LERDO Y POBRE, SIN SUSTENTO Mi Poeta sugerido: »Tulio Mora

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A Dios le puso una vela Buscó a Dios en las estrellas Y así pasaba los días |
Tulio Mora
CARLOS OQUENDO DE AMAT
EL ÁNGEL DETRÁS LA LLUVIA
C. O. A.
En ese sueño Oquendo mira tras la lluvia su tortura. Lo visten
de overol y encogido en un barril emite el suspiro más horrendo.
Tiene el agua que lo enturbia rencor de ladrillo y pasadizo,
los cables desprenden un arco voltaico entre sus plumas,
el agitado relumbrón de la lámpara duplica las plegadas alas
sucias de abono y melancolía. Crece bajo pan de estrella
un llanto de tuba, muecas de martirio, silencio impío. El ángel
se sale de su funda, entra en el dolor de Oquendo, le borra
la flacura como borra el contacto de tu cuerpo la marca del jabón.
Luce ahora terno gris -Oquendo, o sea el ángel- y al pie del lago
baila tangos. Hay en ese asomo de sonrisa un mapa que siempre
lo conduce a dormir en la vacía banca de una iglesia, a una batalla
de pistoleros en la frontera, a los plátanos de una danza erótica
que la ballerina arroja a la platea y Oquendo, el ángel demacrado,
los devora. Flores en la balanza pesan lo que su limbo entero,
moretones en la piel y la tos manchada, tos de cueva, a escondidas,
de vergüenza pura. La madre bebe ron de quemar o trementina,
se frota la sortija, tizas (o plumones) de colores decoran la pizarra:
palabras de incontenido ardor, lo que se mira es lo que se piensa
es lo que se siente, un paisaje sentimental. El ángel vanguardista
calza de lejos. Poemas son avisos comerciales: con sus tubos
rojos, en lo espigado de la ciudad, anuncia elefantes ortopédicos
y caen manzanas del bigote del aviador. Sólo por el afecto de trazar
itinerario a la ironía, imagina al mariscal Benavides en el teléfono:
¿qué diámetro desea para su barril? ¿Cuántos kilovatios toleran
sus indefensos testículos? ¿Ha pensado en un desodorante mientras
lo cuelgan en el potro? Ademanes ascendentes, toses de ocasión
y vocación. Si riera el ángel cuando menos podría Oquendo
perdonar a Oquendo. Algo cae de sus brazos: el padre, bellísimo
en su intransigencia, contempla al obispo del Ku Klux Klan
que convoca a las mesnadas y brilla la casa del doctor afrancesado
con hachas de fuego feudal. Esa madrugada le viene a la memoria,
viento atracado en la zampoña, resuellos de carrizo apuran
la fuga familiar. El padre: lo dejé en la ventana, la madre: su foto
era un intento de suicidio, los amigos: no era un ladrón de frutas
pero estuvo a un pelo. Y ¿tiene usted una vara de eucalipto para
escribir en las arenas claras esa confianza de salir de la prisión
ni delator ni delatado? Los que fueron a su tumba: el cantinero
derramó, sobre una torre de copas de champán, la cascada
mineral que bebimos en su honor. Muy Oquendo, muy virrey,
un comunista señorial sin cama y con el pulso de esos pasajeros
que viajan colgados de sus caligramas. Una mirada (muy francesa)
remedando y remendando el mundo. Habría que salir del polvo
de sus tizas de colores para comprender ese consuelo de arquitecto:
grandes avenidas, bocinazos, alegría aun en policías de un azul
apuesto. Lo moderno, nuestra mierda nacional, royéndole los pocos
bronquios, el poco dedo que rozó las teclas de la máquina
Underwood. Y lo tangible, lo medible, lo pesable: 5 metros,
por ejemplo, es la extensión del traje que ocupó siempre a deshora.
El ángel que ahora bañan, tan Oquendo como el patio donde
una muchacha prende un cine, un cisne en su mejilla, pasa en limpio
sus poemas en papel japón. Llueve siempre, llueve inmaterial, pero
ya no llueve limpio. Y a gritos se derrama en la ablución punible.
Ser casi de verdad, castigo en tanta ala, comedor cansado
en plato de brisa. Un testigo: bueno, uno es peruano y tiene
su accidente policial, ¿qué Oquendo no es un ángel a la hora
de mostrar sus documentos? Y sin embargo se pinta golondrinas
en las cejas, se toca el pulso, registra los grados de la fiebre,
cuida sus esputos. Papelitos impecables, servilletas de lujoso hotel
doblados con esmero se llevan la escritura del pulmón ferido.
Una enfermedad de siglo, agrega el mariscal, una cifra, asiente
con una reverencia escoria obispo, que ya catorce mil Oquendos
pasan por el mismo pasadizo antes de leer poemas acéntricos.
Cierto, algo nos afilia a su mueca compasiva. Hay en el ángel
con anteojos rayos láser una mirada que picotea en el futuro,
eso es poesía acéntrica, la ciudad de letreros invertidos: prohíbe la tristeza,
en el hotel del Grito repinta el fajín del horizonte, lee con prisa
los diarios del año 2100, ¡un doctor, un doctor! (llama a su padre),
receta píldoras de mar y riega a la luna en la maceta. Construir otro
cielo, qué tal locura modernista. Usted dirá, ¿por qué no?, era un poeta,
¡está mintiendo!, grita el prefecto de Arequipa con su diente de oro,
¡nombres, nombres!, las oxidadas paletas del ventilador dan rienda
a su concierto. Pasemos del barril a Puno, a esa foto donde baila
el tango de su última sonrisa. No ha regresado allí desde
su infancia, padre/madre, la heredad en latas de humo, nada
ha quedado, salvo avispa obispo, el futuro salta cojo entre los surcos.
Su primo: reía en un chorrito, la novia junto al auto: le gustaba
conversar con viejas lavanderas, un soldado: lo andaban persiguiendo
desde Oruro. En esa danza va en arcángel a espantar al diablo
macho, al diablo diablo, craneando descolgar sus tizas,
remojar al sol en una frase de ríos bondadosos, recordando
al cronista policial que obsequia al carterista la ternura del apache
y a Tom Mix la cabalgata recia en auto patrullero. Otro aviso
comercial: relojes anudados a despreocupadas rosas y cae, cae, cae
el ángel del piso 25 y en todas las ventanas Oquendo lo despide
casi feliz, casi perdiz, al alquiler de la mañana, en vals de trenzas,
de tarjetas, de nostalgias. Y Mary Pickford besándole los ojos.
¿Era feliz?, se disculpa el mariscal, ¿era lombriz?, mete su cuchara
escombro obispo. Pero entonces lee la carta: otra muerte, otro
padre, otra tos que resbalar por los pañuelos perfumados del salón.
Suena el fox-trot en esa mancha sin sílabas que brota de su sangre.
Padre, se repite, viendo la foto del sepelio, los números de Amauta,
la silla de ruedas donde lame un gato la sombra de Mariátegui.
Quizá el otro ángel amputado lo vio con ojos nuevos, atado a las rejas
de un jardín de espejos. ¿Oquendo?, cuídese esa tos, deje a los obreros
con su gorra a cuadros capturar el cielo, concluya usted el verso
que dejó colgado en la falda de las chicas. Pero ya caen al barril pumas
e indios con sus botas de oro, la madre con su nombre lento y sus músicas
humildes. El ángel de la lluvia cruje, Oquendo entra al sueño verdadero.
JOSÉ A. RÍOS
EL ÁNGEL TURBULENTO
J. A. R.
Al ángel turbulento la noche le parece residir
al interior de una botella rota. A sus 20 años
él y los ángeles cuatreros ya se pintan con el rojo
bandera de las emboscadas, en forros de dudosa
referencia a dogmas que acumulan capítulos
de muerte, pichones de la hoguera donde -esa es
la artera partera de la innoble gloria- más arderán
en masa, en mesa de naufragios, en misa de labios
arrancados. Malos sueños, rabia desvestida,
postergaciones del deseo bajo amenaza
de una clonación del tiempo pervertido
contra inclementes profecías. Un auto
se marchita en esa luz de menta donde las armas
pesan lo que ausentan, fogonazos y sorderas,
la cremación en grandes hornos industriales.
Una sola certeza: el ángel del abismo, de idioma
fronterizo y arrojado a la ambigüedad,
por puro instinto huye por zaguanes hacia atrás
donde ya todo le ha ocurrido. Nadie más
turbio que él, murmulla él de sí en el aire
enrarecido por los grillos y el verano yendo
por ese torbellino hacia las cuentas pendientes
que se arreglan, como en el cine, con disparos y falsos
pasaportes. Al bronco alborotado el minúsculo
montón de cálidas coartadas y esas mañas
sin mañanas que se pesan por atroz revelación.
Planos de bancos asaltados, tiroteos en playas
pedregosas, épicas que atizar con disolvencias
de luz, desasidas crujen las bisagras de la historia
y no pasan más los pájaros por su cielo de agua
tibia -si es que tiene cielo- donde él sueña reposar
con mancebos mondados y montados. Corvas dunas
del insomnio siempre similar, como dos gotas
de ron, se piensa de quien grito y garabato
escribe de la bruma cuando da con su memoria
condenas de sí solo, saliendo al mundo
como de una madriguera. Un perro terminal.
Con mano que acaso acariciara sus propias
perforaciones de la fe, y no este anticipo
del gran río de una tragedia inacabable,
en descampado incendio traza el círculo virtual
de la zozobra: ¿apenas somos la copia desgastada
de un mismo rencor? ¿Lo que quisiéramos
precipitar tiene una sola derrota y todas las traiciones?
¿En qué volcán recién parido ahogaremos al sol
del exterminio? El ángel turbulento mira de reojo
la última acuarela de Lima, extraviado en afilado
rayo y sabiendo que asiste al entierro del futuro.
Por eso petardea al luto de la madrugada
decorándola con el destello de una estrella
delatora. A él, el ángel turbulento, de pellejo
duro y ronquera del infierno, a él y los otros
gavilleros de aromados sobrenombres
que en el mapa de las conspiraciones pretendían
degollar al animal destino, los prendedores
del peor remordimiento. ¿Así todo arrancó, así todo
mancó? Claro, aún puede decir -pero ahora está
en Varadero escurriendo en el cuerpo de arena
de un miliciano una afrenta inmerecida-: si escarbo
hacia adelante más muertos danzan y no los lloran
ni la lluvia del reposo ni el responso de la revolución.
Solitario de todas las cantinas, de risa desbocada
y apacible furia que jamás lo desocupa
destrenza de las eras proscritas inocencias. Un ángel
de esquina alerta ante las cercanas ululaciones
de patrulleros y redadas. ¿Enero? Siempre fue enero
para él, leal a toda despatriada sombra. Así quedó
bajo nubes mariconas, asolapadas en la eterna sospecha
pero siempre de intacto júbilo y con toda su fragilidad
salvaje. Ya en París, muchos años después,
con la tribu de los saqueadores del barrio XVI,
se reconocería el inquilino travestido de Polanski
borroneando la imagen de la misma noche:
filósofos de ironía comedida, abogados de crispados
laberintos, poetas renegados de nostalgia, con ellos
traspirando invariables pesadillas. Todos duraron
lo que ya se está muriendo, yéndose por el mismo
callejón con los ariscos a ese punto en que el espejo
lame el océano de otra sangre. Lo veo inmóvil
en esa secuencia de un poste resplandeciente
de polillas donde el gángster se toca el corazón
y sabe que aún sobreviviente ya no es él, ni siquiera
girando el tambor de su pistola o de un recuerdo
moribundo. El de erráticos arranques, con sus bromas
vocingleras, piensa desde entonces y siempre
sin remanso, trascribiendo a control remoto
este presentimiento: el asma de su discordia
ya tuvo una infancia demolida y contra él mismo
vuelve a echar la venganza de esa iniquidad
incitando las batallas de su alma a una aspereza injusta.
Callos de la suerte, después surcos, billetes
suspendidos en la niebla, una pericia policial.
Perro peripecia errando por todos los costados
del fracaso, sí, hay un cielo que tumbar, pero
¿cuándo y para qué? Fue en enero, en ese mes
ladrón de sol y noches sin anestesia. Tres tristezas
le bastaron como imagen del mundo. Ahora
muerto el ángel turbulento y sus amantes
se van de aguas a un bar de espejos redimidos.