JUGUEMOS A MATARNOS (Mi poema)
Hugo Rodríguez Alcalá (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Juguemos a matarnos. Yo te mato
Después diré que estaba algo bebido.
¡Comprendan que no sepa por qué ha sido,
posible fue un despiste, un arrebato,
que estuve antes de juerga y me he dormido!.

Verá usted, señor juez, no tengo culpa,
de aquello que pasó no fui consciente,
no supe controlarme de repente,
permita que le pida mi disculpa,
comprenda que yo andaba algo caliente.

Le ruego que se atienda a mi atenuante,
la culpa es de las droga puñetera,
no pude percibir la carretera,
tampoco vi que hubiera algo delante,
le pasa sin dudarlo eso a cualquiera.

Ya sé, no me paré, me entró el canguelo,
no fue porque quisiera escaquearme,
me entraron muchas ganar de borrarme
al verle espanzurrado por el suelo,
de miedo estuve a punto de mearme.

Después de todo, juez, así es la vida
le exijo libertad condicional,
no piense que yo soy un carcamal.
Suponga fue una bala que perdida
le fue a causar la muerte. Es natural.
©donaciano bueno

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En 2016 se terminó el año con una balance de 1.160 fallecidos en las carreteras españolas, cifra que supuso un aumento de 29 respecto al dato final de 2015 (1.131). Por primera vez en 13 años, las víctimas mortales subían respecto al año anterior, pues se llevaba reduciendo el número desde 2003, año en el que perdieron la vida 5.399 personas en la carretera. Las causas más comunes son exceso de velocidad, consumo de alcohol y drogas, despistes especialmente por el teléfono móvil y en último lugar el mal tiempo.

MI POETA SUGERIDO:  Hugo Rodríguez Alcalá

El pueblo

A Regina Igel

Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
Para su acceso no hay más que el recuerdo.

Faltan los ojos puros, la inocencia.
Faltan los pies pequeños.

La calle larga, de calzada roja,
de la casa dormida en el silencio,

está en aquel lugar, acaso idéntica,
bajo idéntico cielo.

La que entreveo no es la misma calle
y se esfumina y se me pierde, lejos.

La casa del zaguán siempre cerrado
y oscuro de misterio;

la casa de la parra prodigiosa
de racimos que asedian los insectos

no existe ya. Lo sé. Ya es otra casa.
Ha cambiado de dueños:

La habitan hoy ancianas como brujas
horribles de vejez y de ojos ciegos.

Acaso el pueblo es pura fantasía.
O un pueblo en que conozco a los espectros,

pero en el que los vivos son extraños
que nunca conocieron a mis muertos.

Pero lo sueño siempre, lo persigo,
y si jamás lo encuentro y recupero

para mirarlo, allí, palpable y vivo
como se ven, palpables, otros pueblos,

es porque es invisible, por llevarlo
adentro, adentro, demasiado adentro.

Patio

A Victoria Pueyrredón

¡Patio de aromas fuertes,
terco en mi pensamiento,
con estival murmullo
de siestas de febrero!

Si de un vivir mentido
voy a un vivir auténtico,
te recupero intacto
con tu color y aliento.

Muchos viajes, muchos
tumultos de otros pueblos,
y, sobre todo, muchos
derrumbes en el tiempo,

me hacen soñar dormido,
me hacen soñar despierto,
en tu lejano y verde
y mágico silencio.

A ti regreso, patio,
cuando en la vida, pierdo.
La sombra de tu parra
me hace sentir más bueno.

En ti me purifico,
me curo y recupero.
No importa que hoy no existas
más que en mis hondos sueños.

En ellos no estoy solo.
Hay alguien que es tu dueño.
Si este alguien nunca muere,
patio, serás eterno.

Vida y muerte

A Hogla Barceló

¡Oh niñez con olor
a sellos de correo,
gomas de bicicleta
y siestas de febrero!

¡El corredor, el patio
en que jugaba y… juego;
el balcón y la acera
con vivos que están muertos!

¡Cómo el vivir es ir
muriendo con los deudos
que al inmovilizarse
siguen aún viviendo
en noches irreales,
la vida de los sueños!

Puerta del paraíso

A Jean-Pierre Barricelli

El patio de ladrillo
y tierra apisonada,
tenía un gran portón
que hacía el Poniente daba.

Entrar en ese patio5
por el portón, causaba
una felicidad
nunca recuperada.

El loro allí era el centro
de una alegría mágica:
¡frescura de los pámpanos,
racimos de uvas blancas!
Aquel era el Vergel
secreto entre las tapias.

Pasión tenía el pájaro
por su amo y por la parra.
El amo le traía
con mimos la pitanza.

Su nombre era Don Pedro,
señor de buena fama,
honrado y humorista
y de mujer muy flaca.

Nunca hubo en todo el pueblo
nariz tan colorada
ni boca tan sonriente
como las de su cara.

Don Pedro era festivo.
El loro lo miraba
con sus redondos ojos
tendiéndole la pata.

Mas se murió Don Pedro
de viejo, y en su cama.
Y se murió su enteca
mujer, como uva pasa.

Vinieron gentes feas.
La casa, rematada,
con el aro de fierro
colgado de la parra

y el loro en él posado,
pasó a manos extrañas.
El loro, viendo aquello
no quiso saber nada

y se murió de viejo
o se murió de rabia.
Sin loro y sin Don Pedro
triste quedó la parra.

Secose al poco tiempo
de vieja o de nostalgia.
Tapiaron el portón
del patio de la casa:

¡Puerta del Paraíso,
quedaste condenada!

El loro dionisíaco

Durante treinta años
vivió bajo la parra,
bien firmes en el aro
de fierro las dos patas.

Allí tenía todo
cuanto necesitaba
su gárrula persona:
balcón, tribuna y cama.

El viejo alambre que
tras la botella clásica
el aro sostenía,
vibraba con la charla,

la grita y el fandango.
¡Botella que colgabas
al pájaro impidiendo
trepar hasta la parra,

creyérase que siempre
vertieras rubia caña
para embriaguez perpetua
del ave dionisiaca!

Dicen: murió de viejo;
dicen: murió de rabia.
Es falso: el pobre loro
murió por otras causas.

¡Pregunten a la higuera,
pregunten a la parra,
pregunten al silencio
en que se hundió la casa!

El portón invisible

…Ed io non so
chi va e chi resta…
E. Montale

En la fotografía busco el alto
portón, aquel portón del viejo patio

para ver si es que puedo introducirme
en secreto, y quedarme allí, temblando,

en espera de cosas abolidas.
Mas la fotografía sólo muestra

el muro de ladrillo, a mano izquierda,
y a la mano derecha, esas casonas

que hoy como ayer están allí, en silencio,
proyectando sus sombras en la acera.

Un muchacho moreno, muy delgado,
con ágil paso avanza junto al muro.

Ese muchacho es hoy un blanco abuelo
que habrá olvidado acaso aquella siesta

en la calle desierta, bajo un cielo
ardoroso de enero o de febrero.

-Muchacho: date vuelta; retrocede;
ve si puedes llegar hasta el portón

y abrirlo para mí. Tuya es la hora
de esa remota siesta. Deja abierto

el antiguo portón ahora invisible.
Yo habré de entrar para quedarme a solas

en el patio, mirando a todos lados,
andando de puntillas hacia el fondo…

Tú seguirás andando mientras tanto
por la calle soleada y silenciosa.

Yo, sin hacer ruido, al poco rato,
saldré a la calle que ahora es toda tuya

y cerraré con llave, para siempre,
el portón de tu infancia y de mi infancia.

En la escalinata

Las doce gradas de la escalinata
inundadas de sol a media siesta.

Tres niñas -dos hermanas y una prima
muy pequeña- sentadas, sonriendo.

en la segunda grada reluciente.
Las tres están descalzas. Una de ellas

-la mayorcita- empuña una sombrilla
que, abierta y encendida en luz muy nítida,

sin darle sombra ni ocultarle el rostro,
es como una aureola a sus espaldas.

Su cabello abundante resplandece.

La otra niña, mostrando ambas rodillas,
muy quemada del sol de aquel verano,

sabe que ya la máquina funciona,
que en este instante la fotografían,

y está como azorada y expectante.

Centro del grupo, el mimo, las caricias,
la pequeñita esquiva la mirada,

En las barandas las enredaderas
con manojos de flores que echan lumbre,

están perpetuamente embelleciendo
el instante estival eternizado.

¡Ah, la figura más feliz del grupo
la niña cuya fúlgida sombrilla

dibuja una aureola a sus espaldas,
quedó sonriendo, niña para siempre,

candor en que se suma la delicia
de un verano florido y melodioso!

Pero ella es hoy, en un lugar oscuro,
breve esqueleto que tendrá, aún intactos,

sus cabellos sedosos, sus cabellos
que ya no crecen más ni al sol relumbran.

Perdurable tertulia

Una dama, dos graves caballeros
y un mozo adolescente, en sus butacas

de claro mimbre o de madera oscura
aquel remoto día platicaban.

Lo testimonia una fotografía
que alguien sacó con una antigua cámara.

Frente al zaguán de la casona prócer
están, sobre la acera sombreada

por un árbol frondoso. Las imágenes
se van desvaneciendo. La mañana

de aquel día de sol más se adivina
que se la siente con su lumbre clara.

Yace a los pies del grupo un can oscuro
adormilado sobre la calzada.

Hay un enigma en la fotografía
que es el del niño que, junto a la dama,

en traje marinero, desdibuja
en la sombra, los rasgos de su cara.

¿Quién sería? ¿Yo mismo? ¿Algún pariente?
Es su perfil una confusa mancha.

Mas la hora perdura todavía
con fijeza tenaz en la instantánea.

El grupo sigue hablando, misterioso,
y entre los caballeros y la dama

vibrar parece aún el aire quedo
con un temblor de voces y de almas.

Sólo el adolescente hoy sobrevive
y acaso viva el niño cuya vaga

figura, con su traje marinero
su identidad esconde a la mirada.

¡Oh, qué hermoso si en sueños visionarios
a aquel día remoto regresara

y, después de saludos y de abrazos
le viera al niño aquel la faz velada

y despertando al can adormecido
todo un mundo abolido restaurara!

Extraña visita

Fue el regreso de toda la familia
al pueblo y a la casa de los tíos.

Después de tantos años, la visita
la hacíamos los muertos y los vivos.

A nadie este prodigio sorprendía.
No existía la muerte entre los míos,

porque o los muertos no se habían muerto,
o los vivos vivían otra vida;

o quizás, todos éramos espectros
volviendo a una soñada Villa Rica.

El pueblo era un milagro de hermosura:
había un resplendor sobre las casas

y una alegría y una paz profunda
en verdes patios de sombrosas parras.

¿Era un día domingo en primavera?
¿Era el pueblo de antaño u otro pueblo?

Imposible decirlo. Era y no era.
Su extraña maravilla era lo cierto.

Por un zaguán de cal reciente entramos.
Vimos la galería -enjalbegado

también con cal reciente- acogedora.
La parra y los rosales en el patio

resplandecían bajo luz dorada.
Todo estaba en su sitio como otrora.

El gran perro ladró un instante y luego
sumiso y manso meneó la cola.

Era el Pampa, mi amigo de otro tiempo.
Cantaban los canarios en sus jaulas.

En el aro de hierro el papagayo
las palabras de siempre mascullaba.

Nosotros, dando voces, avanzamos.
Mas nadie respondía a nuestras voces

sino los ecos que en las vastas salas
oscuramente repetían nombres.

¿Dónde estaban los tíos? Nos miraban
curiosos, sus retratos taciturnos,

desde un día de bodas muy lejanas,
y sus miradas eran de otro mundo.

¿Nadie estaba en la casa? No importaba.
Ya vendrían más tarde. Nos reunimos

en el patio, y sentados en los bancos
conversamos los padres y los hijos.

Y estábamos alegres porque estábamos
juntos allí, los muertos y los vivos

como si nunca hubiera habido muertes
ni aun la de aquellos que se habían ido

y dejado la casa abandonada
aunque limpia y hermosa: el patio, verde;

blanca la galería, pura el agua
del hondísimo pozo, y las alcobas

recién barridas, con sus anchas camas
tendidas; y, con rosas, los floreros.

-Este racimo es para ti: el más grande
dijo un hermano muerto, y sonriendo

puso el racimo en manos de mi padre,
Cantaban los canarios en las jaulas.

Mascullaba el pintado papagayo
su escaso repertorio de palabras.

¿Dónde estaban los tíos? ¿No vendrían
felices de encontramos en su casa

sin previo aviso nuestro, y la familia
renovaría entonces los coloquios

hacía tanto tiempo suspendidos?
La dicha familiar cesó de pronto.

Se oyó una voz en el zaguán vacío:
la voz no era de nadie, pero alguien

invisible volvía del olvido
oscureciendo de terror el aire.

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Donaciano Bueno Diez
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