AL SOL QUE MÁS CALIENTA (Mi poema)
Flor Defelippe (Mi poeta sugerido)

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MI POEMA… de medio pelo

 

Al sol que más calienta me dijeron,
tú ponte siempre al sol que más calienta,
lo mismo hace la sal con la pimienta,
los rotos con el hilo se cosieron,
la luz que con el sol la luna inventa.

Yo, ingenuo, nunca supe qué decían
de modo que en la playa me tostaba
y allí cuanto más sol, crema me daba
mirando al ver las olas se fundían,
al tiempo que mi cuerpo más se ajaba.

Y un día cuando menos lo pensaba
las llagas ya llegaban al cogote,
pudiendo descubrir que yo era un zote,
debiendo investigar como curaba
poniendo a mi existencia en estrambote.

Cuando alguien que te anima dé consejos
nunca hasta el pie la letra has de tomar,
mejor será que empieces a pensar,
consulta, no seas burro, con los viejos
y evita que lo debas lamentar.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO:  Flor Defelippe

Bombuchas

Trepo el tiempo
como una tarántula
la casa, el barro
tantas cosas detrás.
Las hamacas, los postes de luz
el sauce cortado
el ruido a bombuchas
la palabra c a r n a v a l…
Miro por fracciones
algunas fotos
idealizando muertos.
Lo que no está se vuelve sublime
y lo que está,
se pudre.

Nunca supe cómo cruzar el terreno baldío

Nunca supe cómo cruzar el terreno baldío
ni atravesar en skate las calles de tierra
ni hacer chistes visionarios y precisos
pero me trepaba a los árboles
y a los postes de luz
con la habilidad de un chimpancé.
Podía ver, entonces, la proyección diminuta de:

la casa los primos el lomo de un perro

el viento allá arriba era otro y el silencio
me pertenecía como
pocas cosas pueden pertenecer en la vida.

Después estaba el vértigo, y ese mareo
de hamacas
cuando se arrojan las piernas
como serpentinas al cielo
en un primer instinto de supervivencia.

Más que objetos que desaparecen en el aire

Estoy cansada y quiero un café
O algo que me fuerce a resistir.

Empiezo un cuaderno escribiendo
este poema y
ya no importa el tamaño de las cosas
ni los límites
que las desbordan.

Ahora
que las hojas se derrumban
y su perfume entra en el viento que las agita
entiendo que no pertenezco a este lugar
ni a ningún otro
que me despida amablemente.

Cuando era chica miraba
por la ventanilla el reflejo
de los árboles deformarse
hasta perderse para siempre

Un auto dobla la esquina y
por la ventana vuela la mano sola
de un niño
que no puede acariciar más que objetos
que desaparecen en el aire.

La orilla

Se disuelve la resaca de los días
a la luz del sol
duplicada en el oleaje.
Arriba, en el puente, los rayos, las bicicletas,
sus cortes limpios y su proyección
en el agua iluminada.

Un pez irrumpe el reflejo:
lleva a Urano en su ojo izquierdo,
el planeta que habito.
La imagen devuelve
una versión distorsionada de nosotros, donde
yo soy el pez
y viceversa.

Del otro lado de la orilla hay libros, amigos,
gente que conocí ayer y que ahora
se desenvuelve con temeraria hermandad.
No entienden que mi cuerpo quedó ahí,
en un planeta lejano, el ojo grisáceo de un pez
y puedo volver al sol y a su luz cálida
como un niño débil y enfermo
que ha dejado escapar
su única idea posible del mundo.

La vida tranquila

Poco llega de las fotos o su brillo real
sobre la mesa desprolijas parecen
parte de otro mundo, otra familia desprevenida
arrugando las caras por el sol.
Completamos de memoria algunos hechos
sin saber si fueron ciertos o nos inventamos esos años
cuando corríamos al mar, los padres en la orilla
gritando que no: la familia atada al cuello
como un tirón de cuerda ante el impulso de un cachorro
la voz, un látigo, un vuelo de pájaro
que pierde fuerza poco antes de llegar.
Corremos con los pies hundidos, dejamos huellas del tamaño
de una cucharada en la arena, respondemos
al efecto de la tracción, mientras manos dóciles
nos alimentan, nos abrigan, desenredan
las hebras gruesas de pelo mojado, con silencio y paciencia
entre toallas secas. Pienso en cómo haré
para regresar a la calma
propia del nido, cómo haré con esta furia
que viene desde el mar:
sería separar a dos amantes
que eligieron mal el tiempo de su amor.
Mientras tanto los padres están ahí
en la parte tibia de la foto
se resguardan en la casa, los hijos, la vida tranquila
dejan al curso de las cosas hacer
lo que tiene que hacer
sin preguntarse quiénes eran ellos antes
de conformar esta unidad
antes de ser los padres, quiénes eran
a qué otra cosa quisieron con el fervor
de lo que no se puede abandonar.

Un mecanismo de supervivencia

Una banda narco cayó hoy: escondía cocaína
en ositos de peluche, ahora destrozados
sobre una mesa, el algodón saliendo a borbotones
de la cabeza arrancada del animal y los ojos,
dos caramelos negros y duros
brillando en la oscuridad.
Al costado, la pared y la luz fluorescente, las espaldas
desnudas de los narcos, cubierta la cabeza
con su propia ropa, como si no fuera
humana sino de vaca o de león cansado. Afuera de la casa
la mañana permanece y es la hora en la que todo
está por suceder. Vivo al lado de una escuela
parecida a la escuela a la que fui y parecida
a la que irán mis hijas y mis hijos y los hijos
y las hijas de mis hijos y mis hijas. Mi cuerpo
ya muestra la señal del descontento
que habita en todos los cuerpos: las manos
algo ásperas, los brazos cansados
las comisuras y sus líneas suaves:
un camino trazado sobre el que ya
no es posible regresar y las cosas
que simplemente abandoné y dejaron
de ser mías para siempre. Un tender, el balde,
las macetas vacías y apiladas
desde el principio de los tiempos, van
tomando forma, fijando
un mecanismo de supervivencia.
No sucede mucho más: anuncian un decreto, picadas
mortales, cada vez más parejas se separan
entre los 35 y los 40, una edad que tendré
en poco tiempo y aún así nada puede retrasar el lunes,
las hojas barridas prolijamente a un costado de la calle, el sol que roza
un fragmento de pared y forma un cuadrado blanco
que se vuelve claro, cada vez
más claro hasta borrarse por completo.

Los días que pasamos encendiendo el fuego

Al principio era el río esa forma, el ritmo marcando
una dirección, el arrullo lento de las olas, lenguas
de agua dulce lamiendo nuestra orilla.

Los días inmersos en la calma irrevocable
no se distinguían de las noches y el sol
podía ser también la luna clara o roja o apenas
un gajito de luz débil en el cielo
surcado por su franja amontonada de estrellas.

Había más:
el silencio de la siesta, el aroma
de los eucaliptus, sus hojas crujientes y el grito
de la calandria partiendo en dos la tarde.

Veníamos cuidando de las cosas pequeñas del hogar
como el fuego que encendimos y creímos controlar y sin embargo
fue creciendo por dentro y fuera de nosotros. Hicimos todo
con el amor de quien hace las cosas para siempre, porque no hay
muerte en la naturaleza y lo que el fuego
se llevó sigue su curso, como las raíces irrumpen
abriéndose paso entre la tierra o la última respiración de un pájaro
que sigue latiendo en la palma de mi mano.

Antes de partir abrasé los días que pasamos
encendiendo el fuego, esos días
que seguramente compusieron
la trama más feliz que conocimos:
ya no habría más
días como aquéllos.
Luego cayó el tiempo sobre el cuerpo:
una gota que deforma la superficie de la roca y destruye
todo lo que había de roca en ella. Fueron
lentamente removidas nuestras huellas y
las cosas que hasta entonces nos rodeaban se fueron clausurando
detrás del candado y de la puerta verde de la casa.

Los objetos

Hablamos y giramos
las cabezas en la almohada
la planta del pie en el frío y el frío
en cada rincón de la casa

miramos la ventana abierta, pensamos si será
ese punto de fuga en el cielo
lo único real entre nosotros

hacemos el amor
con movimientos blancos y pausados
crecemos valientes un instante y podríamos ir ahora:
decir al mundo sobre el miedo, esa mentira.

Pero ahí nos quedamos
contemplamos el espacio
ocupado poco a poco por la oscuridad,
las manchas negras, los objetos
que olvidamos y se cubren
abandonados al descuido.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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