A MI AMA (Mi poema)
Eduardo Moga (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA …de medio pelo

 

Tú, mi ama sado-masoquista que tan mal me tratas y atormentas,
que hurgando en mi interior con saña disfrutas abriéndome una herida,
que a veces me flagelas, me ignoras o vas vagando adormecida,
a ti, mi dueña, mi señora, mi amor, mi madraza y malquerida,
es a ti y sólo a ti que suplico y por dios imploro no me mientas.

Lo que me pidas yo haré, fiel esclavo juro serte en esta vida,
átame, pégame, maltrátame, yo me arrodillo ante tu puya,
pues por más dolor que me causes, a ti siempre yo amaré, hazme tuya,
y hasta al diablo mi alma venderé, mas por piedad no me rehuyas,
que ansío saciar mi sed de placer, ¡dame veneno en la bebida!.

Traicionarte, voto a dios que nunca haré, gozarás de mis amores,
antes muerto que mi fidelidad a ti algún día traicionando,
mas ¿no ves que yo ando triste tu ayuda a todas horas suplicando,
que las flores hasta ayer lozanas ahora se andan marchitando?
dime tú, inspiración ¡qué debo hacer para ganarme tus favores!
©donaciano bueno

MI POETA SUGERIDOEduardo Moga

Poema i de : diez sonetos.

A Juan Luis Calbarro.

Regresas como un pájaro de sueño,
como un fruto caído del tiempo. Hablas
desde el fin de las cosas, despoblada
de labios, grávida de labios, sexo

en el caz del teléfono, deshielo
de besos que habitaron mi garganta.
¿Por qué no permaneces en el ámbar
del silencio? ¿Por qué no sigues siendo

fuego ausente, clamor de nada, oro
muerto, oquedad donde brotó mi nombre?
De alas y oscuridad es tu retorno,

de sombras que respiran. Y yo, insomne
aún de ti, abrasado, oigo tus ojos,
tus cenizas pidiendo que te toque.

ESTE LUGAR es blanco

ESTE LUGAR es blanco.
La luz, arenosa, se oscurece,
pero este lugar es blanco
como el silencio de los abedules.
Las manos buscan palabras en la sed
y hallan una extensión doliente,
la atalaya de los labios,
la caligrafía encanecida,
de la que cuelgan los ojos y la inocencia.
Las palabras se miran, aturdidas de blancura,
y se palpan la ropa
como si en algún lugar se escondieran los documentos
que acreditasen su identidad.
La labor es ardua, pero la tarde es clara.
Este olor a luz quemada, a palabras quemadas,
a sombra,
es el mío.
La ausencia embadurna la piel.
Los hombros soportan la helada,
aunque el mundo arda.
Ya cesan las columnas,
en cuyas bocas penetra el dolor,
de cuyas bocas brota el dolor.
La soledad es blanca, como este desván
en el que escribo contra lo que dicta el cuerpo,
contra su dolorosa persecución de otros cuerpos,
contra mí.
Y lo negro me acomete, inerradicable
como las moscas, como el papel
o la memoria,
como tantas cosas insignificantes,
profuso como un ciempiés
que atravesara el reflejo de la luna en un charco.
Lo negro soy yo, enharinado de virutas carnívoras,
irritado por vaginas como escarpias,
magullado por relojes contrahechos,
que aguardan mi decisión con el júbilo sombrío
de los decapitados.
Me he diluido en el hambre de otra luz,
porque no podía gritar,
porque sonreía como si muriera.
Y he vuelto de la destrucción;
he vuelto bautizado de flemas y herido por la irreversibilidad,
pero he aguzado los sueños,
y ordenado mis papeles,
e insistido en el amor,
de naturaleza tan somera.
Ahí está el viento,
manchado de horas,
abrevando de la hemorragia que es el mundo,
vivaz como el gesto con el que saludo
a quienes me son indiferentes.
Y ahí estoy yo, indiferente también,
zarandeado por el lenguaje, construyendo casas
en las que nunca viviré,
casas que no son casas, sino formas de la huida,
embestidas cárdenas en la seda fracturada
de este día,
o de otro día,
o de otro yo.
Las palabras están aquí, recrudecidas
como árboles fusilados,
hijas del espasmo y del ojo,
consecuencia de la ferocidad laxa con que nos resistimos a morir.
Y yo estoy en ellas, aferrado a su tránsito,
sin advertir otra cosa que lo permanente
de su fugacidad,
sin poseer otra cosa
que las aristas de su nada.
No sé lo que emerge,
salvo que esa ignorancia es la realidad.
Este lugar era blanco,
como las espinas de la luz.
de El desierto verde.

ESTE SILENCIO ES

ESTE SILENCIO ES, otra vez, la palabra:
este silencio en el que resuenan los engranajes de la sangre
y se desbarata la geometría de los sueños. En este clamor mudo
distingo un rostro asombrado. Sé de la extrañeza de estar aquí,
de hablar sin que se muevan los labios, de acuñar el silencio,
que es una pared y un derramarse, y también un cuerpo,
cuya muerte me pertenece. Este paisaje carece de centro,
como el desierto, y posee su misma indiferencia oleosa,
idéntico ensimismamiento sin yo. Los ojos de la nada
me miran: su palidez es lunar, pero en sus ángulos
encuentro cristalizaciones de la inocencia,
árboles que proyectan una sombra embrionaria,
avatares que han conocido el desatino del nacimiento.
En este silencio sobrevivo como un náufrago en una playa
sin cartografiar, ceñida por fumarolas y saxífragas.
El peso del aire, vestido de tristeza, es mucho,
y me golpeo en sus esquinas, que sobresalen
como cantiles de sombra
o púas de cinc.
El aire imanta la carne, hueca. Las pupilas están huecas.
El sexo, refugio de oxiuros y tinieblas, está hueco.
También los nombres están huecos: no me desprendo de ellos,
ni me redimo con ellos. Afronto el silencio
como si litigase con lo ausente.
Ahora oigo el canto de un pájaro: es maleable y amarillo.
Se me clava el lápiz con el que hiero el papel.
Considero la posibilidad de comprobar el correo electrónico
,
o de hojear alguno de los libros que me observan desde sus nichos
en las estanterías, o de encender la luz del despacho, porque la claridad,
magullada, se inclina a la fuga. Descarto la solicitación de lo baladí,
pero dudo de que nada significante me interpele. Soy estas
nimiedades que se apilan en los párpados y anteceden
al pensamiento; soy estos actos oscuros.
Ahora lo sé. Digo, sin enunciar nada. Me acerco
a lo que huye, como quien acaricia el arma
que va a herirlo. Me acerco a este rostro pasmado
que me mira desde el azogue de la mesa. Me acerco, sí,
pero, agraviado por una sombría incandescencia,
me retraigo a un lugar ahogado de invisibilidad,
creciente como una luna
que se desploma.
¿Quién eres?, preguntan las palabras ,
¿quién ha esculpido tu silencio y apuntalado tu vulnerabilidad?
¿Por qué sigues enlazando sílabas, como si los nombres fueran la vida,
como si morir fuese un anacoluto?
¿A quién sonríes,
si toda sonrisa es un anochecer? ¿Qué horas
insemina tu lengua o destruye tu lengua,
a qué horas da sentido este corazón negro, este calamitoso
corazón, que patalea en sus profundidades calcáreas,
que se tiende en harapos al sol
y enseña un pecho tatuado de alegría
y terror? Antes me poseía el espanto de ignorar
quién era el que se preguntaba quién era: ahora
eludo el abrazo pavoroso de esa desazón
mediante el ejercicio hipnótico del fingimiento
o el consuelo triste del olvido.
Y en este tránsito me he desprendido de la placenta
y de la piel: ya no me rozan las alas de los pájaros,
ni me perturba la mansedumbre con que aceptamos el dolor,
ni me asombra el caminar sereno –o acaso irreflexivo– de mi madre
hacia la muerte; la espesura de la ficción sustituye a los antiguos
bálsamos. Pero hoy insto a la conciencia a fructificar,
en lugar de languidecer en esta urna fuliginosa.
La urjo a alejarse del engaño que es un libro entreabierto,
o esta pluma que me regaló alguien a quien he olvidado,
o el reflejo de mi cara en el cristal
que me separa de un cielo
inhóspito. Sé quién soy, porque persisto,
porque un poema es un pretexto
es una oración es un cadáver, porque las grietas
son también caricias, y ya llega la primavera, con su séquito de impaciencia
y mierda, y este cuerpo encaja aún los golpes
de los besos, y la lealtad royente
del insomnio, y el peso insoportable de la esperanza.
Sé también quién no soy:
no soy el fiel, ni el que cree,
ni el inteligente;
no soy el que agradece haber nacido,
sino el que deplora aquel arrebato bioquímico,
estimulado por la charanga de cualquier verbena
y las fanfarrias de un barrio miserable, en el que se bebía
vino a la puerta de las casas, y los hermanos se morían de tuberculosis,
y se comerciaba con leña y alpargatas, y rostros blancos eran cuarteados
por manos oscuras, como cartelas de yeso resquebrajadas por el vendaval,
y los niños colgaban de los pechos de las mujeres como las reses
cuelgan de los ganchos oxidados de los matarifes;
y tampoco soy el que escribe estas palabras,
envuelto por la humareda de la lluvia,
ni el que oye el crepitar cárdeno de la noche asediada
por el fuego de la terminación,
ni el que piensa en qué hará cuando acabe este poema
y el corazón siga deshaciéndose en una conspiración de latidos,
y la muerte se jacte
de su plenitud incorporal
y se ría de mi terror, espeso como el calostro,
de este no ser quien soy
y, no obstante, esperar, ulcerarme,
adormecerme.
Sé quién habita en mí: alguien
que no consigue escapar de esta habitación renegrida
por las luces del tiempo, ni de la opresión de un cuerpo
que tiende a lo alto, pero tropieza
con cosas mutiladas, con seres que vuelan
bajo tierra; alguien que contiene sombras
estucadas de hielo,
encajadas en la existencia
como las mamparas de teca en un sampán,
con el gorjeo de un pájaro
clavado en el vientre
y el tejer de la madre devanándose
en la rueca enfurecida de la nada;
alguien que hoy es ayer y mañana será nunca, nadie, nada,
objeto de la alquimia eterna de la muerte y de otras transformaciones
indecibles ; alguien que convive con su putrefacción,
aturdido por la certeza de que se pudre.
Oigo el lamento de las campanas.
También ellas perecen en el lodazal del cuerpo.
Decimos lágrimas, pisamos los ojos decapitados,
el estómago poseído por la electricidad.
La lámpara me interroga, pero no sé
la respuesta.
de Insumisión.

Ocupo un punto que se pierde
en la insignificante sucesión
de puntos que me forman.
Soy lo que se ha ido, lo que se hace instante
y se hace piedra, lo que me amamanta
y me succiona: un punto más
en la fuga del ser, en la demolición
del latido. Y veo estas manos
que escriben,
los dedos que moldean el silencio
y lo transforman en silencio humano.
Reconozco los ojos que me miran
desde el cristal, velados por una niebla ardiente:
corren, inmóviles, como si huyeran
del cuerpo, o careciesen
de él; quieren detenerse, pero gritan
y se ennegrecen,
y abrevan
en ácido,
y se consumen
en el desorden y la simetría;
producen tinta:
son tinta, y pugnan por que todas
las noches sean una sola noche.
Y arde la noche,
desde cuyas profundidades
observo
el caer de los cuerpos,
y me sumo a él:
glándulas y ataúdes y murmullos
que circulan por este deshacerme
en el que estoy
recluido; afectos
diseminados
como metralla
por un impacto irresistible;
gavillas
de espectros
que corroboran
la nada.
Ni siquiera conozco mi pasado: es un cuerpo
ajeno el que se hospeda en mi cuerpo y concibe
el poema; son otras hebras las que componen
el ininteligible
tapiz del ser, el tabernáculo
salobre de la madre, el aire
virginal que es membrana
del mundo, piel en la que desemboca
mi piel, y besos
que escuecen,
pero silíceos:
besos como regatos.
El árbol no es: su copa imita el gesto
del agua yéndose, y los pájaros
que lo coronan sobreviven
en la frontera
sin líneas de lo fluido.
Huye su masa:
su movimiento es su quietud;
y huyen también mis ojos,
que tiemblan
con su temblor
de suceso limítrofe,
con el tumulto efímero de su musculatura.
Tampoco existe el banco
que veo, ni la injuria de la luz,
ni la espadaña próxima, arqueada
como un cisne: todo es vislumbre de la muerte,
renovada obsesión de la materia
por exhalar su polvo
y su indiferencia.
Lo que está niega el mundo,
pero es el mundo, y su presente
es memoria: un oasis de átomos,
médula apenas médula, entidades amándose,
o fugitivas. Veo el aire,
y lo que rompe el aire, y a mí viéndolo;
y la carne abandona
su sede,
y el tiempo
envejece, y madura el sucinto coágulo
que es desaparecer. Mis ojos ven
lo que seré: un cadáver, como ya
soy, pero exento de lenguaje,
privado
de esperma y de sol; algo
nonato,
desechado antes
de concebirse; una partícula
de este futuro que se ofrece
hoy, seminal,
con zarpazos de jade y de ceniza.
Y en esta percepción me adenso,
frío como la pez,
mientras percuten, a mi alrededor,
los objetos nacientes,
o los que dejan
de ser.
(Poema IX de Cuerpo sin mí, Bartleby, 2007)

Poesía para… (letanía a modo de poética)

Poesía para desnudar la palabra.
Poesía para que se encienda la piel.
Poesía para conjurar el miedo.
Poesía para interpretar el caos.
Poesía para razonar los sueños.
Poesía para hacer exacta la alucinación.
Poesía para ver lo invisible.
Poesía inútil.
Poesía para la belleza.
Poesía contra la estupidez.
Poesía frente a la intemperie.
Poesía para llegar al día siguiente.
Poesía para tener tema de conversación.
Poesía para respirar.
Poesía para sustituir al grito.
Poesía para follarnos al lector.
Poesía para que el poema nos folle.
Poesía porque es lo único que sé hacer.
Poesía para que la oscuridad sea luz y la luz, oscuridad.
Poesía para vivir más.
Poesía para decir “te quiero”.
Poesía para eyacular.
Poesía sin poéticas.
Poesía para la revolución.
Poesía para la nada.
Poesía para todas las palabras.
Poesía en silencio.
Poesía para que no nos engañen.
Poesía porque no se vende.
Poesía para el poema.
Poesía para ser libre.
Poesía para los amigos (y los enemigos).
Poesía de lo inverosímil y de lo cotidiano.
Poesía para crear otra realidad.
Poesía porque de algo hay que morir.
Poesía para no pensar en la muerte.
Poesía porque es divertido.
Poesía para llevar la contraria.
Poesía para tener razón.
Poesía porque no me da la gana escribir prosa.
Poesía porque no sé escribir prosa.
Poesía para rezar.
Poesía para que nos quieran más.
Poesía para preservar el espíritu.
Poesía por facilidad de palabra.
Poesía porque suena bien.
Poesía para que la palabra diga lo que dice.
Poesía para que la palabra diga lo que no dice.
Poesía para comprenderme.
Poesía para convivir con la contradicción.
Poesía para vencer al pudor.
Poesía para olvidar el tiempo.
Poesía para sentirnos diferentes.
Poesía para que nos pregunten: “¿Qué ha querido Ud. decir con…?”
Poesía porque no rima.
Poesía para recordar.
Poesía por imitación.
Poesía para tener algo que hacer los fines de semana.
Poesía como prótesis.
Poesía como consuelo.
Poesía para entretenar la espera.
Poesía para seguir escribiendo “poesía para…”
Poesía por vanidad.
Poesía poro.
Poesía para que se nos ocurran versos al acostarnos (y no los recordemos al despertarnos).
Poesía para que nos deseen las mujeres (o los hombres).
Poesía para que nuestro padre nos apruebe.
Poesía para que nuestro padre nos repruebe.
Poesía para cagarnos en alguien.
Poesía, siempre, para la emoción.
Poesía porque poesía.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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