COSER Y CANTAR, TODO ES EMPEZAR (Mi poema)
Marina Casado (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

INTROITO.
Para tí, si eres nuevo en estas lides,
y que ignoras el reto a que te enfrentas
a la hora de escribir, y hacer las cuentas
no aciertas a versar por más que cuides.
Tres consejos te doy, no los descuides,
verás como lo logras si lo intentas.

EL RITMO.
La primera es quien marca la cadencia,
es la estrofa del verso, la importante,
las siguientes irán siempre constante
repicando ese ritmo con paciencia
cual si fueran sujetas a indigencia
como paso que da el fiel caminante.

LA RIMA.
La rima juega un rol impresionante
y es del verso la savia que alimenta,
que la rima se entona, no se cuenta,
así sea termine en asonante
o aun mejor que esta sea en consonante,
del clásico es la sal y la pimienta.

LA MÉTRICA.
Es aquí que entra en juego la medida,
la que advierte si enfrías o te abrasas,
cual obeso le ocurre con las grasas,
cada acento será aquí el que decida
apoyado en la sílaba sentida
para al fin ya salir verde y con asas.

COLOFÓN.
No desistas ni dejes engañar
que aprender a versar es un oficio
que se logra a través del ejercicio
y con algo de esfuerzo has de lograr.
Ya verás como vas a disfrutar
si conviertes los versos en tu vicio.

APOSTILLA.
¡Ozú!, se me olvidaba, amigo mío,
que el verso a la palabra es esqueleto,
tendrás que algo decir. Yo no me meto.
Hablarle a tu lector del amorío,
la muerte, del humor, yo aquí me río,
o incluso que estás loco, en un soneto.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: Marina Casado

Marina Casado

El olvido (De las horas sin sol, Huerga y Fierro, 2019)

“Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.”
(F. García Lorca)

No reconozco los rincones de mi casa.
Cuelgan de ellos flores invisibles
que nunca había mirado:
flores negras como el dolor de un astro
o como la memoria malherida
que asesina el presente.
El olvido cobra la forma infecta
de un acordeón abandonado,
de alguna habitación vacía
donde no llegan los rayos de la luna.
Las paredes confiesan que me han visto llorar
y una niña, muy lejos, se despide en silencio.

Todo es silencio ahora.

El olvido cuelga de las paredes
como un astro invisible,
pero tan cierto.

Ya no hay gatos en Roma (Este mar al final de los espejos, Torremozas, 2020)

A Rafael Alberti.

Ya no hay gatos en Roma.
Los busqué inútilmente
entre las madrugadas del Trastevere
y por las ruinas cadenciosas del Coliseo.
Hay en cambio pintores ambulantes
que jamás manejaron un pincel,
que exponen en las calles ruinosas del verano
idénticos paisajes de dudosa autoría,
con una casa junto al río y un cielo afónico
cansado de llover.
Hay cafés amarillos, casi deshabitados,
que sirven capuchinos a seis euros
cerca de la estación de Termini;
peregrinos camino de las heladerías;
turistas que camuflan su ateísmo,
calurosos y exhaustos,
en las bancadas de San Pedro,
junto a un cartel que reza:
“Entrada solo para fieles”.

Nos recuerdo invadidos de fantasmas
bajo la luna llena del Foro de Trajano.
El amor en los labios, una canción lejana de Batiatto
que no llenaba la soledad de aquel paisaje.
Cada uno es el poseedor de su propia derrota
–“Mira Nero de Tarpella…”–
y hasta las civilizaciones más gloriosas
llevan el precipicio tatuado en la cumbre.

No; ya no hay gatos en Roma.

No es posible que no quede nadie (Los ojos fríos del vals, BajAmar, 2022).

He aprendido muy pronto
el mecanismo de la ausencia.
Estar triste consiste
en inventar un bosque
al que poder marcharnos
cuando no quede nadie,
cubrirlo de leones y de besos
y de todos los cuentos
que un día nos contaron
para poder dormir.
He empujado la puerta muy despacio
con la esperanza de encontrarme
a alguien que me esperara.
Entre la lluvia y yo solo estaba tu cuerpo
y esta melancolía que me abrasa
y los racimos de leones
que olvidaste plantar a orillas de mi llanto.
Alguien canta a lo lejos y me recuerda que la muerte
es una casa dócil con paredes azules
donde pronto olvidamos
las razones del miedo.

Nada de esto es posible, ¿lo comprendes?
Aún no he aprendido
el mecanismo de la ausencia.

Alicia fragmentada

«¿HABRÉ CAMBIADO DURANTE LA NOCHE? VAMOS A VER: ¿ERA YO LA MISMA AL LEVANTARME ESTA MAÑANA? CASI CREO RECORDAR QUE ME SENTÍA UN POCO DISTINTA. PERO SI NO SOY LA MISMA, LA PREGUNTA SIGUIENTE ES: ¿QUIÉN DIABLOS SOY? ¡AH, ESE ES EL GRAN ENIGMA!»
LEWIS CARROLL, ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Alicia ya no es rubia si no se posa el sol en sus cabellos.
La bruma castaña de sus ondas parece triste
en los días tristes, desvanecida
entre las otras muchas brumas castañas
de la estación de metro, Línea 3.
Alicia busca desesperadamente
los flashes sin escrúpulos de las fotografías
para sustituir el sol por sus taladros cegadores
y recrear aquel ámbar dulzón de los tiempos pasados
en sus cabellos. Después mira las fotos un instante
y siempre se sonríe –con su boquita triste
de piñón y carmín- y dice que es Alicia.
Que a pesar de todas las muertes es Alicia.

Alicia nunca deja de afirmar que es Alicia.
Tal vez aún recuerde aquel tétrico bosque
poblado de parlantes cervatillos
donde un día sin tiempo se olvidó de su nombre.
Hay quien dice que desde el día aquel,
Alicia ya no era tan Alicia, que progresivamente
fue dejando de serlo.

Pero Alicia es Alicia porque tiene su nombre.
Porque tiene los flashes de las fotografías
y los caprichos tontos de niña encantadora,
descalza sobre los jardines de asfalto de la ciudad.

Sin embargo, no contempla las fotos nada más que un instante.
Tiene miedo de ver sus ojos rojos envenenados por el flash,
por sus taladros cegadores despuntados de sangre.
Alicia ya no es rubia sin esos ojos rojos acompañándola.
Ella insiste en que un naipe confundió sus pupilas
con una rosa blanca
y equivocadamente las tiñó de carmín
-¿pasaría lo mismo con su boquita triste?
Aun así, no mira sus fotografías más allá de un instante.
Y huye por los bosques sin árboles, sin flores,
de la ciudad insomne; huye descalza y sonriente,
caprichosa, inconstante, borrando soledades
a golpes de planetas; accesible y dispersa,
corriendo siempre para que no se cumpla
su eterno primer miedo:
desembocar en el Espejo.

La sonrisa de Cheshire

«-¿CÓMO SABES QUE ESTOY LOCA? –DIJO ALICIA.
-TIENES QUE ESTARLO –DIJO EL GATO- O NO HABRÍAS ACUDIDO AQUÍ.»
LEWIS CARROLL, ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Alicia loca,
fragmentada
y descalza
se pierde sola por la ciudad.
Las luces de neón le envían guiños silenciosos
desde escépticos edificios que han perdido su nombre,
amenazando con contar a los Tres Reyes Magos

que ella no es Alicia.

Alicia entonces tiembla, porque el invierno es frío
y el reloj es muy grande,
y las luces tan blancas
y los semáforos tan tristes
la están desvaneciendo por momentos.
Íntimamente descarnada, se pone los tacones
–que saca de la noche sin fondo de su bolso-
y sigue caminando muy deprisa para volver a casa
antes de que el amanecer despunte
y le repita aquella eterna y sola pesadilla:

que ella no es Alicia.

Una risa imposible sacude las paredes de la noche.
Alicia se estremece
y piensa que tal vez ha regresado sin saberlo a su País
y que por eso está tan sola.
De pronto no recuerda ya su punto de partida:
se detiene en el límite de una ancha rotonda
por la que ya han dejado de circular los automóviles.

Y espera.

Alicia tiene entonces el cabello
desesperadamente oscuro y los ojos llorosos, saltarines:
dos ojos de museo en sus mundos sin lluvia.
-¿Será verdad entonces
que yo no soy Alicia? –se pregunta en voz alta
frente al telón tan fijo de la madrugada.
Una risa burlona resuena irremediablemente en su cabeza.
De manera inconsciente, Alicia mira el firmamento
y descubre, de nuevo, la familiar sonrisa
–en su cuarto creciente- flanqueada de estrellas.
-He perdido el camino –susurra su boquita de piñón,
apretada de penas. La sonrisa en el cielo
se perfila y responde, a través del silencio:

“Todos estamos locos”.
© Los despertares, 2014

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