MI ALMA TIENE UNA PENA (Mi poema)
José Luis Sampedro (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Mi alma tiene una pena que no se puede curar
que se infectó por azar y a punto está de gangrena,
y hoy me quiero liberar de esta pesada condena,
de sus cantos de sirena y la he tirado a la mar.

Me gustaría inventar un antídoto cabal
que además de original permitiera sacar brillo,
un método muy sencillo de factura sin igual
que juntara al bien y al mal y fumaran un pitillo.

Comprendo que es anormal el deseo que yo tengo
mas les juro que no vengo a aburrir al personal,
que me resulta fatal y aunque mucho me contengo
nunca sé si voy o vengo, hago el memo o es carnaval.
©donaciano bueno

MI POETA SUGERIDO: José Luis Sampedro

José Luis Sampedro

SI NUNCA DESPERTASTE EN SOBRESALTO FEBRIL.

Si nunca despertaste en sobresalto
febril, precipitándote hacia el lado
vacío de tu lecho, tanteándolo
con manos que se obstinan vanamente
contra implacable ausencia.

Si no sentiste entonces la muerte
desgarrándote en vida y agrandando
el vacío entre tus venas inflamado,
el vano apartamiento de tus muslos,
el ansia de tu sexo.

Si no rompió tu voz ese gemido
que acuchilla la turbia madrugada…
es que en tu corazón no ardía la hoguera
que llamamos amor.

En ella me consumo y es mi grito
tu nombre: a ti me abro en carne viva.
Mi piel muere en espera de la tuya,
mi sexo late con ansiosa boca
de pez en la agonía.

Y al no llegar tus labios con tu bálsamo
ni el fuego sosegante de tu lengua
mi mano se fatiga inútilmente
en estéril caricia…

Porque tan sólo tú tienes las alas
para el vuelo que mata y da la vida.

Órbita de la palabra (fragmento)

Pero me llamo hombre. Mi memoria está viva,
va más allá del tiempo, de jornales ganados
a fuerza de renuncias, de míseras cautelas
para andar y estar solo y andar después aún.
Pero me llamo tierra. Mis efímeros sueños
no pueden contener ese enjambre de indicios
que mi cuerpo recibe, que mis manos soportan
y más y más reduzco cuanto más me aniquila.

Cruzarme con el aire

Cruzarme con el aire
en los campos abiertos.
Cruzarme con el mar
frente a los cuatro vientos.

Cruzarme con la vida
y encontrarme al amor
en un sendero.
Y dejarlo,
y volver a encontrarlo
en mi recuerdo.

Hacer algo:
lo que sea, pero no esto.

Los que volvieron

Los que volvieron
traían solamente unas manos vacías
—curvadas todavía, asiendo el viento—
y unas alegres caras cansadas
y ojos cuya mirada nadie explicará nunca.
Nadie, ni los poetas,
porque en ella vivían las últimas palabras
de los que no volvieron.

Volvían todos juntos en apretadas filas.
Hombro con hombro, resplandecientes, iban por los caminos,
por los anchos caminos.
Pero en cada sendero, separándose,
marchaba un hombre solo hacia el valle lejano.
Hasta el último pueblo y la última cabaña
donde habitaron los que no volvieron.

Los hombres y mujeres salían a las puertas.
A las pequeñas ventanas.
Esperaban a muchos y volvía uno solo, trayendo solamente
unas manos vacías, una mirada mágica.
Y los niños jugando, vieron también su rostro
—su alegre cara cansada—.
Y él los miró y los acarició
—como jamás lo hizo— con sus manos vacías.
Y los niños siguieron jugando, sosegados
como si hubiesen vuelto todos los que faltaban.

Y saben desde entonces,
para nunca olvidarlos, porque se han hecho suyos,
los nombres y los hechos de los que no volvieron.

Y el que volvía tuvo asiento al fuego,
y durmió bajo techo.
Y a la mañana, desechó las botas,
y volvieron sus pies a calzar las albarcas.
Unció los mansos bueyes, que le reconocieron,
y se volvió a los campos.

Araba solo.
Solo en la tierra parda, y sin embargo,
al tiempo que su ijada, centenares de ijadas
azuzaban innumerables yuntas.

Al tiempo que su voz, centenares de voces
bajo el cielo de nubes, redondas nubes blancas.
Y sentía en sus hombros y en sus manos
el vigor de otras manos y otros hombros.

Pues parecía, sí, le parecía
como si hubiesen vuelto,
y estuviesen con él en la nueva tarea
los que nunca volvieron.

Castilla

1.
Llenos tengo mis ojos de Castilla.
El viento suave de los trigales, el viento fuerte de las cumbreras,
ha lavado mi piel
ungiéndola de ti, Castilla.

Mis espaldas cansadas
hallaron muchas veces el reposo en tu tierra,
y el vigor necesario para el nuevo trabajo,
porque hijo tuyo soy.

Llenos tengo mis ojos de Castilla
y mis labios henchidos de tu nombre.

2. Acto de fe

Creo en sus cerros altos y en sus innumerables álamos.
Y en sus caminos, que van a todas y a ninguna parte
porque son bellos de andar, y bellos de mirar desde un recodo,
inmóvil.
Y creo en la potencia de sus viejos castillos.
Y en la virtud aquietadora de sus maravillosas nubes.
Y en el vigor de sus hombres, en el amor de sus mujeres, en la
sonrisa de sus niños.
Y en las aves y en los caballos, capaces de arrastrar el arado y los
cañones.

Creo en lo que ha sido, en lo que es,
y creo en lo que será,
desde ahora, en que los mazos del carpintero de ribera,
vuelven a golpear sobre quillas, sobre cuadernas de navíos
descubridores.

3.

He visto las ciudades de Castilla. Las grandes,
y las pequeñas ciudades, en que se ve el castillo
desde cada una de las calles estrechas y empinadas,
allá arriba, como un ejemplo.
Y he visto los pueblos tan pobres
que la iglesia sin torre solo tiene espadaña con dos campanas únicas:
la que antes quebrará por ser voz cotidiana
y la que distingue —jerárquicamente— los disantos.

Todo lo he recorrido, y ¡oh!, Castilla, en cada uno de tus lugares
me gustaría vivir y haber nacido.

Desde que he visto Aranda, nací en Aranda.
Desde que vi Medinaceli, dije a todos
—y lo afirmaré, y podré jurarlo sin decir mentira—
que allí he visto la primera y más maravillosa luz.

Y ¡oh!, Castilla, en cada uno de tus lugares
me gustaría morir y haber nacido.

En cualquiera.
Aquí, en este Castillo de Sigüenza.

4. Sigüenza

Sigüenza. Esta mañana, Señor,
ha sido para mí toda plena de gracia.
Porque he visto Sigüenza
solo, con un cayado hecho por mis propias manos
y mis botas claveteadas.
Sin conocer las crónicas, sin consultar las guías.

Y si me preguntasen quién hizo este castillo,
qué hombre lo defendió con su sangre, qué mujer con sus
lágrimas,
no sabría decirlo.
Ni tampoco qué obispo meditaba en la muerte junto a esta
ventana.
Ni qué niño en el patio, oyendo a los guerreros
soñaba con ciudades misteriosas, escondidas en selvas de esmeralda,
y con galeones panzudos llenos de oro y especias
balanceándose en las aguas oscuras, densas, inmóviles
de un puerto desconocido.
Yo todo esto no puedo decirlo, no lo he aprendido.
Y sin embargo lo sé.
Porque mi sangre es la sangre de mis padres, y la de los padres
de mis padres.
Y mis palabras son sus mismas palabras.

Estando en este patio, de este castillo de Sigüenza,
late mi corazón con más certeza.
Y mi alma angustiada, fugitiva,
se siente atada con impalpables lazos

Y a la vez —¡qué espléndido, qué extraño!—
mi pecho alberga el vigor junto a la calma.

Sí, sé que podría morir aquí. Sé que aquí viviría
—frente al pinar, los cerros y las nubles plomizas,
y el cielo tenso, de un azul maravilloso—
mejor que en ningún sitio.

Porque esta es mi patria. Porque este es el lugar
del que hay más números en mi alma.

Guardián

Escribo ¿para quién? Para ninguno.
Para mí ni siquiera. Lo reniego.
No es el basalto-acero que retumba
en la roja caverna de mis entrañas.
No es el cuchillo, ni el violín siquiera,
el violín afilado por la vida.
Es otro quien lo escribe, no mi mano.
Alguien que no soy yo y está escondido

Veinticinco años después

A la octava promoción
Esta mañana, esperando
sentado en el Ministerio,
pude oír unos diálogos
muy parecidos a estos:
—¡Caramba, si estás lo mismo
salvo las gafas!
—¡Y el pelo!
—¡Fijaos qué pocas canas
tiene el amigo Modesto!
—¡Pues tú, excepto la tripita,
sigues igual de estupendo!
—¡Me planté en los treinta años,
y ni uno más, ni uno menos!
—Por la octava promoción
¿verdad que no pasa el tiempo?

¡Ay! Así hablábamos todos,
mis queridos compañeros.
Ahora bien, la verdad pura
es que en todo el Ministerio
solamente el ascensor
sigue como en nuestros tiempos.
Y aun ese, si no envejece
es porque nunca fue nuevo.
Lo demás… todo ha cambiado
y si no, vamos a verlo.

Para empezar, ¿es que entonces
comíamos tan selecto?
¿no es verdad que hasta Biarritz
—junto al Canal, no el auténtico—
nos resultaba imposible
aun siendo a duro el cubierto?
(Claro que entonces un duro…
un duro valía un huevo.
Y ahora un huevo cuesta un duro:
eso no ha cambiado, es cierto.)
Además, es muy verdad
que ahora el menú es más perfecto
pero ¿y de la digestión?
¿A que salimos perdiendo?

Otrosí: hace cinco lustros
todos éramos solteros,
y como tales, sufríamos
una vidita de perros.
¿Recordáis? ¡Siempre cambiando
de pensión, y descontentos
con el cuarto y la comida!
Y, lo que es peor, expuestos
a dar con mujeres de esas
suprimidas por decreto
y que ya no queda una
según dicen los discretos.
¡Qué vida aquella! ¡Qué espanto!
¡Qué mujeres, ay!… Yo creo
que ahora somos más felices

en el ambiente hogareño…
aunque también el día quince
se nos acaba el dinero.

¿A qué seguir? Todo cambia
y yo, para convenceros
y terminar de una vez,
os voy a contar un cuento:
«Pues, señor, era un anciano
que confesaba en secreto
a un amigo:
—Yo, de joven,
desconocía mi cuerpo.
No sabía dónde estaban
ni el hígado, ni el cerebro,
ni el pulmón… Solo una cosa
notaba a cada momento
dando señales de vida
y poniéndome tan negro
que me obligaba a salir
a ver si calmaba aquello,
descargándome el espíritu
de tanto desasosiego,
con ayuda de alguna alma
que hiciese de cireneo…
Ahora, en cambio, yo me noto
el hígado, el esqueleto,
el corazón, los riñones
y otras tantas latas dentro.
Pero ¡ay!, aquella otra cosa,

tan atrevida en sus tiempos,
por mucho que me la busco…
¡ni con lupa me la encuentro!».

Me diréis que ha de haber algo
que no sea perecedero.
¡Hombre, claro!… Los recargos
transitorios, por ejemplo.
Pero aun el mismo Arancel
lo están ya recomponiendo,
y aun el ascensor de marras
se niega a seguir subiendo.

Hay sin embargo una cosa
que resiste años enteros
y un par de guerras, e incluso
muchos cambios de Gobierno.
Y eso es lo que aquí nos une
y nos hace compañeros:
los lazos profesionales,
la vida con sus recuerdos.
Por eso nos reuniremos
siempre con el mismo afecto.

Y ahora os pido perdón
por lo ramplón de estos versos
y hace mutis por el foro
este que lo es
Sampedro.

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Autor es esta páginna

Donaciano Bueno Diez
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A ese viejo tan reviejoque un día fue…
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