TE CUENTO, NO TE CUENTO (Mi poema)
Manuel Acuña (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo
 

Te cuento. Ni te cuento. ¿Qué te cuento?
Que ayer llegué a soñar que estaba ciego.
Por poco me descuido y me la pego.
Mas todo fue el despiste de un momento
muy propio de un borrego.

Te cuento. Ni te cuento. ¿Qué te cuento?
Que ayer llegué a pensar que estaba loco.
Me niego aquí a explicar que mi sofoco
le tuve que curar con un ungüento
y que aún me sabe a poco.

Te cuento. Ni te cuento. ¿Qué te cuento?
Que un ángel me decía ya estás muerto.
Y tuve que tocarme a ver si es cierto.
si acaso yo lo veo o lo presiento
o me ha mirado un tuerto.

Te cuento. Ni te cuento. ¿Qué te cuento?
Que ayer llegué a soñar que era un idiota.
Jugando estaba allí con la pelota
haciendo de payaso tan contento
en una chirigota.

Y en esta disyuntiva desperté.
Me dije ya estoy harto de este cuento.
Prefiero al fin meterme en un convento
que hacer de otros papeles que no sé
sin mi consentimiento.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: Manuel Acuña

Manuel Acuña

A una flor

Cuando tu broche apenas se entreabría
para aspirar la dicha y el contento
¿te doblas ya y cansada y sin aliento,
te entregas al dolor y a la agonía?

¿No ves, acaso, que esa sombra impía
que ennegrece el azul del firmamento
nube es tan sólo que al soplar el viento,
te dejará de nuevo ver el día?…

¡Resucita y levántate!… Aún no llega
la hora de que en el fondo de tu broche
des cabida al pesar que te doblega.

Injusto para el sol es tu reproche,
que esa sombra que pasa y que te ciega,
es una sombra, pero aún no es la noche.

Adiós a México

Pues que del destino en pos
débil contra su cadena,
frente al deber que lo ordena
tengo que decirte adiós;

Antes que mi boca se abra
para dar paso a este acento,
la voz de mi sentimiento
quiere hablarte una palabra.

Que muy bien pudiera ser
que cuando de aquí me aleje,
al decirte adiós, te deje
para no volverte a ver.

Y así entre el mal con que lucho
y que en el dolor me abisma,
quiero decirte yo misma,
sepas que te quiero mucho.

Que enamorada de ti
desde antes de conocerte,
yo vine sólo por verte,
y al verte te puse aquí.

Que mi alma reconocida
te adora con loco empeño,
porque tu amor era el sueño
más hermoso de mi vida.

Que del libro de mi historia
te dejo la hoja más bella,
porque en esa hoja destella
tu gloria más que mi gloria.

Que soñaba en no dejarte
sino hasta el postrer momento,
partiendo mi pensamiento
entre tu amor y el del arte.

Y que hoy ante esa ilusión
que se borra y se deshace,
siento ¡ay de mí! que se hace
pedazos mi corazón…

Tal vez ya nunca en mi anhelo
podré endulzar mi tristeza
con ver sobre mi cabeza
el esplendor de tu cielo.

Tal vez ya nunca a mi oído
resonará en la mañana,
la voz del ave temprana
que canta desde su nido.

Y tal vez en los amores
con que te adoro y admiro
estas flores que hoy aspiro
serán las últimas flores…

Pero si afectos tan tiernos
quiere el destino que deje,
y que me aparte y me aleje
para no volver a vernos;

Bajo la luz de este día
de encanto inefable y puro
al darte mi adiós te juro,
¡oh dulce México mío!

Que si él con sus fuerzas trunca
todos los humanos lazos,
te arrancará de mis brazos
¡pero de mi pecho, nunca!

Nada sobre nada

Pues, señor, dije yo, ya que es preciso
puesto que así lo han dicho en el programa,
que rompa ya la bendecida prosa
que preparado para el caso había,
y que escriba en vez de ella alguna cosa
así, que parezca poesía,
pongámonos al punto,
ya que es forzoso y necesario, en obra,
sin preocuparnos mucho del asunto,
porque al fin el asunto es lo que sobra.

Así dije, y tomando
no el arpa ni la lira,
que la lira y el arpa
no pasan hoy de ser una mentira,
sino una pluma de ave
con la que escribo yo generalmente,
violenté las arrugas de mi frente
hasta ponerla cejijunta y grave
y pensando en mi novia, en la adorada
por quien suspiro y lloro sin sosiego,
mojé mi pluma en el tintero, y luego
puse ocho letras: «A mi amada».

Su retrato, un retrato
firmado por Valleto y compañía,
se alzaba junto a mí plácido y grato,
mostrándome las gracias y recato
que tanto adonran a la amada mía;
y como el verlo sólo
basta para que mi alma se emocione,
que Apolo me perdone
si, dije aquí que me sentí un Apolo.

Ella no es una rosa
ni un ser ideal, ni cosa que lo valga;
pero en verso o en prosa
no seré yo el estúpido que salga
con que mi novia es fea,
cuando puedo decir que es muy hermosa
por más que ni ella misma me lo crea;
así es que en mi pintura
hecha en rasgos por cierto no muy fieles,
aumenté de tal modo su hermosura
que casi resultaba una figura
digna de ser pintada por Apeles.

Después de dibujarla como he dicho,
faltando a la verdad por el capricho,
iba yo a colocar el fondo negro
de su alma inexorable y desdeñosa,
cuando al hacerlo me ocurrió una cosa
que hundió mi plan, y de lo cual me alegro;
porque, en último caso,
como pensaba yo entre las paredes
de mi cuarto sombrío,
¿qué les importa a ustedes
que mi amada me niegue sus mercedes,
ni que yo tenga el corazón vacío?
Si mi vida vegeta en la tristeza
y el yugo del dolor ya no soporta,
caeré de referirlo en la simpleza
para que alguien me diga en su franqueza:
«¡¿si viera usted que a mí nada me importa?!»

No, de seguro, que antes
prefiero verme loco por tres días,
que imitar a ese eterno Jeremías
que se llama el señor de Cervantes.

Y convencido de esto,
ya que era conveniente y necesario,
borré el título puesto,
y buscando a mi lira otro pretexto
escrbí este otro título: «El santuario».

¡El santuario!… exclamé; pero y ¿qué cosa
puedo decir de nuevo sobre el caso,
cuando en cada volumen de poesías,
en versos unos malos y otros buenos,
sobre templos, santuarios y abadías?
Para entonar sobre esto mis cantares,
a más de que el asunto vale poco,
¿Qué entiendo yo de claustros ni de altares,
ni que sé yo de sacristán tampoco?

No, en la naturaleza
hay asuntos más dignos y mejores,
y más llenos de encantos y de belleza,
y que he de escribir, haré una pieza
que se llame: Los prados y las flores.

Hablaré de la incauta mariposa
que en incesante y atrevido vuelo,
ya abandona el cielo por la rosa;
ya abandona la rosa por el cielo,
del insecto pintado y sorprendente
que de esconderse entre las hierbas trata,
y de el ave inocente que lo mata,
lo cual prueba que no es tan inocente;
hablaré… pero y luego que haya hablado
sacando a luz el boquirrubio Febo,
me pregunto, señor, ¿qué habré ganado,
si al hacerlo no digo nada nuevo?…

Con que si esto tampoco es un asunto
digno de preocuparme una sola hora,
dejemos sus inútiles detalles,
ya que no hay ni un señor ni una señora
que no sepa muy bien lo que es la aurora
y lo que son las flores y los valles…
Coloquemos a un lado estas materias
que valen tan poco para el caso,
y pues esto se ofrece a cada paso
hablemos de la vida y sus miserias.

Empezaré diciendo desde luego,
que no hay virtud, creencias ni ilusiones;
que en criminal y estúpido sosiego
ya no late la fe en los corazones;
que el hombre imbécil, a la gloria ciego,
sólo piensa en el oro y los doblones,
y concluiré en estilo gemebundo:
¡Que haya un cadáver más qué importa al mundo!

Y me puse a escribir, y así en efecto,
lo hice en ciento cincuenta octavas reales,
cuyo único defecto,
como se ve por lo que dicho queda,
era que en vez de ser originales
no pasaba de un plagio de Espronceda.
Como era fuerza, las rompí en el acto
desesperado de mi triste suerte,
viendo por fin que en esto de poesía
no hay un solo argumento ni una idea
que no peque de fútil, o no sea
tan vieja como el pan de cada día.

En situación tan triste
y estando la hora ya tan avanzada,
¿qué hago, dije yo, para salvarme
de este grave y horrible compromiso,
cuando ningún asunto puede darme
ni siquiera un adarme
de novedad, de encanto, o de un hechizo?
¿Hablaré de la guerra y de la gente
que enardecida de las cumbres baja
desafiando al contrario frente a frente,
y habré de convertirme en un valiente,
yo que nunca he empuñado una navaja?
No, señor, aunque estudio medicina
y pertenezco a esa importante clase
que no hay pueblo y lugar en donde no pase
por ser la mas horrible y asesina,
aparte de que en esto hay poco cierto,
como lo prueba y mucho la experiencia,
yo, a lo menos hasta hoy, me hallo a cubierto
de que se alce la sombra de algún muerto
a turbar la quietud de mi conciencia.

Sobre los libros santos, se podría
con meditar y con plagiar un poco,
arreglar o escribir una poesía;
pero ni esto es muy fácil en un día
ni para hablar sobre esto estoy tampoco;
porque en fiestas como esta,
donde el saber está en su templo,
salir con el Diluvio, por ejemplo,
fuera casi querer aguar la fiesta;
y como yo no quiero que se diga
que he venido a tal cosa,
ya que en mi numen agotado me hallo
el asunto y el plan a que yo aspiro
rompo mi humilde cítara, me callo,
y con perdón de ustedes me retiro.

Hojas secas

I
Mañana que ya no puedan
encontrarse nuestros ojos,
y que vivamos ausentes,
muy lejos uno del otro,
que te hable de mí este libro
como de ti me habla todo.

II
Cada hoja es un recuerdo
tan triste como tierno
de que hubo sobre ese árbol
un cielo y un amor;
reunidas forman todas
el canto del invierno,
la estrofa de las nieves
y el himno del dolor.

III
Mañana a la misma hora
en que el sol te besó por vez primera,
sobre tu frente pura y hechicera
caerá otra vez el beso de la aurora;
pero ese beso que en aquel oriente
cayó sobre tu frente solo y frío,
mañana bajará dulce y ardiente,
porque el beso del sol sobre tu frente
bajará acompañado con el mío.

IV
En Dios le exiges a mi fe que crea,
y que le alce un altar dentro de mí.
¡Ah! ¡Si basta no más con que te vea
para que yo ame a Dios, creyendo en ti!

V
Si hay algún césped blando
cubierto de rocío
en donde siempre se alce
dormida alguna flor,
y en donde siempre puedas
hallar, dulce bien mío,
violetas y jazmines
muriéndose de amor;

yo quiero ser el césped
florido y matizado
donde se asienten, niña,
las huellas de tus pies;
yo quiero ser la brisa
tranquila de ese prado
para besar tus labios
y agonizar después.

Si hay algún pecho amante
que de ternura lleno
se agite y se estremezca
no más para el amor,
yo quiero ser, mi vida,
yo quiero ser el seno
donde tu frente inclines
para dormir mejor.

Yo quiero oír latiendo
tu pecho junto al mío,
yo quiero oír qué dicen
los dos en su latir,
y luego darte un beso
de ardiente desvarío,
y luego… arrodillarme
mirándote dormir.

VI
Las doce… ¡adiós…! Es fuerza que me vaya
y que te diga adiós…
Tu lámpara está ya por extinguirse,
y es necesario.
-Aún no-.
Las sombras son traidoras, y no quiero
que al asomar el sol,
se detengan sus rayos a la entrada
de nuestro corazón…
-Y, ¿qué importan las sombras cuando entre ellas
queda velando Dios?
-¿Dios? ¿Y qué puede Dios entre las sombras
al lado del amor?
-Cuando te duermas ¿me enviarás un beso?
-¡Y mi alma!
-¡Adiós…!
-¡Adiós…!

VII
Lo que siente el árbol seco
por el pájaro que cruza
cuando plegando las alas
baja hasta sus ramas mustias,
y con sus cantos alegra
las horas de su amargura;
lo que siente pro el día
la desolación nocturna
que en medio de sus angustias,
ve asomar con la mañana
de sus esperanzas una;
lo que sienten los sepulcros
por la mano buena y pura
que solamente obligada
por la piedad que la impulsa,
riega de flores y de hojas
la blanca lápida muda,
eso es al amarte mi alma
lo que siente por la tuya,
que has bajado hasta mi invierno,
que has surgido entre mi angustia
y que has regado de flores
la soledad de mi tumba.

Mi hojarasca son mis creencias,
mis tinieblas son la duda,
mi esperanza es el cadáver,
y el mundo mi sepultura…
Y como de entre esas hojas
jamás retoña ninguna;
como la duda es el cielo
de una noche siempre oscura,
y como la fe es un muerto
que no resucita nunca,
yo no puedo darte un nido
donde recojas tus plumas,
ni puedo darte un espacio
donde enciendas tu luz pura,
ni hacer que mi alma de muerto
palpite unida a la tuya;
pero si gozar contigo
no ha de ser posible nunca,
cuando estés triste, y en el alma
sientas alguna amargura,
yo te ayudaré a que llores,
yo te ayudaré a que sufras,
y te prestaré mis lágrimas
cuando se acaben las tuyas.

VIII
1
Aún más que con los labios
hablamos con los ojos;
con los labios hablamos de la tierra,
con los ojos del cielo y de nosotros.

2
Cuando volví a mi casa
de tanta dicha loco,
fue cuando comprendí muy lejos de ella
que no hay cosa más triste que estar solo.

3
Radiante de ventura,
frenético de gozo,
cogí una pluma, le escribí a mi madre,
y al escribirle se lo dije todo.

4
Después, a la fatiga
cediendo poco a poco,
me dormí y al dormirme sentí en sueños
que ella me daba un beso y mi madre otro.

5
¡Oh sueño, el de mi vida
más santo y más hermoso!
¡Qué dulce has de haber sido cuando aun muerto
gozo con tu recuerdo de este modo!

IX
Cuando yo comprendí que te quería
con toda la lealtad de mi corazón,
fue aquella noche en que al abrirme tu alma
miré hasta su interior.
Rotas estaban tus virgíneas alas
que ocultaba en sus pliegues un crespón
y un ángel enlutado cerca de ellas
lloraba como yo.
Otro tal vez, te hubiera aborrecido
delante de aquel cuadro aterrador;
pero yo no miré en aquel instante
más que mi corazón;
y te quise tal vez por tus tinieblas,
y te adoré, tal vez, por tu dolor,
¡que es muy bello poder decir que el alma
ha servido de sol…!

X
Las lágrimas del niño
la madre enjuga,
las lágrimas del hombre
las seca la mujer…
¡Qué tristes las que brotan
y bajan por la arruga,
del hombre que está solo,
del hijo que está ausente,
del ser abandonado
que llora y que no siente
ni el beso de la cuna,
ni el beso del placer!

XI
¡Cómo quieres que tan pronto
olvide el mal que me has hecho,
si cuando me toco el pecho
la herida me duele más!
Entre el perdón y el olvido
hay una distancia inmensa;
yo perdonaré la ofensa;
pero olvidarla… ¡jamás!

XII
¡Ah, gloria! ¡De qué me sirve
tu laurel mágico y santo,
cuando ella no enjuga el llanto
que estoy vertiendo sobre él!
¡De qué me sirve el reflejo
de tu soñada corona!
¡cuando ella no me perdona
ni en nombre de ese laurel!

XIII
La que a la luz de sus ojos
despertó mi pensamiento,
la que al amor de su acento
encendió en mí la pasión;
muerta para el mundo entero
y aun para ella misma muerta,
solamente está despierta
dentro de mi corazón.

XIV
El cielo muy negro, y como un velo
lo envuelve en su crespón la oscuridad;
con una sombra más sobre ese cielo
el rayo puede desatar su vuelo
y la nube cambiarse en tempestad.

XV
Oye, ven a ver las naves,
están vestidas de luto,
y en vez de las golondrinas
están graznando los búhos. . .
El órgano está callado,
el templo solo y oscuro,
sobre el altar… ¿y la virgen
por qué tiene el rostro oculto?
¿Ves?… en aquellas paredes
están cavando un sepulcro,
y parece como que alguien
solloza allí, junto al muro.
¿Por qué me miras y tiemblas?
¿Por qué tienes tanto susto?
¿Tú sabes quién es el muerto?
¿Tú sabes quién fue el verdugo?

La brisa

Aliento de la mañana
que vas robando en tu vuelo
la esencia pura y temprana
que la violeta lozana
despide en vapor al cielo.

Dime, soplo de la aurora,
brisa inconstante y ligera,
¿vas por ventura a esta hora
al valle que te enamora
y que gimiendo te espera?

¿O vas acaso a los nidos
de los jilgueros cantores
que en la espesura escondidos
te aguardan medio adormidos
sobre sus lechos de flores?

¿O vas anunciando acaso,
sopla del alba naciente,
al murmurar de tu paso,
que el muerto sol del ocaso
se alza un niño en Oriente?

Recoge tus leves alas,
brisa pura del Estío,
que los perfumes que exhalas
vas robando entre las galas
de las violetas del río.

Detén tu fugaz carrera
sobre las risueñas flores
de la loma y la pradera,
y ve a despertar ligera
al ángel de mis amores.

Y dile, brisa aromada,
con tu murmullo sonoro,
que ella es mi ilusión dorada,
y que en mi pecho grabada
como a mi vida la adoro.

La felicidad

Un cielo azul de estrellas
brillando en la inmensidad;
un pájaro enamorado
cantando en el florestal;
por ambiente los aromas
del jardín y el azahar;
junto a nosotros el agua
brotando del manantial
nuestros corazones cerca,
nuestros labios mucho más,
tú levantándote al cielo
y yo siguiéndote allá,
ese es el amor mi vida,
¡Esa es la felicidad!…

Cruza con las mismas alas
los mundos de lo ideal;
apurar todos los goces,
y todo el bien apurar;
de lo sueños y la dicha
volver a la realidad,
despertando entre las flores
de un césped primaveral;
los dos mirándonos mucho,
los dos besándonos más,
ese es el amor, mi vida,
¡Esa es la felicidad…!

LA RAMERA

A mi querido amigo Manuel Roa

Humanidad pigmea,
tú que proclamas la verdad y el Cristo,
mintiendo caridad en cada idea:
tú que, de orgullo el corazón beodo,
por mirar a la altura
te olvidas de que marchas sobre lodo:
tu que diciendo hermano,
escupes al gintano y al mendigo
porque son un mendigo y un gitano.
Ahí está esa mujer que gime y sufre
con el dolor inmenso con que gimen
los que cruzan sin fe por la existencia;
escúpela también… ¡anda!… ¡no importa
que tú hayas sido quien la hundió en el crimen
que tú hayas sido quien mató su creencia!

¡Pobre mujer, que abandonada y sola
sobre el oscuro y negro precipicio,
en lugar de una mano que la salve
siente una mano que la impele al vicio;
y que al bajar en su redor los ojos
y a través de las sombras que la ocultan
no encuentra más que seres que la miran
y que burlando su dolor la insultan!

Y antes era una flor… una azucena
rica de galas y de esencias rica,
llena de aromas y de encantos llena;
era una flor hermosa
que envidiaban las aves y las flores,
y tan bella y tan pura
como es pura la nieve del armiño,
como es pura la flor de los amores,
como es puro el corazón del niño.

Las brisas le brindaban con sus besos,
y con sus tibias perlas el rocío,
y el bosque con sus álamos espesos,
y con su arena y su corriente el río;
y amada por las sombras en la noche,
y amada por la luz en la mañana,
vegetaba magnífica y lozana,
tendiendo al aire su purpúreo broche;
pero una vez el soplo del invierno
en su furia maldita,
pasó sobre ella y le arrancó sus hojas,
pasó sobre ella y la dejó marchita;
y al contemplar sin galas
su cálice antes de perfumes lleno,
la arrebató impaciente entre sus alas
y fue a hundirla cadáver en el cieno.

¡Filósofo mentido!…
¡Apóstol miserable de una idea
que tu cerebro vil no ha comprendido!
Tú que la ves que gime y que solloza,
y burlas su sollozo y su gemido…
¿Qué hiciste de aquel ángel
que amoroso y sonriente
formó de tu niñez el dulce encanto!
¿Qué hiciste de aquel ángel de otros días,
que lloraba contigo si llorabas
y gozaba contigo si reías…?
¡Te acuerdas!… Lo arrancaste de la nube
donde flotaba vaporoso y bello,
y arrojándola al hambre,
sin ver su angustia ni su amor siquiera,
le convertiste de camelia en lodo:
¡le transformaste de ángel en ramera!

¡Maldito tú que pasas
junto a las frescas rosas,
y que sus galas sin piedad les quitas!
¡Maldito tú que sin piedad las hieres,
y luego las insultas por marchitas!
¡Pobre mujer!… ¡Juguete miserable
de su verdugo mismo!…
Víctima condenada
a vegetar sumida en un abismo
más negro que el abismo de la nada
y a no escuchar más eco en sus dolores,
que el eco de la horrible carcajada
con que el hombre le paga sus amores.

¡Pobre mujer, a la que el hombre niega
el derecho sublime
de llamar hijo a su hijo!
¡Pobre mujer que de rubor se cubre
cuando escucha que le grita madre!
¡Y que quiere besarle, y se detiene,
porque sabe que un beso de sus besos
se convierte en borrón donde lo imprime!

Deja ya de llorar, pobre criatura,
que si del mundo en la escabrosa senda,
caminas entre fango y amargura,
sin encontrar un ser que te comprenda,
en el cielo los ángeles te miran,
te compadecen, te aman,
y lloran con el llanto lastimero
que tus ojos bellísimos derraman.

¡Y que se burle el hombre, y que se ría!
¡Y que te llame harapo y te desprecie!
Déjale tu reír, y que te insulte,
que ha de llegar el día
en que la gota cristalina y pura
se desprenda del lodo
para elevarse nube hasta la altura.

Y entonces en lugar de un anatema,
en lugar de un desprecio,
escucharás al Cristo del Calvario,
que añadiendo tu pena
a tus lágrimas tristes en abono
te dirá como ha tiempo a Magdalena:
Levántate, mujer, yo te perdono.

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Autor

Donaciano Bueno Diez
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