Cuando suenan de la iglesia las campanas me recuerdan a otros tiempos muy lejanos en que el mundo se abarcaba con las manos que los sapos convivían con las ranas y hasta Dios solo era el dios de los cristianos.
Vosotros los que sois tan buena gente que hacéis un lado a parte a la razón, propensos a morir de compasión si os pide una limosna un indigente y os toca el corazón.
Como la mayor parte, de pequeño yo era un niño glotón y muy egoísta. Mi madre, la misma que insistía en que a mi me comía a besos, frecuente, con rabia me reprendía: ¡hijo, ya está bien! ¿otra vez comiéndote
Los toros no me gustan, lo confieso, ¿matar para comer? me causa pena, la flor cuando marchita es mi condena e incluso cuando miro y veo a un preso el alma se me encoge, a mi me apena.
Me acerco hasta mi hogar. Tomo aire fresco. La vida se me escapa a cada paso. Me pongo a recordar. Hago un repaso. No sé qué pinto aquí que nada pesco y nadie me hace caso.
Supuse que aquel cura no era tal el día en que me quiso meter mano, decía que el amor no era malsano y quiso convencerme el carcamal que así era un buen cristiano.
El que escribe, Donaciano,
como el labriego en Castilla
va esparciendo la semilla
a voleo con la mano.
Lo mismo que hace el cristiano
que a Dios no ha visto y le reza
y espera de su grandeza
que llegado el mes de abril
le riegue con aguas mil
la madre naturaleza.