Me llamaste mi amor, fue aquella tarde en la que el sol clareaba, que aún recuerdo. Tus ojos te brillaban. Era invierno. Por fin pude saber cuando el fuego arde.
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El que escribe, Donaciano, como el labriego en Castilla va esparciendo la semilla a voleo con la mano. Lo mismo que hace el cristiano que a Dios no ha visto y le reza y espera de su grandeza que llegado el mes de abril le riegue con aguas mil la madre naturaleza.
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