LA TIERRA ES DE QUIEN LA TRABAJA (Mi poema)
Jorge Fernández Granados (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

La tierra es del que trabaja con el sudor de su frente,
al que agradece y consiente cuando la sed le rebaja;
la tierra no se relaja ya esté triste o sonriente
siguiéndole la corriente si el que trabaja la abraza.

La tierra es muy consecuente y al final les da sus frutos
brindando sus atributos al disfrute de la gente;
se derrama complaciente y al sol le ofrece tributos
y en sus surcos tan enjutos es amable y complaciente.

Incansable el labrador que abrigándose en un sueño
va imaginando que es dueño, de lo que labra el señor;
es como aquel bebedor que embargando va su empeño
y en su inocencia risueño va repartiendo su amor.

La tierra es humilde y noble, con su aspecto ocre parduzco,
la colora de un pedrusco y la firmeza de un roble
que ha de compensarte doble si con ella no eres brusco,
la firmeza de un etrusco y del tambor el redoble.
©donaciano bueno

El revolucionario mexicano Emiliano Zapata ya exigía hace más de cien años «la tierra para quien la trabaja». El actual modelo agroalimentario ha acabado por imponer una agricultura sin campesinos en manos de unas pocas empresas.

MI POETA SUGERIDO: <strong>Jorge Fernández</strong>

Jorge Fernández

La tierra prometida

Un hombre quiso ver el mundo,
que siempre estaba lejos.
Compró una enorme maleta de lona
y un cuaderno de apuntes, algo así
como el futuro libro de sus viajes,
un sombrero gris con funda, la mejor tarifa,
y el más extravagante diccionario.

Varias veces a lo largo de su vida
estuvo en otras tierras
al otro lado de la suya.
Viajar era el ritual de sus ahorros.
Era torpe y emotivo, ambicioso
de mirar, con lujos enigmáticos de niño.
Su corazón era una mezcla
de lirismo, crueldad, negocios y oraciones.

Poco a poco llenó la casa
de abanicos, monedas, tapetes
y un gran globo terráqueo, emblema
de su instintivo amor por los pasajes.
Pero lo más grande eran los regresos:
elaborado botín de su elocuencia
en los sopores de la sobremesa;
murallas, archipiélagos, leones, sarcófagos,
los palacios y la nieve, reinos
que sólo en sus palabras prometían
la magnitud de una aventura
más llena de verdad en su cabeza
que en el pobre espejo
de las fotografías.

Viajó hasta que sus piernas lo sostuvieron;
pero su memoria retenía con hilos
los nombres extranjeros.
Ya viejo, compró una amplia cripta
en el panteón de Xihualpa,
el pueblo donde vivió toda su vida,
Le puso una reja cara,
la pintó de blanco y cortó la hierba del terreno
cada año desde entonces
como quien cuida su casa.

Murió la última noche de abril
tres meses después de quedar viudo.
Lo enterramos en su cripta
que, gracias a él, es un lugar pulcro
y desde ahí se puede ver su pueblo
de gente pequeña y morena
que siempre lleva a cuestas algo y tiene prisa,
Su muerte estará llena de aguaceros,
frente a los magueyales, la iglesia, el viejo jardín
y los montes oscuros de oyameles.

El mago

Don Arteaguita, con el diminutivo
más por costumbre que por ternura,
era un hombre robusto y teatral,
cubierto permanentemente de un abrigo negro
y un bastón con empuñadura de marfil, grabado
con dos letras que no guardó mi memoria.
La esfera al sol
de su cabeza calva,
igualaba la refracción —pensaba yo—
del mediodía de las estatuas.
Su acento era distinto al resto de nosotros.
Sonaban sus palabras como el galope de caballos.
Los anillos de cobalto
en su mirada, bajo el fieltro
de un sombrero Tardán, negro como los grajos,
me hacía pensar
en esas nubes que anuncian el granizo.

Llenaba algunas tardes su visita
el centro de la bulla y de la bola
de chamacos que le quitábamos el tiempo
siempre para pedirle lo mismo:
que nos hiciera una magia.

Y el gigante parecía pensarlo:
—¿Dónde quieren que aparezca?

Yo señalaba mi oreja. Arteaguita
se envolvía de un silencio que hormigueaba.
Mostraba las manos vacías. Las frotaba,
sonriendo con marfiles viejos como su bastón
y les daba la forma de un cuenco, de un capullo:

—Sopla.

Entonces esas manos
extraían una pequeña
calavera de plata de mi oreja.

El llavero colgaba de sus dedos.
con su diminuta dentadura fija
en una mueca fulgurante
y una espumosa carcajada
ascendía de la barriga del mago.

Algunos años después, la historia de su muerte
fue también, digamos, extravagante.
Lo hallaron sobre el asfalto desierto de la madrugada,
bajo el puente de la carretera,
con su abrigo y su bastón,
su sombrero Tardán,
su helada piel, el sulfato de sus ojos
y todo su dinero, intactos.
No parecía un asalto, ni venganza.
Nadie me dijo si
entre alguno más de los objetos
que con seguridad esa noche llevaba
tenía el llavero de plata.

Seguramente ya no.

Oí la historia pensando
en su figura tendida y helada,
como dormida, difusa, sin drama
en un ataúd de neblina,
cubierto de las gotitas de agua
que deja la noche sobre las estatuas.

La perfumista

Urna de otras reliquias
ante la babilonia de cristal de los estantes
olisca el seco olor del palisandro, la resina
de estoraque (Venus)
o el aroma lunar de la alhucema.
En las alturas habitadas por el polvo
reconoce, con una orientación
de pájaro, los sitios
migratorios de los frascos.
El ámbar gris junto al pebete
y la sortija de durazno del almizcle,
el emoliente de la mirra, la cananga
siamesa que no conoce el frío, el cinamomo,
la perezosa goma del gálbano, el aura de la algalia
y la aromosa Quío de trementina.

Su anciano cuerpo de nao
navega los no muchos
metros cuadrados del negocio
a donde devanó una vida de vahos.
Humecta el heliotropo, el rayado
corazón del opopánax, fija el aceite
de lilas sumisas, glicinas, rododendros,
el inminente jazmín, lavándula, retama.
Líquidas querencias que sahúman
un instante el aire
como un destello íntimo
o un enigma en las narices de los legos.
Ella sonríe (ojos bilingües) satisfecha
del uso y del atisbo y del aviso
que su olfato le fabrica
en ámbar negro.
Reconoce a tiempo, como nadie,
cada temperamento
del planeta persa de las rosas o del dragón
de la gardenia.

(Algún día la busqué en su biblioteca de espíritus. Quería hallar uno. Tuvo conmigo la paciencia de una pitonisa; revolvía y probaba y negaba y volvía a probar. Dimos por fin con la síntesis, la sintonía del perfume que mi memoria fijó años atrás con la imagen de una muchacha en la playa a medianoche con los labios en un verso de Lorca: y que el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados. Salí de ahí con un frasquito. Ella tenía ese lugar de mí en un rincón de sus vitrinas.)

Cajas, etiquetas que
ella dictamina con el catálogo de un gusto
desconocidamente enciclopédico
mientras afina el pianoforte de
una armonía aromática.

Cálidamente sus muñecas
son un matraz
de enfrascados universos
que frota y airea para regocijar las aletas
de su nariz octogenaria.
Puede que existan tres centímetros de ciencia
en esa silla. Por lo menos
la esencial de los detalles.

Fundación

Hay un muro blanco que divide la llanura;
pero no un muro claro, útil, no:
un límite abisal, el borde oscuro.

No el muro de piedra, el de fuego.

Y ellos están de pie
entre el muro y la llanura
con el cuerpo quieto, acaso duro.
La vieja espada de un acero turbio
al cinto de cuero espera, diosa
de un vago testamento del instinto. Rostros
con la furia del sudor acumulado, sal
de otro bautismo todavía no decidido.

Lo saben bien: son menos,
siempre fueron menos; es su sino.
Mientras, a lo lejos,
la polvareda de los cascos se aproxima.
La espera asedia el pulso de algún miedo;
pero ya no es al dolor, es algo más profundo:
el vértigo de aquello que termina
y no espera renacer ni cree en el Cielo.

El galope suma un rumor pesado.
Se preparan para el asalto. Algunos,
en su corazón, dan ya la espalda:
todo parece inútil o fallido,
cruel y caprichosamente vano.

Cuando llega el enemigo
comienza la matanza.

Pero al final se dividen en dos,
siempre y solamente en dos, los acosados:
unos mueren bajando la cabeza,
humildes o más sabios,
llenan el último estertor de su boca
con las misteriosas letras de la divinidad
que todo tiene insondablemente escrito.
Y otros levantan la frente,
alumbran de un rugido la garganta
y empuñan el solitario filo de su furia,
para morir con el sangriento don
de los que dan pelea.

Nadie sabe si entre estos dos modos de morir,
que igual se suman en el polvo final de la llanura,
habrá un matiz de la arrogancia, dos estirpes
que muestran con un breve gesto la íntima sustancia
de su origen.

Los peces

Fuimos bajando hasta el fondo
por las calles del puerto. La noche
remaba en el abismo de los ojos. No recuerdo qué tanto
la brisa nos cubrió de sal y estrellas.
Es conveniente dormir a menos que amanezca, dijo,
pero éramos legión para esas horas ya rancias de cantinas.
El ron juntó a los peces
y a todas las criaturas que no duermen
esa noche de pescadores y viajantes, de grasa y aguacero.

Emigramos a La Luna,
que era una carpa improvisada en los
dudosos territorios del suburbio.
Sudores y cervezas, baile, sedimento
de géneros grotescos de alegría,
se fueron combinando con torpeza
hasta temblar en una sombra, un amasijo
de danza, alcohol y extrañas vidas.

Los círculos que lees con tu mirada
no están en realidad aquí,
pero a ti te fue dado contemplarlos,
—dijo sonriendo y se perdió bajo los cuerpos
en la anchurosa fiesta de esa carne.
El ritmo gobernaba la sordidez o la gracia
y en medio de su lago nos fundimos.

Más tarde, ya cansados
los pocos rezagados en La Luna,
sin sueño y con nostalgia de horizonte,
fuimos a buscar el mar:
la sonata del agua, el apetito de su hechizo,
en esa vigilia donde el límite
del cielo y el océano es todavía tiniebla.

Algo nos lleva ante la orilla
a ver cómo la luz se recomienza
y estar aquí sin comprenderlo,
testigos de este mar alucinado,
súbitamente viejos, silenciosos,
oyendo de su más oscuro corazón
una alabanza.

Sentados en el muelle esperamos el día:
poco a poco fue llegando su violeta,
la noticia azul de su marea,
y en el silencio de su gloria amanecimos.

Cielo de abajo

Una mujer sucede,
urde su gambito de encuentros,
aceita maquinarias de adoquín
y escribe en la arena de un café
un Mar Cantábrico, siluetas
que el diluvio reunió, vino de bardos
que pronto partirán, las geografías
donde el alma quema su madera.

Atraviesa
su tobillo al vaivén
de los que corren, conspira
contra el gris de la alacena
y esfuma la moneda de una broma

(la vida, su volado).

Suele saber
que el vestido,
el nylon, su reloj, el aguacero,
un Área de No Fumar (o el humo firma un fondo),
son la coreografía de un misterio
divagante también como el deseo
para, acaso más tarde o más temprano,
pernoctar ese tango al fin descalzos.
(Uno, claro, no entenderá.
La trama es muy barroca
y en el fondo carece de argumento.)

Una mujer sólo sucede.
Por eso hay desastres,
rincones jubilosos
donde la vida cabe
y toma lo que es suyo, a veces
hasta con el lujoso disfraz
de alguna coincidencia.

No obstante, preferimos no
entenderla, mirar con humildad
sus perversas ocurrencias.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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