Nadie debe morir. El mar tampoco. Morir es destruir lo que antes se hizo. Es hacer que este mundo sea postizo. Morir, matar, morir es estar loco. La ruina del que sufre, es un destrozo.
La gente sufre. Es hora que la gente levante ya su voz, que clame al cielo, que lance al ancho mar su desconsuelo y deje de mostrarse ya indigente, no pique en el anzuelo.
He venido a buscarme y no me encuentro, es posible padezca de ceguera. Siempre anduve mirando para afuera pensando que del mundo yo era el centro, creo, como cualquiera.
Ese año se me hizo interminable, pues nunca se acabara pareciera, ausente de verano y primavera, debióse de olvidar qué es ser amable haciéndole a la vida llevadera.
Yo solo soy un hombre, que no es poco, -que un hombre en estos tiempos no es cualquiera-, un perro que se encuentra sin perrera, hundido por la culpa de un sofoco...
Tomo la nieve blanca y se derrite, el humo de una llama y desvanece, voy buscando la niebla, si amanece, me lanza con descaro a mi un envite y allí un poco después desaparece.
Yo tuve el corazón hecho unos zorros. Ocurría en abril. Una mañana. Subía desde el campo a mi ventana el olor a frescor de unos matorros de una huerta cercana.
El que escribe, Donaciano,
como el labriego en Castilla
va esparciendo la semilla
a voleo con la mano.
Lo mismo que hace el cristiano
que a Dios no ha visto y le reza
y espera de su grandeza
que llegado el mes de abril
le riegue con aguas mil
la madre naturaleza.