Museros no es mi pueblo que pueblo yo hoy no tengo, que azares del destino me hicieron emigrar desde la tierna infancia a más de algún lugar y en la mitad del trecho perdióse mi abolengo.
Yo amo a mi tierra igual que el bien nacido le mima a su camino al que agradece, a esa planta estimula cuando crece, ase al pecho del ser que le ha parido y ensalza cuando
La tarde triste está y en su fiel en el ocaso, entre escarpados montes el cielo se recrea extendiendo su manto sutil en la marea de ese horizonte de añil pintado al raso.
Mi infancia son retazos de un pueblo de Castilla, pequeño, primoroso, silencioso y coqueto, de mil mieses doradas en campos, recoleto, brasero en el invierno en la mesa camilla.
Yo vengo de una tierra donde la mar no llega, donde el sudor releva al baño del verano, lugar en el que mirando de frente el sol no ciega, y resignada el agua dormita en el pantano.
Recoleta, remolona y redondita, reciclando va placita con el tiempo con tu cara tan risueña, tan bonita, y tu aspecto, acicalada señorita, cual si fueras la heroína de algún cuento.
Yo vengo de esos lares donde mares no existen, allí donde amapolas juegan con los trigales, las aguas en verano de amarillo se visten, y liebres son los peces entre los matorrales.
Puntual como cada día a las cuatro de la tarde te has acercado al bar a echarte la partida al “subastao”, tu distracción después de la comida de cuyo dominio, como yo, hacíamos alarde.
Mi pueblo es un remanso de paz en la meseta, de Castilla la Vieja. Rodeado de encinares, enebros y pinares, casas de adobe en la esplanada asceta, del rio los andares...
De aquel río recuerdo su amargura, sus ansias de luchar saliendo a flote, el agua al salpicar de bote en bote, metiéndome yo allí hasta la cintura fardando de Quijote.
Nadando entre dos aguas las bodegas, antiguas catacumbas del buen vino, hoy miran al que cruza en su camino tratando de penar sin poner pegas conscientes que en su vida ese es su sino.