Rosa Cruchaga De Walker

Rosa Cruchaga De Walker

Nací en 1931, en Santiago, en un punto equidistante entre la Biblioteca Nacional, el templo San Francisco, las tiendas y el cerro. Estas vecindades podrían simbolizar las sicologías de mis padres. Tan diferentes como bien conciliadas entre sí. Mi padre era un lector fervoroso, mi madre una jovial trabajadora. Mis hermanas —mayores que yo— me aventajaban en muchos aspectos y virtudes. Mi nacimiento en este valle de lágrimas fue acogido con humor y amor por parte de mis parientes. Mi niñez la recuerdo deambulando sola por la enorme casa sin hallar qué hacer. No tenía afición por la costura ni por nada que supusiera destreza manual. (Aunque no por eso pudo decirse que tuviese aptitudes matemáticas o filosóficas). Desde chica me apasionaban los versos y los leía y saboreaba y fabricaba —clandestinamente— teniendo como único cómplice al papá. El se cercioraba, primero, de que estábamos solos. Luego cerraba la puerta y echaba a correr el grifo de agua, pues él solía afeitarse mientras declamaba. El papá acostumbraba repetirnos: "Debemos dar hasta que duela", "Sólo tenemos aquello que hemos dado". El cumplía al dedillo estos lemas suyos. Llegó al extremo de endosar el cheque de su sueldo un primero de mes, para un amigo suyo que estaba cesante, y que tenía más hijos que él. Cuando mi padre murió el comercio del barrio bajó las cortinas, y sólo reatendió al público al día siguiente: de vuelta de su entierro. Recuerdo que agazapada tras las persianas, vi desfilar en su cortejo docenas de mendigos que él favorecía, y que ahora lo acompañaban detrás de los lentos y suntuosos coches del Gobierno o de los diplomáticos. Leer más...

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