, del beso de la muerte, quizás como los lobos cuando bajan, y enero era momento de los lobos.

Dejó el lugar aquel, junto a las llamas.
Las luces de las velas encendían la sala, suponiendo mil presencias:
la bruja suele verse entre las sombras, guardándose de todos, guareciéndose, igual que las criaturas de la noche;
la bruja suele verse entre las sombras, y juega con las sombras cuando quiere, disfruta de las sombras cuando tiene las sombras de la noche como capa.

Pero eran solamente fantasía,
poesía que se añade a cada canto, poesía que nos llena con sus versos,
las músicas sagradas de la noche, si es cierto que la noche nos advierte peligros más allá de la ventana;
las músicas sagradas de la noche, si es cierto que la noche nos anuncia, capaz de sorprender nuestra inocencia, que somos niños siempre ante sus ojos.

Y, hablando de las músicas sagradas
que llenan cada noche con su velo de cuentos y leyendas del pasado,
dejó el lugar aquel, junto a las llamas, sintiendo en lo lejano los aullidos del lobo que llamaba de lo lejos,
sabiendo en lo lejano los aullidos del lobo que llamaba de lo lejos, que hablaba de tristezas a lo lejos, que ardía con sus cantos a lo lejos.

Y el canto de los lobos fue sincero.
Fue bella la mirada de la luna, mirándose en sus ojos, encontrándose:
volaba en el reflejo de la nada, después de que las nubes la dejaron, abriendo el cielo claro a la belleza;
volaba en el reflejo de la nada, después de que la escarcha decidiera montar su campamento en esos valles que quedan apartados de las urbes.

El faro silencioso

I
El faro silencioso
que mira, desde el cabo,
contempla los paisajes apartados,
lejanos como el vasto precipicio
que mira la belleza más agreste.
Y tú, como esos mares
me dices con tus ojos
que formas esas olas, sus espumas,
los piélagos eternos que suspiran
el llanto de corales y de arenas.

II
Y el agua de la playa
se mira en tu pupila,
se advierte en tus ojuelos delirantes,
que oyeron a los viejos narraciones
de tiempos de tormentas y galernas.
Y, en tiempos de galernas,
supieron tus pestañas
del golpe de las olas, de la espuma,
de rayos en la altura y de la lucha
del mar con los pesqueros más humildes.

III
A veces, esa madre
se torna en un abismo,
convierte su belleza en furias vivas
que arrancan la ilusión, que hieren hondo,
que saben abatir al más valiente.
Y, hablando de valientes,
¿son pocos los que cruzan
las olas, cuando el alba se aproxima,
luchando con corrientes y con vientos,
dejando el alma allá por un salario?

IV
Y sé que tu pupila
contempla, con dureza
—también con hermosura—, los abismos,
el mar de los abismos que nos mira,
que sabe suspirar o amenazarnos.
El verde de tus ojos,
el verde de los mares,
la furia bella y clara que nos hiere,
sorprenden a ese faro que barrunta
después de las auroras los crepúsculos.

V
Y viene ya el ocaso,
y vienen los crepúsculos
y saben a tristezas, a otoñada,
a lanas y a una ropa que nos cubra,
que evite los cuchillos de la brisa.
Son estas humedades
testigos de un invierno
que ya no está muy lejos, que regresa,
que invade nuestros reinos hechizados,
los reinos del hechizo en que vivimos.

Las playas de Carreño

I
Las playas de Carreño
te saben de memoria,
pronuncian de memoria cada parte
del pecho que desnudas en su espuma,
pendiente de tu vientre silencioso.
Las playas de Carreño,
acaso cada arena
perdida en las corrientes del Cantábrico,
pronuncia la palabra de tus horas,
nos cuenta los misterios de tus tardes.

II
Y tú, como la brisa,
enciendes las pasiones
de aquellos que te miran en la arena,
de aquellos que vigilan en las playas
la voz de tu belleza inalcanzable.
Pues eres la princesa
de rocas y cantiles
que sabe de los llantos de las islas,
igual que las sirenas de Galicia,
llegando a las Asturias que te exclaman.

III
Y dices en Carreño,
en esos puertos tristes
y playas de la zona de Carreño,
tu nombre a las gaviotas que levantan
el vuelo hacia esos cielos que sucumben
al plomo de las densas nubaradas.
Y son las nubaradas
oscuras como el plomo,
pesadas como el plomo amenazante
que sabe de misterios, que nos dice
tu nombre en el hechizo que lo guarda.

IV
Y siento que en Carreño
te vuelves más divina,
que cada sortilegio te hace diosa
de un mar inesperado que madruga
igual que el bonitero con el alba.
Pues sabes que Carreño
contempla el alba siempre,
que llora la partida del marino
y goza con la espuma encabritada
que lucha con los viejos precipicios.

La gente de los castros

I
La gente de los castros
nos habla cuando el viento
nos habla de su historia.
Y sabes que los árboles del bosque
no dejan de cantar esas leyendas
de gentes aguerridas y valientes.
Tus ojos, que lo saben,
contemplan las escenas
que dicen los hayedos, si es que quieren
contarnos los sucesos de ese tiempo.

II
También los urogallos
nos dicen que los árboles
supieron de estos hechos.
Y el mar, furioso a veces, nos lo grita
en playas apartadas, bajo enormes
y viejos farallones olvidados.
En cambio, nuestros libros
ignoran que los héroes
tuvieron esos nombres que escuchamos
al viento y su lenguaje incomprensible.

III
Y tú, con tus ojuelos,
tus perlas de azabache,
descifras en la noche
milagros tan extraños como el alba,
que canta la derrota sin vergüenza,
sin eco de deshonra, sin deshonra,
de un pueblo que, aguerrido,
lanzándose a la lucha,
estaba condenado, sin embargo,
por más que demostrase su valía.

La playa de Verdicio

I
La playa de Verdicio
nos habla de las olas,
nos habla de la espuma,
contempla el viejo cabo y se lamenta,
igual que algunas veces me lamento,
igual que algunas veces
se escuchan tus lamentos,
tus voces quejumbrosas y los llantos
que saben que la playa de Verdicio
nos habla de la espuma y de las olas.

II
Y viendo que las olas,
la voz de las espumas,
la arena de las playas
nos hablan del amor a la poesía
—supongo la poesía si la siento—,
la playa de Verdicio,
las olas de Verdicio
no dejan de insistir con sus cadencias
bajo esos cielos grises y preciosos
que saben de la espuma y de las olas.

III
Por eso, si las olas
y acaso las espumas
se mezclan en la arena
y dicen lo que sienten los océanos,
podré soñar con costas solitarias
que escuchen esas voces
que quiero en cada verso
que sale de mi boca, cuando escucho,
queriendo descifrar esos idiomas
que suenan en la espuma y en las olas.

El eco de las playas candasinas

I
Perán, en la bahía,
sospecha la tristeza
del llanto de la espuma
que toma la palabra cuando entona,
con un recitativo casi lúgubre,
el eco de las playas candasinas.
Y el eco
de las playas nos susurra,
nos habla de sus sueños atrevidos,
de tardes de galerna en el Cantábrico.

II
Perán, en la bahía,
no lejos de Entrellusa,
parece recitarnos
el largo paternóster de la historia,
sabiendo de los siglos de miserias,
de duelos, de lamentos y de llantos.
Y entonces,
escuchando los quejidos
del mar, de la tormenta y su penuria,
aprendo a ser paciente con las lluvias.

III
Asturias nos lo impone,
acaso lo parece,
y pienso que lo impone:
quizás es que apetecen las tormentas
que hieren un ocaso desolado,
rendido en la derrota del otoño.
Y el soplo
de su aliento en la derrota
nos dice la verdad de lo que siente

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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