YO AMO EL FÚTBOL (Mi poema)
Claudia Masin (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Yo amo el fútbol. Y veo los partidos,
cada uno son, según mis pareceres,
lo mismo jueguen hombres o mujeres,
pues todos me resultan divertidos,
disputan mis quereres.

Ya sé, decir amar sería impropio,
prefiero aquí decir que a mi me gusta,
pues pienso esta palabra más se ajusta,
así que me suceda como al opio
que atiza con su fusta.

Me alegro cuando acceden al terreno
y salto de alegría al meter gol,
lamento si este ha sido de farol
y aun más cuando el balón lleva veneno,
lo sé, soy español.

Los días que no hay fútbol me deprimo,
no puedo disfrutar ya de la tele
ni puedo aquí explicar cómo me duele,
pues todo lo demás resulta un timo
y no hay quien me consuele.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: Claudia Masin

Claudia Masin

eología

Toda nuestra infancia debe ser imaginada de nuevo.
Gaston Bachelard.

De pequeña
probablemente pensara que la geología
era la ciencia que enseñaba a vivir en la tierra.
Geo, tierra, Logía, ciencia. Era razonable,
y desde entonces Yo voy a ser geóloga
cuando sea grande
, informaba,
como quien dice voy a averiguar sola
lo que nadie me sabe contar,
voy a clasificar todos los géneros
de dolor que conozco como si fueran piedras.

—Tal vez en los manuales —me decía—
entre fallas y estalactitas aparezca en una foto
yo con mi disfraz de explorador
y en una nota al pie, esta descripción:
nena de piedra hallada en una cueva
muy al norte, casi escondida,
el cuerpo cubierto de palabras talladas,
por el tiempo transcurrido, incomprensibles.

Poligrafía

Escribías con una piedrita en la tierra tu nombre, palabras
al azar: arena, río, spider man. Como si creyeras que una historia
se escribe por la suma, la discreta acumulación de partículas.
O como si dibujar una casa bastara para poder habitarla. Pero
¿quién vive una vida real en una casa dibujada?

Hay un ligero, sutil desasosiego en las largas horas de la siesta,
que hace que todos prefieran dormir. Aún así, resistías despierta.
Es extraño pensar en una vigilia en pleno día, cuando nada
escapa a la visión y cada sonido resuena
amplificado en el silencio.

Los climas violentos crean una sensación de inminencia,
la ilusión de que nada va a quedar igual después del vendaval
o del calor intenso: una fiesta que se celebra
por un acontecimiento imaginario. Y es la imaginación,
y no los hechos, quien te deja asombrada una y otra vez
frente a cosas idénticas.

En esa hora en que son intensas niñez y desdicha,
como agujas en preciosa sincronía, ¿cuál
sería el objeto de tu espera? ¿Un naufragio, un estallido,
acaso el descubrimiento de la tristeza,
esa grieta que modifica tu mundo para siempre?
No es otra cosa que ese momento
lo que dirían las palabras, si alguna palabra
dijera alguna vez algo cierto.
de La vista (Visor, 2002)

Niños del cielo

Todo lo que perdemos suma una cifra
única, la nuestra. Si perdieras algo tuyo,
algo que no estaba destinado a perderse,
tu cifra sería inexacta para siempre.

Cría cuervos

Los niños, como los gatos, podemos ver en la oscuridad.
Vigías que saben que no pueden deslumbrarse
con su propio sueño, pasamos las horas
tejiendo una tela finísima alrededor
de nuestro miedo. Después, muchos años después,
solías decirme, llega el olvido y podemos dormir
sin sobresaltos. Yo aún no he olvidado.

Cada noche, nos intercambiamos historias
como joyas. Esta te queda bonita,
esta le sienta bien a tu piel, a tus ojos:
Había una niña que era tan pequeña
que cabía en la palma de una mano.
Si yo fuera esa niña —pienso— elegiría
vivir en tu mano. Podrías cerrarla
y dejarme sin nada, pero toda buena historia
necesita una tragedia, un vuelco inesperado
en la trama. No quiero que llegue el fin
de tu relato, que la noche se acabe. No sé qué hay
del otro lado. La vida es una imagen
que va desdibujándose, perdiendo los contornos
día a día. Crecer es el tránsito de la imagen precisa
a la distorsión. Quiero seguir siendo niña
para conservar la vista.

Madre e hijo

Despacio, despacio, que hasta aquí no llegue la prisa
de la muerte. No quiero que venga la primavera,
dijiste, no tengo ropa que ponerme. En las montañas
pareciera que siempre está a punto de desatarse
una tormenta, pero hay una sola tormenta en todo
el invierno. Cuando sucede, salimos los dos
a verla. Te tiemblan las manos como a una niña
pequeña, siempre me pregunté si de alegría
o de miedo. Todas las cosas únicas aterran.
A veces quisiera protegerte, taparte los ojos,
que no adviertas la primera gota
desprendiéndose, inevitable, del cielo. Que no sepas
que por más que hagamos silencio por meses,
por años enteros, acabaremos por decirnos una
u otra palabra, y en ese momento comenzará
a correr el tiempo.

París, Texas

Me gustaría contarte lo que veo, hablarte
de los hoteles abandonados apareciendo de la nada
en el medio de la carretera como castillos solitarios
cuyos puentes levadizos hubieran sido
dinamitados hace tiempo. Me gustaría
contarte lo que veo pero es imposible
hallar un dolor que condescienda
a ser narrado. ¿Vale la pena entonces,
emprender tan largo viaje para ir de un extremo
a otro del silencio? También es imposible
callar por completo: sé que terminaré por llamarte,
como se llama a alguien cuando se está a oscuras,
sin el auxilio de la voz, un estremecimiento
semejante al de esas luciérnagas
que al chocar contra un parabrisas en la ruta,
se deshacen esparciendo una nube pequeña
de polvo y luz, y ésa —quizás— es su idea
de un encuentro.

El camino de los sueños

Creí que la memoria era eso: una cascada cayendo desde un despeñadero,
una corriente que arrastraría consigo al océano. No la insistencia del agua
sobre la materia, el goteo, el trabajo de años para dejar una muesca
insignificante sobre la piedra inerme. Hubiera deseado conocerte antes:
dos chicas tendidas al sol de una terraza, en la siesta de provincia,
quietas y alertas a la vez, como la vegetación del desierto,
que parece dormir o estar seca, y en cambio, cada verano
deja surgir de entre las hojas algún color sorprendente
en la monocromía de la arena. A veces te miro distraerte de mí,
inclinada hacia el interior de tus propios recuerdos, atenta
como un animal asomando la cabeza dentro de un pozo
abierto en la tierra. Siempre intento descubrir en tus ojos el contorno
del objeto prodigioso que estás viendo, y no alcanzo a distinguir de él
más que su efecto, un cambio de intensidad en tu expresión,
el temblor, la reverberación del agua tras la caída de una piedra
muy pequeña. Estamos lejos. Hasta mí llega la imagen ya disuelta,
ya velada, en la historia que cada noche vas contándome,
hilo tras hilo del tejido recompuesto, que no puede
compararse siquiera a la espléndida trama original,
de la que estoy, aunque no quiera, ausente.

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