PASA, EL TIEMPO PASA (Mi poema)
Armando González Torres (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Pasa el tiempo, media vida, disfrutando
y otro tercio preguntando a qué ha venido,
y en el tiempo que le queda recitando
unos versos que quizás nadie ha leído.

A las moscas, musarañas, observando,
comentando su mal fario que ha tenido,
de lo malo y lo contrario protestando
pues no encuentra su lugar y está perdido.

Esos versos que él ha escrito divagando,
en los que habla de la vida y sus miserias,
que hizo un tiempo en el que andaba meditando
sobre el mundo y algo más, de cosas serias.

Pasa el tiempo, pasa y pasa sin pararse,
sin cansarse y sin hacer ningún receso
cual si fuera en un regate a despistarse,
o peor, se la quisiera dar con queso.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO:  Armando González Torres

Lastimosa lascivia hace frágil el linaje

que arrastra indelebles máculas pues el patriarca
para estuprar enarbolaba un lábaro falaz:
cebaba a su víctima con pervertidos néctares
fingíase efigie desvalida o apacible forma,
volvíase tal vez hombre bestial o bestia mansa
que inducía a su propia, muelle y dulce descendencia
y en cópula infeliz decretaba el cruel destino
de una estirpe inaudita por delirios agobiada.

Esmirriados montajes de concreto,

impudicia de abyectos materiales,
mezcla pánica de gestos y lenguas,
carroñas con su pena, pesadumbre
acechando las sucias construcciones
donde surgen eléctricas bellezas.
Las calles de colores carcomidos,
el aire con sus númenes zumbones
la marca testaruda del insecto,
el vaho, la emanación de la comida,
el menstrual aroma de las hijas
hacinadas en muros tan estrechos.
Ciertos viejos dormitan en hamacas;
los guerreros reposan taciturnos
evocan el combate pernicioso,
liza cruel que precediera la ruina;
las bestias yacen en el arenal
alzan polvo con su resuello inquieto.
(Yo pude haber ganado la indulgencia;
redimir quizá mi depuesta estirpe
en tan poblados y dolientes lares;
pero mácula infame y rutinaria
ocupaba mi testa y condenábame
a la desmemoria, al guiño estéril).

Hijos de la fornicación indigna

engendros de estupro y de insanía
sin duda reconoces su figura
se deslizan por calles subrepticias
acaparan comidas nutritivas
desperdigan patéticas sonrisas
pronuncian frases mansas pero infames
dícense consecuencia del declive
del siglo y sus frágiles criaturas,
recitan salmos para el perdón
ejercitan retóricas piadosas
para aliviar la seña del origen
mas no esperes repriman la blasfemia
si la lluvia mancha sus pobres ropas
o si la húmeda hez que anega arrabales
se impregna en sus zapatos desgastados

Torvas tardes aguardan de fatiga,

un atroz e inexplicable suplicio
nos asedia, un perjuicio sorprendente
acecha las espaldas, sobresalta
nuestras almas agrietadas, derrama
suciedad en los cabellos macilentos.
Asombro, vilipendio, éxtasis no.
Diríase que es producto de anatema
o frase impía vertida en arrebato
el viento hinchado sobre nuestros ojos
la lluvia de ceniza, la sequía
la ausencia de los dones y el acopio
de jornadas indolentes, de días
insepultos y caminatas sórdidas
por los infaustos barrios de la infancia:
(han marcado mi rostro los verdugos
yo he vencido en virtud de la renuncia
vestigios numerosos de mi sangre
amagan territorios enemigos).

Por la delicada red del misterio

por el sutil círculo aleatorio
que gobierna los instantes sublimes
que preside la fe, el deseo y la lágrima
por ese azar fiero o compasivo
fuimos siervos del signo sometido
inquirimos remotos alfabetos
que envilecían la lengua de la tribu
probamos con retóricas espurias
que enfermaban de labia la garganta.
Esos años de fuego convulsivo
esas tardes de ansia y paradoja
conocimos la sed de los cadáveres
y bebimos el líquido piadoso.
(De su poemario La sed de los cadáveres, de 1999).

Por la delicada red del misterio

por el sutil círculo aleatorio
que gobierna los instantes sublimes
que preside la fe, el deseo y la lágrima
por ese azar fiero o compasivo
fuimos siervos del signo sometido
indagamos remotos alfabetos
que envilecían la lengua de la tribu
probamos con retóricas espurias
que enfermaban de labia la garganta.
Esos años de fuego convulsivo
esas tardes de ansia y paradoja
conocimos la sed de los cadáveres
y bebimos el líquido piadoso.

Lastimosa lascivia hace frágil el linaje

que arrastra indelebles máculas pues el patriarca
para estuprar enarbolaba un lábaro falaz:
cebaba a su víctima con pervertidos néctares
fingíase efigie desvalida o apacible forma,
volvíase tal vez hombre bestial o bestia mansa
que inducía a su propia, muelle y dulce descendencia
y en cópula infeliz decretaba el cruel destino
de una estirpe inaudita por deliquios agobiada.
***
Que las lluvias no escapen de ese verano que trabajosamente las contiene; que los animales permanezcan en su amenazada huida o vergonzosa servidumbre; que la prisa de los transeúntes, el asfalto mojado y la silente exclamación de las fotografías se transformen en una plegaria: “hágase pronto la noche; aspírese su oscuro aroma, piérdase el alma en sus brumas”.

De La sed de los cadáveres, México, Daga, 1999.

Dos veces supe del cantar de su vigilia

cuando el suspiro fue hondo a la sombra del pino
cuando convalecía arrellanado en la arena.
Sus pasos son estruendo de una vasta cauda
su imagen es la pavorosa remembranza
de lo ido y lo ausente y, al cabo, lo vacío.
Repútase presente en los vagos momentos
en que la reticencia custodia los deseos
en que el ansia y la culpa azuzan sus mastines
en que el fastidio y el capricho nos desploman
sobre una mesa de migajas y licores
en esos días que se repiten implacables.

Acaecen infortunios diminutos

el estruendo se calcina en los oídos
la secular emanación del vómito
las deyecciones y las excrecencias
las sangres conturbadas, las salivas
los aromas todos de la brutal caverna
se aglomeran y abruman el olfato.
Pero no estés tan triste con tu escoria
no porfíes con tus bajos sentimientos
ni adusto rememores el pasado:
caminemos alegres por el huerto
escuchemos atentos a las bestias
que se apiade la luna de tu hastío
y que una estrella habite en tu mirada.

Como el trazo de un mandala en la arena

y la ascensión del trueno y una suave
humedad de tierra y el ser posado
sobre el recinto de piedra marrón
quisiera así aprender de la parábola
repetir por mil la palabra exacta
que una visión, una ancla de lo nítido
vinieran a estos ojos sin consuelo.
***
Quiero una religión con sus parroquias, arbustos y animales. Dame grana de mármol, teja y piedrín para su alegre templo. Quiero que los campesinos atiendan sus transparentes silbos y las bestias felices marchen al ritmo de su melodía. Por eso, dame piedrín para construir el templo. Porque quiero que el errabundo acuda a esta Iglesia y que en sus médulas sencillas el desdichado asimile los preciados dones. Por eso, ay, dame piedrín para construir el templo.
***
Justo cuando en la víspera la sana palabra
precede su presencia con un presentimiento
cuando el rostro del prodigio y el resplandor
de su perfume se incendian en las cercanías
todo alivia y repara, nada compunge o daña.
***
No hay duelo u omisión en tal ausencia. Lo repito: todo instante y lugar están repletos de dioses. Un numen, antiguo o futuro, habita en las palabras, lee mis ojos cuando lo persigo entre los arbustos y montañas, se cifra en los monumentos y duerme el sueño de los justos sólo para despertar encaramado en los animales. Yo he blandido el instrumento para descifrarlo, he mantenido la vista en un punto fijo y he sentido sus emanaciones sin poder asirlo. Hoy, defino sus bordes, advierto la pesadez de su silencio, declaro el estruendo de sus desapariciones.

De Los días prolijos, México, Verdehalago, 2001.

Extravío

Apenas he visto mundo, apenas he salido de mí y, sin embargo, he estado tan perdido.

Cuánto tuvo que pasar para que yo entendiera que me resguardaba en la intemperie, que mi morada era una selva oscura.

Haberlo vivido todo, pero sin acordarse.

Me aconsejó buscar a Dios en mi propia morada, no me atreví a decirle que había perdido la llave en mi última parranda.

Querer apoyarse en la oquedad del mundo.

Restan olores esparcidos de cigarros, ecos de copas chocando, ayes irreconocibles, rastros menguados del lugar donde estuvimos, pero tal vez eso nos pueda guiar hacia aquello que esa noche fuimos.

Nunca le digas a nadie cuántas veces te has abandonado y luego has vuelto contrito y maltrecho a buscarte sin encontrar ya ningún rastro.

Dicen que hasta el infinito tiene agujeros ¿en cuál de ellos te perderás?

Yo quería perderme y encontrarme en el pecado, pero sólo se me concedió el tedio: el día final, seré juzgado por los crucigramas dominicales que dejé sin resolver.

Decía: todo camino conduce al desierto, en cada corazón arde una zarza.

Y agregaba: debes perder la memoria de ti mismo para adentrarte en la ciudad de tu alma donde te encontrarás con otros.

–¿Ahí donde terminan todos los caminos se abre el camino?

–No, la ruta verdadera la desaprendemos a medida que buscamos un camino.

–¿Y no hay vías de oración que nos conduzcan a nuestro recto destino?

–Nuestro destino es extraviarnos y hollar con nuestros pasos febriles el camino.

Yo mismo

Detesto al que fui hace media hora.

Soy la serie ordenada de mis raptos de locura.

El “yo”: multitud que firma con el mismo garabato.

Mi instinto aristocrático desconfía de la turba que se aloja en mi cerebro.

Cuánto más me conozco, menos me quiero.

No te conozcas a ti mismo, evita cualquier familiaridad con tu “yo”, trátate con la helada cortesía de un extraño y con el amable rigor de un patrón.

El “yo”: casa de mala nota donde los enemigos se roen los cráneos.

Sé tú mismo quiere decir que aceptes ser distinto a cada instante y que muchos hablen por tu boca.

Ama tu amor propio, no te ames a ti mismo.

Crees conocerme, pero no sabes, ni yo tampoco, quién soy yo.

Decía: eres más profundamente tú cuando dejas de ser tú mismo.

El “yo”: mirada inescrutable que se extingue en nuestras cuencas cansadas.

Rostros y gestos

Meterse en sitios de mala muerte, beber de más y despertarse con la sospecha de que a uno le han robado la cara.

Un rostro es un puñado de polvo que se atreve a sonreír antes de ser dispersado por la escoba.

Sentía que su rostro era la floración de un cadáver, y su voz, un eco destemplado que se rehusaba a reconocer.

En las nubes y en el agua también se forman rostros sensualísimos.

Un rostro es un abismo, y si lo miras fijamente, conocerás el vértigo.

Se reconocía en ciertos rostros, se detestaba en muchos más.

Ojos sin cuencas, venas vacías, narices nostálgicas de sus respiraciones.

Un rostro se esculpe primero en la arena del desierto y, luego, el viento lo filtra a regiones recónditas donde una legión de anónimos bautistas intenta darle un nombre propio.

Ceniza que anteanoche fuiste gesto y te dejabas seducir por las miradas.

Tenemos un rostro que se aja, que se transfigura en cada gesto, pero guardamos otro rostro inmutable en la memoria.

Guarda éste que fui hoy en tu recuerdo más piadoso.

De Eso que ilumina el mundo Almadía, 2006.

Las tribulaciones del héroe

Esos días ofuscados, premonitorios, en que no se atrevía a mirarse al espejo. Esos días en que pretendía desertar y terminaba jadeando, acorralado ante un abismo, atemorizado por su sombra porfiada y veloz. Esos días en que se unía al festejo de la muchedumbre ebria y salaz en un vano intento por amar la causa que todos secretamente repudiaban. Esos días en que, para evadir la batalla, se vestía de mujer e hilaba con sus hermanas, pero la barba y su curiosidad por las armas terminaban por delatarlo.

***

El ejército extraviado

Caminamos entre ruinas de lo que fueron ciudades opulentas. Siempre se escuchan lamentos interminables de deudos que no se acostumbran al sonido de la palabra ausencia. Nosotros también lloramos nuestros días insepultos. Arrugas infértiles surcan nuestros rostros secos. No hay duda: la muerte deshidrata y lo peor es que, contra lo que afirman ciertos beatos, no hay manera de florecer en los sarcófagos.

***

Salve

Salve, Marco Aurelio, decides edificar una nueva ciudad, fracasas en tu misión civilizadora y regresas a tu campamento de alacranes a consolarte con un pensamiento. Entre los rapaces, los débiles mentales y los estoicos eliges a los últimos y te dejas tatuar por su doctrina. Divino emperador, que ejerces el poder sin rabia, con una sonrisa resignada, atado a tu decrépita misericordia y a tu sabiduría pesimista, sin contar con una ambición, con un deseo mordaz, con un rencor que te supure y te sirva de motivo navegas en las guerras como un Dios refinado entre las bestias y resistes las intrigas, resistes las murmuraciones, resistes las conspiraciones con un vigor que ya no es tuyo, con una fuerza que ya no te pertenece.

La señal

Mis trofeos: huesos y vestiduras del enemigo, recuerdos del extático saqueo de las ciudades, del júbilo que provoca la extorsión a pueblos arrogantes e inferiores. De mi hacienda quedan despojos y recuerdos personales; quiero compartirlos con mis fieles guerreros y letrados. En mis habitaciones, rindo sacrificios y oración a los dioses que acompañaron mis expediciones en esos veranos que parecían inextinguibles. No guardo rencor por el hecho de morir de una fiebre que mata a niños y ancianos, cuando sobreviví a las más duras y definitivas batallas de mi tiempo. Por lo pronto, me aseo diariamente mientras espero la señal definitiva y despido a los hombres de mi séquito con un gesto apagado mas patente, que a cada cual agradece y reconoce en su distinta jerarquía.

***

El exilio

En ese departamento, en donde el sol se demora extrañamente en las tardes otoñales, residen en su exilio los dioses paganos. Tú sabes, los grandes dioses de la guerra y el placer perdieron la batalla ante el celo y la astucia de los soldados de Cristo, que ahora dominan las mentes y las finanzas del mundo. No obstante, los derrotados sobreviven, subsisten de manera modesta, pero sin sobresaltos, gracias a un pequeño patrimonio invertido en operaciones de renta fija. Pasean su ocio por los jardines del vecindario. Son amables, aunque huraños: ni en sus frecuentes ebriedades traicionan su apacible silencio. Puedes reconocerlos, sin embargo, por la majestad incólume de sus movimientos cansados, por ese incesante susurro de mar que acompaña sus pasos, o por la agonizante luz que despiden sus bellos rostros depuestos.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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