Una muestra de sus poemas
VIDA Y OBRA DEL ESPACIO
A Guillermo Tovar de Teresa
No es verdad que el espacio
sirva como lugar en que se citan
oquedades, rendijas, intersticios
celebrando el congreso de la nada.
No es el telón de fondo
donde hay algo que salta y representa
ademanes de ser, gestos de cuerpo.
No es tampoco un vacío donde aflore,
con el solo habitante de la asfixia,
el único rincón en que la historia
no puede respirar.
Hay espacios que nacen, que gatean
con sus tres dimensiones. Espacios que se yerguen,
sumándole agujeros a su hueco,
hasta la edad madura del abismo
–donde está siempre el vértigo asomado–
o hasta esbozar un ámbito que abarque
desde tu boca abierta hasta los cráteres
que se abren en la luna.
Hay espacios amantes, cuyo coito
–logrado al presentar el pasaporte
que goza de la visa de la entrega–
extraditan sus límites y acaban
con el crónico mal del que adolecen
las naciones, enfermas de frontera.
Hay espacios ya graves: el derrumbe
que amenaza la mina lo demuestra.
Hay espacios que nacen, viven, crecen:
se reciben de tiempo. Son espacios ancianos,
a un paso ya muy niño de la muerte.
Modelado de historia y de materia,
el espacio requiere de su biógrafo
que arroje las leyendas y lo trate
como hermano de todos en el tiempo,
nativo del gerundio y compatriota
de todo lo que se halla,
si olvidamos la efímera existencia,
a una cuna tan sólo del sepulcro.
¿Es un descanso el olvido?
¿Es olvido caminar?
Es caminar empezar
a olvidarse del olvido?
Emilio Prados
La evocación no respeta los sepulcros,
desoye la liturgia de lo efímero,
halla a flor de beso antiquísimas bocas,
clava con alfileres el chirrido
de las palabras huidizas,
da con el descubrimiento arqueológico de una caricia
polvorienta de tiempo,
hunde su interrogación
en una de las capas profundas de la psique,
embalsama suspiros,
recuerda.
La mente se desanda,
camina a contrapelo del gerundio,
reconstruye la carne desde el molde
de las huellas,
busca el olor a vida
en la carroña de la remembranza,
le tuerce el brazo a Cronos
para tender la mano a los cadáveres,
recuerda.
Limpia los ventanales de su nuca,
carga su fardo con jirones y jirones de lo ido
para quedar intacta,
sin perder siquiera
el juguete asombroso, terrible y delicado,
de la niñez,
desentume vivencias,
riega las partes verdes
de lo perdido,
recuerda.
Recuerda, recorre para atrás
la biografía, sus episodios,
los cumpleaños, con su atalaya
para atisbar la muerte, la eterna
obcecación de los aquíes
tatuados con ahoras,
el tren que, indiferente,
con sus esbozos de cerebro al viento,
su aullido como herida en los espacios
y sus ruedas desbocadas,
va en lo suyo:
lanzándose al porvenir a toda máquina,
saboreando la meta,
corriendo tras el viento,
ganándole la partida a la llegada,
siendo sordo a las voces congelantes
de los frenos,
de las instrucciones,
de los arrepentimientos del maquinista,
y olfateando en sus proximidades
la estación terminal donde mis ímpetus
se hallarán descarrilados.
Recuerda, y al momento,
volviéndose, viviéndose
fe de erratas del destino,
rememora un firmamento de pájaros inmóviles,
con alas mentirosas;
un tiempo con futuros arrumbados
en los sótanos del presente;
rememora,
y ve cómo el espejo,
con su espía de azogue,
recupera, pujando, las imágenes
que le fueron escamoteadas por la amnesia;
pasa lista a un tropel de rostros,
adioses fracasados,
gritos,promesas
que no dieron con el modo,
el instante
o el vientre embarazado
para pasar a ser.
Mas ahora, al correr de los días,
cuando he dilapidado
casi todo mi patrimonio sensorial,
cuando derramo llanto
con todo y pupilas,
y está a punto de caérseme
el mundo que retengo entre las manos temblorosas;
ahora, cuando doy en mesarme
mechones y mechones de tiempo
y me siento invadido por el allende
y las avanzadas de su ejército
–las hoquedades de la desmemoria–,
pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella