NACER, CRECER, VIVIR, MORIR (Mi poema)
José Luis Puerto (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Nació con esa cara de inocente,
creció para servir a Dios y al diablo,
vivió cual fuera burro en un establo,
murió cual muere un bicho repelente.

Nació porque nacer era su sino,
creció con esas ansias de crecer,
vivió lo que le pudo acontecer,
murió llegando al fin de su camino.

Nació con el deseo en florecer,
creció tendiendo un puente a la esperanza,
vivió sin dar un paso en esa danza,
murió tratando siempre de aprender.

Nació como cualquiera sin saberlo,
creció haciendo caso a los maestros,
vivió poniendo en duda fueran diestros,
murió al fin sin comerlo ni beberlo.

Que ser, nacer, crecer, vivir, morir,
las cuatro variables del poema,
ya nadie ha de salvarles de la quema
los versos que ahora acabo de escribir.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: José Luis Puerto

José Luis Puerto

Un pulso de relojes

Un pulso de relojes
Horada la armonía
De este perfecto instante en que la pluma
Desliza su galope por la intacta
Llanura y la convida
Al mágico festín de las palabras.

En la otra parte de las ciudades

En la otra parte de las ciudades
Habitan ciertas etnias
De dudosos colores,
Con esa extraña y general costumbre
De la melancolía,
Cuando el sol, en las tardes,
Alumbra los aleros
De otro niño perdido.

Como si no labraran para el polvo

Me parece el igual de un dios, el hombre
que frente a ti se sienta…

(Safo)

Como si no labraran para el polvo,
Tejieron en las cañas blanco lino
De la postrer cosecha. Las jornadas
Hilaron del estío bajo soles
Tórridos, calcinantes. Terminaron
La labor fatigados. El escriba
Ordenó redactar sobre la tela
Estas palabras que el tiempo borraría:
«Igual que un dios el hombre me parece».

Atravesaron las ciudades

Atravesaron las ciudades:
Buscaron el lugar en que los dioses
Esconden el secreto de la dicha.
Sólo hallaron cenizas,
Perpetuos laberintos donde se esfuma todo.

Mientras era tu rostro la ribera del Esla

A María, en Villacidayo

En los campos de la principal y antigua ciudad de León, riberas del río Esla.
(Jorge de Montemayor)

Mientras era tu rostro la ribera del Esla:
Ninfas junto a los chopos tejiendo primaveras,
Diana entre los desnudos brazos del buen Sireno,
Y Silvano que acecha con fuego en la mirada.

Ya poblaban tu sangre los endrinos, las urces,
Los majuetos, el soto con negrillos, carrizas,
Zarzales, altimoras, lecherinas. Invierno
De la edad que cercena tesoros de la infancia.

Hay un vals de palomas habitando la tarde

Hay un vals de palomas habitando la tarde
Un delirio de ortigas sobre las azoteas
Las estatuas ocultan territorios de asombro
Por las enciclopedias transita la nostalgia
Aman los transeúntes el sabor de la sombra
Un racimo de lluvia galopa por las calles

Los pájaros al alba suelen morir sin gestos

Inventaría una ciudad de sueño

Inventaría una ciudad de sueño
En la que ardieran los atardeceres
Por los marchitos ojos
Del transeúnte que acaricia sombras.

Inventaría yo la sed de nuevo
Para acercarme al agua del copioso
Torrente de la vida
Y beber en su cauce que no sacia.

Un jardín al olvido

Un jardín al olvido

Era un tiempo de brezos con aromas de esquilas
Y un rumor amarillo del heno en los sobrados.
Las fuentes derramaban monótona salmodia
Y los labios su pura transparencia gustaban.
El recuerdo nacía de las macetas vírgenes
Con flores y fragancias y pétalos sin nombre.
Era un secreto espacio: soportales, rincones,
Celosías de sueño y esculpidos en sombra
Los ojos aurorales que la vida miraran.
Las manos esparcían semillas en la tierra
Y en los muros dormían recogidos los granos
En espera de soles que a la luz los abrieran.
Era una senda virgen llena de abecedarios
Secretos que en la tarde desgranaba la brisa
Y en las enciclopedias anidaban saberes
Que aprendían los niños con tonos de nostalgia.
Y los pobres vencejos coronaban de ausencia
Las gráciles campanas que tañeran al ángelus.
Era un tiempo de piedras en tristeza labradas
Y la lluvia ascendía lenta por la memoria
Humedeciendo el débil corazón de las horas
Mientras en las alcobas el amor dormitaba.
Tiempo, espacio, sendero, ¿a qué jardín conduces?
¿Dónde la llave virgen que nos abra tus rosas?
Era un jardín sin tiempo, sin dolor, sin memoria,
La inocencia brotaba en las ramas de un árbol
Que tuviera en la sangre sus raíces más hondas
Y las flores sagradas de la niñez perdida
Formaron los aromas de un secreto jardín,
Un jardín sin retorno,
un jardín al olvido.

Canción ante una puerta cerrada

Cançao diante de uma porta fechada.
(Agustina Bessa Luís)

Ahora que ya nada nos queda
Del pasado
Sino un jardín en la memoria
Cerrado a cal y canto
Por el oscuro portalón del tiempo,
Venimos con la cítara a entonar
Esta canción
Ante una puerta ya cerrada.
Ahora que ya nada nos queda
En el cabás de la ilusión:
Ni el amarillo olor de las cartillas
Ni el trazo fugitivo en las pizarras
Borrado por la sombra
Ni el rumor inocente de las enciclopedias
Con láminas gozosas
Con amplias cordilleras
En mapamundis de nostalgia
Con claras ecuaciones de estrenada niñez,
Venimos con la cítara a entonar
Esta canción
Ante una puerta ya cerrada.
Ahora que ya nada nos queda
En la plaza sin muros del recuerdo:
Ni el corro en que los niños de la mano
Trazábamos los círculos de amor y de inocencia
Entre risas y cánticos y asombro
Ni los lienzos blanquísimos
En que absortas mujeres
Bordaban las polícromas figuras
De un sueño puro anterior al tiempo
Ni el toque de campanas de pureza
Desde torres de gozo
Anunciando la vida
Con badajos perdidos en la niebla
Que ya nunca escuchamos,
Con lágrimas venimos a entonar
Esta canción ante una puerta
Para siempre cerrada.

En aquel cortinal

Del cortinal las lilas
Caían en la tarde fugaz de primavera.
Niño, jugabas con la tierra
Bajo las copas de los guindos
Que ofrecían sus ramas a un delicado cielo;
Y las mujeres sentadas en los poyos,
Frente al sol, resguardadas,
Cosían en los lienzos, en las telas de lino,
El desamparo virgen,
La soledad primera
Que a diario vivíais entre un rumor de esquilas.
Era quietud el aire
Y los lirios labraban aromas en silencio;
Tañían las campanas un misterioso salmo
Mientras las golondrinas
Tejían de rumores el cendal de los sueños.
Y vosotras, absortas,
Penélopes del tiempo, del olvido,
Consumíais las horas en bordar la derrota
En retales que aún tiemblan
En las puras estancias del recuerdo.
En aquel cortinal,
Con las lilas de un llanto antiguo y lento…
¿Dónde la aguja que enhebrabas, madre,
Para en vida zurcir
Los rotos calcañares de la escueta pobreza?
¿Dónde los claros bastidores
Que recogen las telas
En que se hallan bordados ya de sombra
Los signos capitales de mi infancia?

La ropa tendida

Subid, subid a los terrados,
Asomaos a aquellos cortinales,
Mirad la ropa
Tendida a la mañana, a la luz de noviembre,
A un delicado sol que acaricia las telas.
Fijaos cómo el aire orea los tejidos,
Cómo en ondas los mueve
En sutiles vaivenes, cómo diluye el agua
Su líquida presencia.
Ved esa algarabía de gozosos
Colores
Que lanzan al espacio saludos naturales.
¿Quién durmió en esas sábanas de lino?
¿Quién la camisa limpia
Ensució con el vino, con la cálida grasa
Del cocido diario?
Tienen los calcetines nostalgia de unos pies,
Del calor de las botas
Que abrigan sus dibujos. El alambre
Cómo acoge la ropa,
Con qué fervor la mece en la clara mañana,
Cómo al aire la expone y la duerme en susurros.
¿Y las mujeres tendiendo sus barreños
En los balcones, en las azoteas?
Cómo colocan amorosamente
Los pañales del niño
Y acarician las telas
Con los escuetos labios de las pinzas;
Cómo redimen la rutina en estas
Cotidianas tareas.
Mirad, mirad la ropa,
Ved cómo con siseos nos saludan sus pliegues
Sintiendo
Cariñosa nostalgia
De nuestro cuerpo, nuestra piel, de nuestras formas.
¿Qué de nosotros está puesto a secar?
¿De cuál de nuestras telas
Hemos lavado las manchas del desánimo
Frotándoles el limpio
Jabón de la inocencia?
¿En qué alambre se orean nuestros oscuros linos
Hasta alcanzar al viento
Su perdida pureza?

Elegía por «la Luisa»

¿Quién devoró tus manos para el polvo?
¿De qué balcón colgaste
Las sábanas blanquísimas
Estampadas en tu cuerpo de verónica?
Lloran las ventanas,
Las paredes lloran.
Los hijos que no has parido nunca
Invocan tus senos de verdades
Rendidas en la tierra
Ante jacas infértiles,
Eternamente locas.
Ya no hay mañana para ti. Se fueron
Las últimas estrellas de tus noches de agosto.
¿Cómo te has muerto ahora
En estas alcobas tan de barro,
Tan de misterio, sin sangrar los besos?
Ya no vendrán los pinos
A llorar con sus larvas plañideras,
Ni tu boca dirá las palabras de siempre.
Te has ido
Y parece que aún no habías llegado
A anunciar por las calles
Tu muerte vespertina.
Ya no te morirás. Tu cuerpo aguarda
La llegada de todos los veranos,
Del otoño, del hielo. Tu semilla
La tienes ya sembrada:
Recogerás abrojos,
cardos,
olvido.

Ángel de luz

I
¿Dónde el ángel de luz
Que en aquel paraíso de inocencia
Guiaba nuestros pasos a un espacio de gracia?
Oleadas de sombra cercan nuestra morada.
Sin brújula, caóticos,
Caminamos errantes a un abismo sin fondo,
A una tupida ciénaga,
A una sima de niebla, fatal, deshabitada.
Roen nuestra memoria
Turbulentas ciudades, avenidas desiertas,
Transeúntes que pasan
Sin mirarnos el rostro,
Sin escrutar la vida que late en nuestros ojos,
Sin mostrarnos siquiera su corazón herido.
Reino de soledad, de tinieblas, el mundo
Fugaz en que habitamos,
Esfera que, beoda,
Se pierde en los espacios letales de la noche.
Y, sin embargo, entonces…
En aquel paraíso de inocencia
El ángel de la luz
Nos mostraba un jardín cordial de mansedumbre,
Una rosa embriagada
De amor y de belleza,
Un espacio de vida donde encontrar caminos
Que, lentos, condujeran
Al prado aquel de flores bien tupido
Donde el pobre romero
Encontrara reposo bajo un árbol de dicha.

II
Era el tiempo pausado del cabás y la siembra.
En la escuela los sábados,
En Historia Sagrada,
Coloreábamos de luz,
De ilusiones y magia,
Las viñetas del margen de las enciclopedias.
Aquel dibujo virgen
Del ángel que guiaba con sus alas a un niño,
Aquel dibujo de emoción
Que fiel nos transportaba
A ignotos territorios de inocencia,
Coloreamos con pasión aquella
Mañana que se alberga en la memoria.
Surgían con viveza de nuestras manos niñas
El rojo de las túnicas y el azul de pureza,
El ocre de la tierra y el intenso amarillo
De un gozo compartido
Con pan y chocolate.
Y el ángel protegía lleno de luz al niño
Guiándolo amoroso
Por hermosas estancias
Habitadas de amor y de dulzura.
Luego vino otro tiempo de ciudades y máquinas.
Y fuimos arrojados a avenidas de niebla,
Donde habitan extraños
Sin ojos ni latidos,
Y quisimos buscar las alas de aquel ángel
Que en la niñez dichosa
Alegres dibujamos
Para que en las extrañas calles nos orientara
Y llenara de luz la noche de la vida.
Fuimos al pueblo un día,
A la casa paterna, pobre, deshabitada,
Y buscamos con ansia aquella enciclopedia,
Pero el ángel no estaba.
El papel ya decrépito y muy desdibujado
Se deshizo en las manos
Que temblando lloraban
Por una edad de gozo, por una edad de gracia.

Retrato de mi abuela Juana por José Ortiz Echagüe

Toda en tu rostro la semilla
Misteriosa de un tiempo soterrado
Bajo zarzas que, ardiendo, no consumen su llama,
Bajo fuentes que cantan un secreto murmullo.
Toda en tus ojos la tristeza
Tan serena, tan lenta, tan antigua
Que descansa en profundas raíces enterradas
En la oscura materia que en silencio germina.
¿Desde dónde nos mira
Tu quietud, tu reposo?
¿Dónde llevas esa fecunda luz
que en tus pupilas late?
Sobre tosco bufete apoyadas, tus manos
Revelan hondos surcos de sed, de sufrimiento,
Y esconden amorosas
Caricias de las noches
Que florecen de gozo en las alcobas;
Tiernas manos
Para el amor labradas
Que consumen su tiempo entre pucheros,
Entre ropas, labores
Que prolongan calladas el ritmo de los días.
¡Qué misterio convoca tu mirar abstraído
Celebrando los claros rituales de la vida;
Y tus ojos
Cuánto asombro derraman,
Cómo nos interrogan
Desde un reino de sombras por tu amor habitado!
Y cubriéndote el pelo
Llevas mantilla de pureza,
Y engalanan tu escondido pecho
Alhajas, relicarios, brazaleras, corales,
Rosarios, medallones,
Que vienen en silencio
Desde un tiempo ya antiguo
Lleno de mil celebraciones
Y de fecundos ritos resueltos en tristeza,
La tristeza que guardas
En tu rostro semilla,
La tristeza que alojas en tus ojos raíces.

Niño de los cincuenta

Niñez de leche en polvo
Y queso americano.
Por las enciclopedias galopa la nostalgia
Pupitres Aritmética secantes
Ebrios caballos entre los renglones
Por la caligrafía de la ausencia.
Manos engarañadas
Labios que abren al mundo un pórtico de luz.
Cromos en los bolsillos
De artistas y migajas
¿Dónde estás Mara Laso?
¿Dónde tu rostro vivo amarillo en los cromos?
Intercambios platillos y chapas de botellas
Los guardias y ladrones
Domingos catequesis remudarse
Ropa limpia botones
Que abrochan la tristeza de las tardes.
Y de los ojos luces que acarician las cosas
Fuentes aves senderos
Soportales la plaza
Gritos lluvia la lumbre
Y en los inviernos lenta deslizándose
La nieve por la sierra por laderas
Entre brezos chaguarzos
Agazapada por las calles
Como animal herido entre las piedras
Sucia por las pisadas.
Y el cabás con los lápices
Con cuadernos con risas
Guardadas entre mudos
Signos de las pizarras. En la torre
El sonoro volar de las campanas
Que taladran el aire.
Y un niño ensimismado bajo los soportales
Sintiendo el mapamundi rojo del corazón…

La sala

Las ramas del cerezo llegaban a la sala
Con su intenso frescor y el rojo de los frutos
Por la ventana abierta.
Y la brisa del río movía las cortinas
Con un vaivén de flores estampadas de luz
Ondas blancas de sueño
Ninfas que de las aguas moraban en las telas
Que el viento en la ventana meneaba despacio
Con pausado rumor.
La mesa de nogal en el centro callada
Con florero de vidrio, con secretos aromas
En la muda penumbra.
En la pared la cómoda con sus adornos quietos
El conventino, tazas, fotos, recuerdos, vírgenes
Ingenua devoción
Y los cuadros colgando con escenas sagradas
De los muros blanquísimos, Cristo y la de Samaria…
Qué estampas tan intensas.
Las alcobas guardaban misterios de la noche
Horas de amor gastadas en abrazos y entregas
En repetir la vida
¿Qué secreto encerraba la noche en las alcobas
De la sala dormida? Albergaba su olor
La estancia en las mañanas
Olor cálido, humano… Sobre los maceteros
De los rincones plantas con sus hojas colgaban
Derramando el verdor.
Y en el palanganero la toalla de lino
El jarrón y el espejo y un rostro que soñado
Se escondiera en su azogue.
El niño abría la puerta de la sala furtivo,
De aquel prohibido espacio. Volaban las cortinas
Con sus ondas suavísimas.
Los objetos le hablaban con un lenguaje mudo
Dirigido a sus ojos, ojos desorbitados
En la contemplación.
Y cerraba la puerta con sigilo, con tacto,
De aquel jardín vedado para sus ojos niños.
Las ramas del cerezo…
De su ilusión brotaban.

Por el camino de los robles

Por el camino de los robles
Llevan los niños los ganados
A praderas que bajan
De las montañas vírgenes
Y zumban los oscuros moscardones del tiempo
Que anidan en las hojas
De lobuladas geometrías
Y en ramas adornadas con pendientes
De redondas bollágaras.
Por el camino de los robles
Se entretienen los niños
Cuando el ganado ramonea
Al pausado compás de cencerras, de esquilas
Con sones que se pierden en la luz, en el aire.
Y contemplan absortos
El callado libar de las abejas
En las flores del brezo,
Del chaguarzo, la escoba,
Del tomillo que obsequia con morados aromas.
Y buscan lagartijas,
Saltamontes o grillos,
O tesoros de sueños nunca hallados,
En el áspero tacto de los robles.
Y temen a los duendes
Que en el bosque se ocultan
Y que en metamorfosis de gigantes, de enanos,
De brujas o dragones, de grifos o de ogros,
De súbito aparecen, devorando a los niños;
Y ante el miedo se aprietan
Unos contra los otros
Y afrontan temerosos
Batalla imaginaria, desigual y perdida
Contra fieros y crueles adversarios…
Por el camino de los robles
Sigo yendo a llevar otro ganado:
Las reses del recuerdo que en estío
Pastaban en los limpios prados de la inocencia
Y en hilera volvían mansamente
Con los niños aquellos ya perdidos
A descansar en los establos cálidos
De la noche sin tiempo.

Peña de Francia

En la alta cima, donde está la Madre
Morena con el Niño en su regazo,
Tengo la parte hermosa
Del corazón primero.
A la alta cima, elevación purísima,
He ascendido de niño por atajos
Escarpados, estrechos,
Con repletas alforjas de emoción,
A encontrarme de frente
Con la raíz, la rosa,
La fontana suavísima de que mana la vida.
Y era duro ascender en las mañanas frías
Cuando la brisa helada de pequeños regatos
Nos atería el rostro
Y el cansancio crispaba
Las piernas infantiles,
Mas el pecho era todo llamarada,
Era fuego vivísimo
Que impulsaba a los pobres peregrinos
A subir a la cima
En que está la Señora que protege
Sus vidas olvidadas.
Y juntos ascendíamos gozosos
Entre pinos, chaguarzos, castañares,
Entre guijarros, piornos y pizarras,
A estar con la amantísima
Madre que nos besaba
El fatigado corazón.
En la alta cima, misteriosa y muda,
Entre rocas y riscos y canchales
Se encuentra -tan lejana-
Perdida mi niñez.

Caballos

Que vuelvan los caballos
Del tiempo a mi jardín,
Que pasten en las hondas
Praderas de mi pecho.
Nutre como la sangre
La roja hierba de mi corazón.
Siento aún el galope velocísimo
De esos latidos que me llevan siempre
A aquel jardín lejano,
A aquel espacio virgen
Lleno de castañares, de granito
De enciclopedias que atesoran
Los enigmas del tiempo.
Que vuelvan los caballos,
Tengo caminos para su galope
Que llevan a un jardín, a mi jardín
Con rosas de inocencia, con aromas
Que atraen las caracolas del recuerdo,
Tengo praderas en el mapa mudo
De la niñez,
Allí qué pastos hallarán, qué arroyos
En que abrevar felices,
En que calmar la sed
Del pasado, tan lejos;
Aún tienen hierba mis laderas prístinas
Y el agua de la vida aún las riega.
Que vuelvan los caballos
Del tiempo a mi memoria,
Que traigan los recuerdos
En alforjas de magia;
Hace tiempo que espero su galope
Por las secretas vías de mi infancia,
Hace tiempo que esperan mis oídos
Escuchar su galope;
Están de mi jardín las puertas bien abiertas
Y en las altas planicies de mi pecho
No existe ningún muro
Para impedir su paso.
Si vienen les daré las rosas de mi sangre.

El viejo afilador

El viejo afilador llegaba por otoño
En pobre bicicleta de abandono oxidada
Con un exiguo fardo de soledad repleto
Con ceniza en los ojos de una apagada lumbre.
Y al morir de las hojas sonaba su instrumento
Que caía en las calles anunciando su vuelta
Que caía en los pechos ya de amor embotados
Por hondas melladuras del corrosivo tiempo.
Bajaban las mujeres de las oscuras casas
Llevándole tijeras, petallas o cuchillos
Castigados en ásperos usos de la pobreza
Y el desgastado filo de duros corazones.
Y el viejo afilador hacía girar la rueda
Y aguzaba los cortes y aguzaba los pechos
Con mansa lentitud como un caer de hojas
Que en giros amarillos al corazón llegaran.
Y curiosos los niños en corro rodeábamos
Al hombre que en un poyo su merienda sacaba
Y gozosos veíamos su lata de sardinas
Abierta cual tesoro para engañar el hambre.
Al volver los rebaños y los hombres del huerto
Cansados del trabajo de recoger los frutos
El viejo afilador marchaba en el crepúsculo
Y en lentas pedaladas se perdía en la noche.
Se perdía en la noche su mirar de ceniza
Hasta que en otro otoño por el pueblo volviera.
En las gentes quedaba embotado su pecho
Mellado el corazón y la vida apagada.

Hacia el oeste está mi corazón

Hacia el oeste está mi corazón.

Un oculto jardín
Que al olvido me lleva
Donde brotan violetas, castañares, recuerdos,
Donde crece el amor entre semillas vírgenes.

Hacia el oeste está mi corazón.

Un delirio de torres
Meciéndose en las aguas
Palpitando en sus piedras amarillos temblores,
Reflejando en sus rostros un misterio de espigas.

Hacia el oeste está mi corazón.

Allí perdí por siempre
Mi niñez entre ortigas,
Allí sembré rosales de ternura en el alba
Y allí regresaré en caballos de niebla.

Porque…
Hacia el oeste está mi corazón.

Visión de las ruinas

Monleón

Los grajos acuchillan la tarde con sus quejas,
Con su ronco graznar
Tiembla la hoz del río,
Dan vueltas al castillo y coronan la torre
De negra majestad sobre las ruinas.
Por los caminos vuelven
Los carros con las cargas,
Con las cajas de fresas recogidas en junio
Por lentos campesinos de silencio y espera.
Recinto amurallado,
Entramos por la puerta que conduce hacia el centro,
Junto a ella se levanta
Un verraco granítico,
El pasado remoto toma forma en la piedra,
El tótem protector contra el peligro
Mudo en su pedestal esta tarde de fresas.
Sentados en los poyos, los ancianos
Meditan con la luz de su mirada
La derrota del tiempo.
Las murallas en ruinas no defienden el castro,
Su desamparo expresa
Decadencia presente,
Esta tarde de junio, esta tarde de fresas,
De aromas del saúco en las hoces del río,
Mientras sola y sin quejas
Se va yendo la luz.

Aquí otro tiempo estuve
Cuando era adolescente,
Era un tiempo sembrado de latín y gramáticas.
Por caminos de robles y de cuarzos purísimos
Llegábamos a ver el pueblo amurallado,
Los grajos resonaban en la hoz
Lo mismo que esta tarde embriagada de fresas.
Sólo que ahora conozco
Que el tiempo nos derrota,
Cuando entonces creía
Que el paso por los años
era de plenitud.

La tristeza

Es una ortiga la tristeza
Que nace entre los páramos del tiempo.
Es una flor de erial,
De tierra de pastores,
Lleva el nombre grabado
En la dura cayada de las horas.
Es cual flor estampada
En las hojas del alma
Donde queda su marca allí con manchas turbias.
De ella sabe el pastor
En sus horas de espera,
La conoce el muchacho si faltan a su cita
En las noches despierto, desvelado en la cama.
Es una ortiga la tristeza,
Crece en la tierra húmeda
Encharcada de tiempo.
Su picor es tan agrio
Que llega a las planicies
altas del corazón.

Visión de las ruinas

(Monasterio de Santa María de Gracia, San Martín del Castañar)

1
En la tarde de julio
Fuimos buscando el valle:
Mejorana, chaguarzos, geometría quebrada
Del cuarzo por los suelos,
Los insectos zumbando en los bosques de robles.
Seguimos el camino
Entre tierra y chinarros,
Castañares tan frescos en los prados
Que pastaban las vacas con sus sones de esquilas.
Y en la mitad del valle
En aquella ladera ensimismada,
De pradales y robles y negrillos
Y de acequias y caños
Que desciende hacia el pueblo,
Vimos rotos los muros,
Quebradas las techumbres,
Hundido ya en la tierra el templete del agua
De aquel recinto sacro
Donde oraron los monjes.

2
Donde oraron los monjes
Hoy las zarzas
Hoy cornisas caídas, esgrafiados maltrechos
Hoy grietas que recorren la frente de los muros
Hoy lagartos que al sol su latir aletargan
Hoy boscaje en las sobrias estancias de otro tiempo.
Donde oraron los monjes
Trepan hiedras
Por el templo, los atrios y por el refectorio
Cuyo púlpito al aire predica desamparo,
Trepa el olvido por los muros. Los negrillos
Elevan su verdor hacia un cielo limpísimo.
Donde oraron los monjes
La maleza
Reina con el descuido de los hombres, del tiempo
Los signos se diluyen por entre los ramajes
Dovelas menos frágiles esperan las arcadas
El sueño busca un tiempo de oraciones y cánticos
Donde oraron los monjes.

3
Si algún día conociera
Las ruinas que en mí habitan:
Arquitrabes maltrechos, pechinas que al ceder
Hunden todas mis cúpulas,
Sillares en desorden que ya no forman muros
Los muros tan derruidos
De este mi corazón.
Por qué sendas llegar al valle de mis ruinas
Cegadas por las zarzas, tupidas por los árboles
De un desamparo antiguo;
Dónde encontrar el valle
Tan lleno ya de sombras
En que mi monasterio se alberga tan oculto.
Erigir, levantar
He aquí nuestra tarea,
Sobre ruinas, cenizas, sobre limos
¿Mas con qué materiales sobre tantos despojos?
Convocar la memoria
Que desbroce la noche
Que desbroce las ruinas, que desbroce la muerte
Y levantar los muros
De otro tiempo ya nuestro.

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Donaciano Bueno Diez
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