PERDÓN, YO NO SOY GAY (Mi poema)
Elisa Díaz Castelo (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA …de medio pelo

 

Yo no soy gay, que yo lo sé, ¡qué pasa!
¿acaso es algo malo no ser gay?
tampoco yo he nacido para rey
y sigo aquí sin reino con mi guasa
pues soy hombre de ley.

Que no soy gay, lo siento, no me obliguen
les pido por favor, no me interesa,
ya pueden ir en busca de otra presa,
olvídense de mí, si me persiguen
tengo una mente obsesa.

Ignoro por qué el mundo homosexual,
el que antes se escondía en el armario,
se muestra tan conmigo hoy solidario
y quieren que yo sea igual, tal cual,
viviendo su escenario.

Que no soy gay y no estoy orgulloso
y es que ello se lo debo al que es mi sino
pusiera haberlo sido, que el destino
a veces él se muestra glamuroso
y a ratos es mezquino.

Que en esto estoy contento con mi suerte
y en otras componendas no me meto
las miro de soslayo y las respeto
y así he de ser desde hoy hasta la muerte
a fuer de ser cateto.
©donaciano bueno

De esconderse en el #armario a ir presumiendo por las #esquinas Clic para tuitear

Traigo aquí a colación un artículo que el, políticamente incorrecto, escritor Fernando Sánchez Dragó publicó en su blog de Libertad digital  con motivo del día del orgullo gay,  en Madrid, bajo el título «Orgullo Gay. Dos millones menos uno», en el que hace hace un análisis pormenorizado del evento y dice textualmente «Odio las muchedumbres y las manifestaciones, odio la barahúnda, las avalanchas y los rebaños, odio todo lo que altere el silencio, la quietud, la soledad y el buen gusto»

MI POETA SUGERIDO:  Elisa Díaz Castelo

Credo

Creo en los aviones, en las hormigas rojas,
en la azotea de los vecinos y en su ropa interior
que los domingos se mece, empapada,
de un hilo. Creo en los tinacos corpulentos,
negros, en el sol que los cala y en el agua
que no veo pero imagino, quieta, oscura,
calentándose.
Creo en lo que miro
en la ventana, en el vidrio
aunque sea transparente.
Creo que respiro porque en él pulsa
un puño de vapor. Creo
en la termodinámica, en los hombres
que se quedan a dormir y amanecen
tibios como piedras que han tomado el sol
toda la noche. Creo en los condones.
Creo en la geografía móvil de las sábanas
y en la piel que ocultan. Creo en los huesos
sólo porque a Santi se le rompió el húmero
y lo miré en su arrebato blanco, astillado
por el aire y la vista como un pez
fuera del agua. Creo en el dolor
ajeno. Creo en lo que no puedo
compartir. Creo en lo que no puedo
imaginar ni entiendo. En la distancia
entre la tierra y el sol o la edad del universo.
Creo en lo que no puedo ver:
creo en los ex novios,
en los microbios y en las microondas.
Creo firmemente
en los elementos de la tabla periódica,
con sus nombres de santos,
Cadmio, Estroncio, Galio,
en su peso y en el número exacto de sus electrones.
Creo en las estrellas porque insisten en constelarse
aunque quizá estén muertas.
Creo en el azar todopoderoso, en las cosas
que pasan por ninguna razón, a santo y seña.
Creo en la aspiradora descompuesta,
en las grietas de la pared, en la entropía
que lenta nos acaba. Creo
en la vida aprisionada de la célula,
en sus membranas, núcleos, y organelos.
Creo porque las he visto en diagramas,
planeta deforme partido en dos
con sus pequeñas vísceras expuestas.
Creo en las arrugas y en los antioxidantes.
Creo en la muerte a regañadientes,
sólo porque no vuelven los perdidos,
sólo porque se me han adelantado.
Creo en lo invisible, en lo diminuto,
en lo lejano. Creo en lo que me han dicho
aunque no sepa conocerlo. Creo
en las cuatro dimensiones, ¿o eran cinco?
Creí fervientemente en el átomo indivisible;
ahora creo que puede
romperse y creo en electrones y protones,
en neutrones imparciales y hasta en quarks.
Creo, porque hay pruebas
(que nunca llegaré a entender),
en cosas tan improbables e ilógicas
como la existencia de Dios.

Escoliosis

En la búsqueda de la forma,
se me distrajo el cuerpo. Es eso,
nada más, asimetría.
La leve errata vertebral,
el calibraje óseo,
la rotación espinada. Es el hueso
mal conjugado.
Es una forma de decir
que a los doce años
ya se ha cansado el cuerpo,
que le pesa el aire
y su gravedad es otra.
Es la puntería errada de mis huesos,
la desviada flecha.
No es lo que debiera, mi esqueleto
quiso escapar un poco
de sí mismo. Se le dice escoliosis
a esa migración de vértebras,
a estos goznes mal nacidos,
hueso ambiguo.
A esa espina
dorsal
bien enterrada.

A los doce años se me desdijo el cuerpo.
Porque árbol que crece torcido, nunca.
Porque mis huesos desconocen
el alivio
de la línea,
su perfección geométrica.

Me creció adentro una curva,
una onda,
un giro
de retorcido nombre: escoliosis.
Como si a la mitad del crecimiento
dijera de pronto el cuerpo mejor no,
olvídalo, quiero crecer para abajo,
hacia la tierra. Como si en mi esqueleto
me dudara la vida, asimétrica,
desfasada de anclas o caderas,
mascarón desviado, recalante.

Mi columna esboza una pregunta blanca
que no sé responder. Y en esta parábola de hueso.
De esta pendiente equivocada. De lo que creció
chueco, de lado, para adentro.

Se me desfasan
el alma
y los rincones. Mi cuerpo:
perfectamente alineado desde entonces
con el deseo de morir y de seguir viviendo.

Si las vértebras, si la osamenta quiere, se desvive,
rota por no dejar el suelo, si se quiere volver
o se retorna, retoño dulce de la tierra rancia,
deseo aberrante de dejar de nacer
pronto, de pronto, con la malnacida duda
esbozada en bajo la piel, reptante. Tengo adentro
una serpiente blanca, un río, un manso
desnivel, un arrecife,
un reflejo de luna que tiembla, una banqueta
vencida por un árbol. Paralelamente. No es eso
no es
eso
no
eso no,
no es ahí, donde ahí acaba,
donde empieza el dolor empieza el cuerpo.

Si se duele, si tiembla, al acostarse
un dolor con sordina, un daltónico dolor vago,
si el agua tibia y la natación, si la faja
como hueso externo, cuerpo volteado,
si los factores de riesgo y el desuso,
si el deslave de huesos. Es minúsculo
el grado de equivocación, cuyo ángulo.
A los doce años se me desdijo el cuerpo,
lo que era tronco quiso ser raíz.
Es eso, el cuarto menguante,
la palabra espina, la otra que se curva
al fondo: escoliosis. Es el cuerpo
que me ha dicho que no.
Del libro Principia, Tierra Adentro, 2018.

Disertación sobre el origen de la vista (4-VII-2018)

La primera vez que me miraste de ese modo,
tratando de descifrar el acertijo de mi cuerpo,
mi sangre se espesó de pronto, fui piel
plenamente, a mediodía. Años más tarde
supe que nuestros ancestros submarinos
desarrollaron en la piel un par de leves hendiduras
más sensibles. Eran los ojos: dos agujeros negros
en los que caía el mundo. Lo que fue temperatura
se hizo luz, por primera vez vista, traducida del tacto.
– Pero yo ya lo sabía de algún modo.
Sin decírmelo me mostraste
que mirar es tocar, una variante
que no precisa
cercanía. Tenías razón
en mis manos, mis labios,
mis alargadas clavículas, lo visible
y manso de mi cuerpo. Me conocías
a flor de vista, a golpe de ojo y sin saberlo,
es cierto, me tocabas. Que eso te consuele.

Agujero negro

Ahí estaba
el cadáver del perro
en el centro del jardín.
Nos esperó su muerte
las dos noches, brillando de sed
bajo la luz inútil de la luna.
Imagino la escena desde la ventana,
la lenta transformación del cuerpo
en materia, en hueso, en aire
venenoso. Mis ojos
sobre su lenta huida de sí mismo,
implosión de estrella diminuta,
agujero negro en el corazón
del pasto, a dos metros exactos
del ave del paraíso,
atada a su tallo y moribunda,
impedida para el vuelo, imposible
soltar amarras y convertirse
en ave carroñera y saciar su hambre.

Ahí, en el centro del jardín, empezó el mundo:
me mostró el perro su destiempo, su hundirse
en sí mismo y el acto a voz en cuello
de la muerte. Desde entonces
gira mi vida rigurosa, mis días en ciernes
espirales, en torno al sitio exacto
de su cuerpo. Y éste se traga mi pasado,
devora días y obras,
el jardín y su casa que hace años no existen,
las comidas de domingo,
el piano desdentado y la abuela
sentada al tocador con sus perfumes,
cada frasco, cada olor ennegrecido,
la vajilla suspendida, girando
ante la gravedad enorme de ese centro,
en el que se desliza sin luz toda mi vida
y las horas y días que se han ido
y los años que me faltan
para siempre.
Del poemario “Principia”

Cuenta regresiva

Ya le falta al cuerpo poco trecho,
una numeración implícita de años, pocos,
y olvidamos de golpe cualquier cifra,
rompe su ímpetu el tenue infortunio,
nos echamos a perder y no volvemos
a lavarnos las manos.
Ya falta al fin muy poco, poco trecho.
Ya están las hierbas secándose en el aire,
los pájaros rompen su vuelo
y se comen sus alas.

Manual para sostener niños pequeños

para Aurelia

A mi amiga le da miedo cargarlos
y la entiendo: ese peso incierto entre las manos,
todo calvicie, boca y uñas diminutas.
Aparte están las tías que siempre dicen:
pero que no se le vaya la cabeza.
Luego, hay que pensar en tantas cosas,
dar soporte a la espalda, prevenir que lloren
y no olvidar la leche que hierve en la cocina.

No sé si estamos hechas para tanto ajetreo,
no nos damos a basto con nuestra poca vida
y casi siempre es suficiente el ruido
de la página en blanco, el guión
que en la pantalla pestañea su paciencia.
Nos basta el sonido que hacen las palabras
unas contra otras como cuentas de vidrio.
No reconocemos el llanto de los niños.
No podemos leer su partitura de corcheas.

Para ayudar a mi amiga a superar su fobia
le digo que piense, al acoplar su cuerpo,
en el doblez del brazo, firme y relajado,
de quien escribe inclinado a la mesa.

Aún así, tiene miedo mi amiga
de esos escuincles que se retuercen
y empeñan en caerse, que son todo
jabón que se escapa entre manos,
nombres resbalosos, cosas
que se rompen de un grito
contra el suelo.

Es conveniente
afianzarlos al pecho
para que nuestro latido parco los arrulle
y, si estamos de pie, hay que mecerlos
como quien, indeciso,
no sabe hacia dónde dar el primer paso.

Y las flores en carne viva de sus bocas
abiertas, imperiosas, es mejor no verlas.

Son movimiento hirsuto, retruécanos.
En sus encías de tiburón germinan
dos mudas de dientes, sus huesos

son maleables como plata fundida.
No hacen más que morirse
a cuentagotas, devorar los minutos
con su llanto asombrado.
Son todo comisuras, cromosomas,
y ya los lleva lejos el latido
limpio y ágil de su corazón,
diminuto reloj empedernido.

Pero habrá sin embargo
que cargarlos, sostener
esos sus cuerpos tibios
de pan recién horneado.
Y renegar de su ciega autonomía,
sus ganas de escaparnos desde ahora.

Son tan ligeros y sin embargo pesan.
Quizá es eso de cargar la vida ajena,
tener en brazos su cuerpo de ventaja,
sin otro remedio que desistir un poco
de uno mismo, ser de la estatua
la base, la columna,
ser de otra vida un personaje secundario,
una vigilia remota y no tener palabras
para nadie ni conocer
la forma del consuelo.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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