EL VINO, MEJOR SIN SIFÓN (Mi poema)
Pablo Armando Fernández (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA …de medio pelo

 

Posiblemente sea que no entiendo,
posiblemente a mi no me emociona,
contrario a la opinión de otra persona,
no quiero nadie piense estoy mintiendo.

Tampoco que he venido a criticar
que en esto de escribir soy tolerante,
mas sepan que aquí abunda el que, tunante,
pretende con sus textos engañar.

Pues digo, criticar yo no critico
que algunos quieran dar gato por liebre
mandando a disfrutar de su pesebre
diciendo que lo suyo está más rico.

Mas sepan que dispongo de un cedazo
y todo lo que leo allí lo cribo,
buscando separar paja del trigo
y aquello no me gusta lo rechazo.

Y así sin más ni más, sin excepción,
no atiendo a los preceptos ni a las modas
de aquellos que presumen de rapsodas,
que a mi me gusta el vino sin sifón.
©donaciano bueno

La incorporación del sifón o gaseosa al vino desvirtúa el sabor original del mismo añadiéndole únicamente un poco e espuma.

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MI POETA SUGERIDO: Pablo Armando Fernández

NIHIL OBSTAT

En su celda, Juan de Yepes, espera.
Los prelados de la orden del Carmelo
ahora se reúnen. Juan incurrió en falta grave:
puso en lengua común el cántico divino.
Sus hermanos de hábito ceden unos minutos
(ellos, cargados de trabajos)
a la ardua inspección de unas cuartillas.
Diseccionan el texto
para extirpar las sílabas malignas.
Tan comedidos (sálvelos Dios)
respecto a la salud espiritual
de la feligresía, se afanan
en descubrir el mal, para ahuyentarlo
del inocente gremio de la gleba.
Sonríen satisfechos, mientras Juan, en su celda,
vive la soledad del amor herido.
Brillan los dientes de los magistrados
que el queso, el vino y las manzanas lustran,
mientras Juan, en su celda,
el pan y el agua cena sin demora.
Los prelados de la orden del Carmelo
han cumplido. Regresan a sus coches,
mientras Juan, en su celda,
sufrirá la dolencia de amor que no se cura.

El gallo de Pomander Walk

(Fragmento)

X
El que ha
perdido la memoria y está de vuelta
diría
que se estudien las ceremonias y las categorías
de los dioses
para que o les falten aduladores
Lambrakis
poderoso con sus sillas
donde sienta la muerte amortajada en el Village
Con sus adolescentes viciosos coléricos meditabundos
sus niños aterrados y su mujeres solitarias en los parques
Lambrakis y sus negras profesionales
y sus negras exhibicionistas y sus negras sofisticadas
Lambrakis
conoce las calles más conmovedoras
las calles más desnudas de la ciudad
Lambrakis salta
gritando fuego, gritando peste
para que todas las mujeres aborten
y se promulguen leyes para la castración.
Así se contendrán los adúlteros y los contenciosos de la carne.
(Este es un día cualquiera de 1955)
Ginsberg
tus recuerdos nada te restituyen.
Vigila en tus bolsillos el sucio apestoso a sudor y semen
certificado médico
El policía querrá acostarse contigo
querrá que le des dinero
(Este es un día cualquiera de frío)
Si te molestan sabes cómo se les convence
Haces añico el certificado y tendrán que darte otro
(Así no se combate al Capitalismo es cierto no se le derroca
pero haces aullar la prostituta
y haces aullar al joven que la paga y a las chinches y a los piojos
y a la cama de hierro y a las paredes sucias de saliva)
En la calle 27 y Broadway
está el laberinto de las ratas
aquel no es un santuario
donde se ofrezcan novillas expiatorias
para Venus es un resumidero
En el Moroccan Village exhiben entre otros abortos
de este siglo a Popeye
con sus setenta años de arrastrar la lengua
de mover la lengua
de pintarse la lengua que babea como la verga enferma
de un buey (las fairies parecen conmovidas)
Ginsberg
no te deshagas de ese certificado
que te permite aullar mientras orinas o te masturbas
en las calles
Todo ángel es terrible
alguien cerca de mí en Port Chéster escupe y dice
que eres un puerco judío que odias a América
(Este es un día cualquiera de 1956)
Yo viajo de Manhattan a Rye todos los días
sirvo de camarero en un Club
para gentes que el empresario
del Ringling Bros
no considera
suficientemente rara para su circo
(Oh, podría decirte cómo andan otras cosas que tú ignoras
pero estoy muerto)
He jugado al póker toda la noche en un sótano soñando
bebiendo con la rozagante Lady Worm recitándome algunos versos.

“Exposing what is mortal and unsure
To all that fortune death and danger dare
Even for an eggshell

Ginsberg
a veces me siento tentado como tú
a aullar en Harlem en el West Side
en el Lower East Delancey Riverside
y Washington Heights
Aullar de tal manera que el International Who’s who
–Rockefellers Schwabs Windsors y sus semejantes–
vayan al sótano de exquisiteces de George H. Shaffer’s
y encuentren en sus cuatro gigantescas neveras
la carne de las fairies y las queers de las cats
de los adictos a drogas y al crimen tarifado
monarcas de las aberraciones
y allí encuentren la carne
de los buscavidas
de los muelles y las calles del Bowery
bebedores sucios olientes a esperma
y excremento y orina
y coman de la carne pálida de las muchachas
que atienden el teléfono desnudas
y trafiquen entre ellos con lenguas, senos y genitales
ellos los comedores de chochaperdices de Inglaterra
y cervatillos nonatos y jabalíes de África
No es la muerte es la tienda de frutas

Aullaría en las esquinas
pero yo no soy América.

Parábola

Mi madre quiere que yo sea feliz, quiere
que yo sea joven y alegre;
un hombre que no tema al paso de los años,
ni tema a la ternura y al candor
del niño que debiera ser
cuando voy de su mano y la oigo repetirme
–para que no lo olvide– éstas y otras nociones.
Mi madre no quisiera avergonzarse de mí.
Mi madre quiere que no mienta, quiere
que sea libre y sencillo.
No quisiera verme sufrir,
porque el miedo y la duda
son males que padecen los adultos,
y ella quiere que yo sea su niño.
Cualquiera que nos viese
no la comprendería: en edad coincidimos
–no quiere que lo diga–,
aunque ella me dio vida
cuando tenía los años que tengo hoy.
Podríamos ser hermanos, ella un poco mayor.
Podríamos ser amigos: su memoria y la mía
corresponden a un tiempo en que ambos fuimos jóvenes.
(Yo era menor, pero recuerdo verla cantar feliz
entre sus hijos, compartir nuestra infancia).
Mi madre quiere verme luchar a toda hora
contra el dolor y el miedo.
Sufriría si supiera que a mi edad,
la de ella entonces cuando me dio a la vida,
yo soy su viejo padre y ella mi dulce niña.

Aprendiendo a morir

Mientras duermen mi mujer y mis hijos
y la casa descansa del ajetreo familiar,
me levanto y reanimo los espacios tranquilos.
Hago como si ellos –mis hijos, mi mujer–
estuvieran despiertos, activos
en la propia gestión que les ocupa el día.
Voy insomne (o sonámbulo) llamándoles,
hablándoles;
pero nadie responde, nadie me ve.
Llego hasta donde está la menor de mis niñas:
ella habla a sus muñecas, no repara en mi voz.
El varón entra, suelta su cartapacio de escolar,
de los bolsillos saca su botín:
las artimañas de un prestidigitador.
Quisiera compartir su arte y su tesoro,
quisiera ser con él. Sigue de largo:
no repara en mi gesto ni en mi voz.
¿A quién acudo? Mis otras hijas ¿dónde están?
Ando por casa jugando a que me encuentren:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Mis hijas en sus mundos siguen otro compás.
¿Dónde se habrá metido mi mujer?
En la cocina la oigo; el agua corre,
huele a hojas de cilantro y de laurel.
Está de espaldas. Miro su melena,
su cuello joven: ella vivirá…
Quiero acercármele pero no me atrevo
?huele a guiso, a pastel recién horneado?:
¿y si al volver los ojos no me ve?
Como un actor que olvida de repente
su papel en la escena,
desesperado grito:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Hasta que llegue el día y con su luz
termine mi ejercicio de aprender a morir.

Suite para Maruja

I
La primavera, dices, y escojo madreselvas,
geranios y begonias.
A casa vuelves con los pies mojados,
la falda llena de guisasos ásperos.
Verbenas sin olor en los cabellos
y, entre las manos, romerillo y malvas.
Dices, el aire, y cierro las ventanas,
busco el sillón más próximo a la esquina
donde libro y lámpara me esperan.
Y el aire es la mañana del sol, blanca,
la loca expedición de las hormigas,
pájaros y caguayos de astuta, fina lengua.
Tu canto por el patio saliendo del brocal,
los baldes y las piedras.
El sol, dices tranquila, y presuroso escalo
los templos más antiguos. Arenales recorro.
Duermo a la sombra ámbar de un dátil.
Y el sol es la ventana limpia donde te acodas,
sueltos la blusa y el cabello,
y es el camino al mar los viernes de la Pascua;
recoger gajos santos que ahuyenten los ciclones;
café que huele a cuaba ardiendo y sabe a madrugar
de plátanos, anones y ciruelas.
Son mis brazos ciñendo tu cintura
sin que lo sepa yo.
Y cuando dices es la noche, sueño
con países que anduve,
a los que vuelven mis pisadas
lentas y oscuras, para recobrarte.
Pero la noche no es lo que me pone
el corazón a repartirse en tiempos
que fueron míos. Pues la noche es tu voz
conversadora, tu voz que quiere ser
una palabra sola.

II
Cuando anochece espero
confiarte de una vez todo el espanto
que hay de día en mi pecho.
No es obsesivo gusto por la vida
plena del dios sin tiempo;
ni es el miedo a perder
el poder y la magia del poeta:
miedo a la muerte y al olvido.
Lo que me pone el corazón pequeño
cuando anochece y estoy contigo, a solas,
es oírme las dóciles palabras
que te ocultan que miento
cuando te digo que aún no tengo miedo.

III
Casi siempre y solos,
en el portal hablamos, claro, los dos,
(o en la cocina, que es igual)
de los amigos; sus nombres son palabras
que yo elijo como quien gusta
de una flor o de un fruto: una joya remota
que tú guardas, amor.
Tú, misterio inacabable
que juntas, hora a hora, mi ser
disperso entre recuerdos que no hemos compartido.
Nombres inalcanzables que el niño rememora
en una adolescencia fugaz.
Me desconcierta haberlos olvidado.
Nombres presentes, míos de hoy, huyendo,
ruidosos, en silencio,
a nuestra soledad.
Nuestra.
Yo me duelo. ¿Sabes?: los días nos corroen.
¿A quién hablar? ¿A quién el corazón
darle de par en par?
Sufro, hasta que tu remansas mis sospechas
contándome una historia
de niños malos que resultan buenos
y niños buenos que la historia infama.

IV
En voz baja decir, amor, tu nombre,
junto a ti, a tus oídos, a tu boca.
Y ser ese animal
feliz que junta sus mitades.
En voz baja o sin ella, muda
la boca revertida a su unidad:
silencio inaugural que a verbo y carne
otorga nueva vida.
Los ojos, ciegos, de regreso al todo:
luz revelando mundos
como fueron o son, como serán.
Vueltos a ser alegría del otro,
uno consigo mismo en compañía.
Una vida otra: la tuya; tan amada.
Volver a ser origen sin tristeza
o dolor, sin miedo, sin nostalgia o con ellos;
tú y yo, nuestros recuerdos y cenizas.

Lo que sé

Yo que he hablado en lenguas
Conozco la piedad que mora en las palabras:
Llovizna, asilo, hospital, penumbra.
Conozco la aflicción
que estas palabras ponen en el ánimo.
El fervor de conocer al triste.
Yo que lo sé,
Que he sido pobre, extranjero, sombrío.
Sé también que hay que humillarse
más allá del ruego,
hacia la sangre hasta dejarla limpia,
hasta sentir su transparencia
cuajada en la mirada,
hasta poder mirarle el rostro a la inocencia.

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Donaciano Bueno Diez
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