ESTADO DE RETRETA (Mi poema)
Vega Cerezo (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Y es que él pareciera que está ausente,
mirando a su interior, que a nadie espera,
pues vive otro planeta es evidente,
que aquí ya nada pinta, él es consciente,
dudando ha de aguardar la primavera.

No quiere ya mirarse en el espejo
que él vive entretejiendo una quimera,
sin aun reconocer que ya es un viejo.
Si piden él se niega a dar consejo,
volver a la niñez, lo que quisiera.

Se pasa así las horas murmurando
haciendo de escribir su abrazadera,
y aquello que le incita comentando,
con ese hilo de voz casi temblando
sabiendo que quizás nadie le oyera.

Solo cambia el semblante si su nieta
le mira con sus ojos inocentes,
y aparta cual si fuera anacoreta,
la pena a un estado de retreta,
fingiendole con gestos sonrientes.
©donaciano bueno

MI POETA SUGERIDO: Vega Cerezo

Vega Cerezo

AUSENCIA

Guardo una sirena
bajo la piel
que me envuelve
y protege.
Tumbada en el sofá
me pellizco un plieguecito
y tiro.
Uno por aquí,
otro por allá
Ahora que tú no estás
para corregirme
el vicio
y decir que me dolerá,
que escocerá,
que me quedará marca.
Es tan rabiosamente hermosa
que no ceso
de mirarla,
de asomarme a ella.
Sigo dejando charcos,
charquitos de agua salada
por si vuelves a buscarme
para que esta dermis
no te engañe
y este olor
no te confunda
y este llanto
no te espante.
Para que me reconozcas
sin tener que arrancarme
la piel a jirones
y desaparezca este vicio.
El dolor.
Este escozor
que solo deja marca.

RESURRECCIÓN

De todas las muertes que tuve contigo
escojo la última.
No fue la más leve
ni la menos dolorosa.
No resultó agonizante
ni fulminante
ni roja
o muy roja.
Fue muerte
–como todas–
mas trajo el regalo
de la Salvación.
Creí que tus ojos eran del color del cielo,
azul claro y luego negros.
Pensé que orar era este llanto
largo, hipado y amargo.
Tu perdón no redime almas,
las calma hasta el siguiente pecado.
En el único resurgir
de la mejor de mis muertes
posé los pies en la tierra y
salí caminando hasta que tu imagen fue
pequeña e irrelevante.
¿Qué matarás ahora que no estoy a tu lado?
¿Cómo vivirás sin un funeral de vez en cuando?
¡Qué solo quedaste!
Tendrás que ser el verdugo
y a la vez el ahorcado.

LAS MANOS DE DENIS MUKWEGE

Hay en el Congo un médico que repara
a las mujeres que otros hombres rompieron.
Hombres que eran suficientes para el amor
pero eligieron el daño.
Hemos manchado la Tierra
con esa sangre.

A veces, en mitad de un atasco, cierro los ojos
y sueño con el doctor Denis Mukwege.
Ejercito mis branquias y ensayo
otra forma de respiración
para no sucumbir al horror.
Vivir así comienza a ser una ordinariez.
Por eso pienso tanto en Denis Mukwege,
en sus manos sanadoras y su rito delicado
uniendo tejidos, membranas y huesos, amorosamente.
Adoro su agitadora y soberbia locura.

Quizás no esté todo perdido y ciertas disidencias
sean nuestro único canto a la ternura.

EL PRIMER FRÍO

Mi abuela canta La Tarara en la cocina.
Prepara el desayuno y menea la cadera al compás de la tonada.
Tiene la Tarara un vestido blanco
con lunares rojos para el Jueves Santo.
La observo apoyada en el quicio de la puerta.
Tengo seis años y es invierno.
Lo sé porque recuerdo ese frío.
Aún en camisón, descalza y somnolienta,
canto con ella.
Tiene la Tarara un dedito malo
que curar no puede ningún cirujano.
La Tarara si, la Tarara no,
la Tarara niña que la he visto yo.
Se seca las manos en el mandil y corre a besarme,
porque la abuela besa con las manos y los labios.
Huele a leche y pan caliente.
Aprieta mi rostro entres sus palmas
y amanece en mí la ternura.

Nadie se ha levantado aún en casa.
Somos las dos habitantes
del planeta más frágil del universo:
Las mujeres que cantan y cuidan a otros.
Disponemos el desayuno en la mesa: la leche,
el café, el pan tostado con manteca
y las migas de las gachas.
Llegan ellos, los otros: mi abuelo, mi tío, mi padre.
Comienzan a dar cuenta del festín y discuten –alborotadamente-
sobre su timba de cartas ayer tarde en el Café Gran Vía.
Amanece el frío en mí.
Lo sé porque recuerdo ese temblor y su herida.
Tengo seis años y veo por vez primera a mis lobos.
Yo os conozco, pienso.

Escucho a la abuela cantar desde la cocina,
su planeta de ternura y cristal.
Baila la Tarara con bata de cola y si no hay pareja,
ella baila sola.

LA CASA DEL ÁRBOL

La única religión que he sabido explicarle a mis hijos
tiene por reino un árbol frondoso, algo de cuerda
y buena madera.

En la oscuridad del cuarto, cuando la noche convoca
los miedos de Iván para Iván, la cama es útero
y es cueva que crea y cura
la angustia que nos cobija,
Aturdido y erizado, pega su lomo a mi pecho y yo
aspiro su dulce olor animal.
Lo aspiro con ansia, como el depredador que olfatea enloquecido
un rastro, ése hilo pegajoso e invisible que ata su hocico
a la tierra y lo arrastra -sin tregua- hasta el hallazgo.
Así te respiro.

En esa intimidad construimos con pericia la casa
que nos salvará del desastre,
porque no hay cura si antes no hubo herida.
Escogemos el ramal que sostendrá el suelo, las poleas
que elevarán los frutos, el agua, la caza; todo el sustento.
Inventamos la escalera que nos acercará a la tierra.
Edificamos hasta que el sueño nos vence y el terror
se disipa y vuelve al padre del terror que lo guardará
hasta la noche de mañana, y la de pasado mañana,
y la del día siguiente a pasado mañana.
Es su forma de castigar nuestra soberbia por vivir.

No es mucho lo que les dejo.
Una casa en un árbol que apenas soporta
la embestida del día. Obligados a elevar un reino caduco
que solo alcanza a temperar su miedo a lo oscuro.
Mis criaturas salvajes olfateando el hilo pegajoso de un rastro de luz

Autor es esta páginna

Donaciano Bueno Diez
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La historia, amigo mío, eso es pasado, no…
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