Que el hombre siempre nace con sus sombra, se tumba si él se tumba, no se asombra y así que lo quisiera no despega, pues siempre le persigue y siempre llega. Es doble el que se acuesta en una alfombra.
Me miro y no conozco. Como extraño me observo al despertar año tras año, y sigo sin saber si vivo o muerto he llegado a este punto tan incierto de dudas tan relleno y desengaño.
No sé si estoy aquí o es un fantoche el ser que se aparece cada noche cuando voy a dormir. Y es que yo a oscuras no sé si he de acogerme a las maduras o a duras he de hacerle algún reproche.
Y es que soy o no soy. Quizás no sea ni una llama extinguida de una tea ni la voz que en desierto llega y clama el eco inexistente de soflama el pis de una meada que no mea.
Por el techo fantasma de la casa
se cuela el firmamento. El viento enfila
escaleras, pasillos: su susurro
de navaja apresura el canto del mochuelo.
La luna se demora en las estancias
que fueron comunales, encendiendo
un reguero de vida en los objetos,
metales oxidados por la lluvia
que penden de unos clavos que no venció la edad.
El suelo de madera está podrido y cruje
a cada leve avance, por las luces vacías
penetra muy intenso el olor de un manzano
que alguien plantó hace mucho y respira invisible
con las ramas dobladas por los frutos.
Un día ese frutal,
cuando no estés ya tú, continuará
aligerando con su aroma el mundo,
enfrentando a la grave noche el leve
imperio de hermosura
de cuanto existe opuesto contra el tiempo.
Sobrevivió a los hombres, perdurará a los muros
y dará fe de vida, entre ortigas y polvo,
más allá de tu ruina,
de que una vez aquí se alzó esta casa
piedra a piedra erigida por los tuyos.
(de “Suavemente ribera”, Editorial Visor, 2019)
SUB SOLE
Mejor que tú lo sabe
quien ha vivido tantas primaveras
como para dejar que algo le maraville
aunque vital florezca y se alce y cumpla
su cometido con la tierra toda;
aquel que en el desdén de él fenece
porque signó en un sueño su fortuna
y pronto vio acercarse a un anciano
con las ropas raídas y sin nada;
el que al amor le fía la existencia
y el rumbo de su ser
y tarde reconoce que camina
llevado de la mano por un niño;
quien ha vivido tanto y tanto invierno
como para juzgar con impiedad
a una bestia al acecho de comida
en el mundo invadido por la nieve.
Mejor que tú lo sabe
el mundo entero:
no existe novedad; la vida se repite.
(Y por los siglos
se expande, igual que un gen,
con todo, siempre,
en variante infinita, el mismo error humano,
la cepa resistente de ese virus
salido de la caja de Pandora:
Nunca debes volver
a donde ardió, sin consumirse, el tronco
de la felicidad, la rama de la dicha,
el palo del bienestar,
las astillas de los buenos momentos,
la hojarasca de la fortuna,
el serrín del amor.
A los lugares donde la llama de tu alma
quiso prender hoguera.
[SI ES QUE LA EDAD TE INCLINA]
Si es que la edad te inclina
a este huerto inconcluso
y aquí buscas la sombra
de alguna sombra amada
arrebatada al tiempo,
quizá debas saber
un par de cosas:
que nadie vuelve nunca
del vientre de estos hoyos
que sólo guardan restos,
pero también
que nadie muere nunca
mientras alguien le guarda
un asiento en su mesa,
un lugar en su casa,
un latido en su cuerpo.
ESCULTURA DE ARENA
Elevan contra el tiempo alada instancia
de eternidad, instante detenido, infancia perdurable. Una oración
para parar el curso de los astros
y que se torne estatua el mundo. Nunca
consiguen otra cosa que esculturas de arena.
En el filo del día, recortados
contra el celaje quieto del estío,
rompiendo el equilibrio del crepúsculo,
persiguen a la tarde los vencejos:
ignoran que se va sin importarle
lo que ellos hagan para retenerla.
Mientras se esfuman en el leve aire
que precede a la noche
—igual que por ensalmo se van y viene el viento—,
luce un instante más, reflejado en sus alas,
el sol que se derrama
con el rojo fulgor de un vino añejo.
MATER MATUTA
El milagro mayor del mundo
ocurre cada día ante nosotros.
Al margen del amor y de los sueños,
se recompone el orbe cada noche:
recupera su forma cuanto fue uno
hasta el día anterior
y alborotó en fragmentos el crepúsculo
—su alta hilatura de vencejos
lanzados al albur como unos dados.
Ajeno al hombre y su pasión de fuego,
a sus vanas creencias y temores,
a su oración alzada hacia la nada,
acontece el milagro
cotidiano.
El que escribe, Donaciano,
como el labriego en Castilla
va esparciendo la semilla
a voleo con la mano.
Lo mismo que hace el cristiano
que a Dios no ha visto y le reza
y espera de su grandeza
que llegado el mes de abril
le riegue con aguas mil
la madre naturaleza.