LA CALLADA POR RESPUESTA [Mi poema]
Carmen Díaz Margarit [Poeta sugerido]

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MI POEMA …de medio pelo

 

Tengo un tiempo con forma de naranja
que divido al azar sólo en tres gajos.
Pasado, que me importa tres carajos,
futuro que no está, que es esa franja
de un ciclo tan incierto y sin atajos,
sólo el hoy anda exento de yerbajos.

Del tiempo que voló todo se sabe
salvo aquel que se ha echado ya al olvido;
se fue sin darnos cuenta y se ha perdido,
no puede ya volver y eso es muy grave,
el tiempo en que yo fui ¿por qué se ha ido?
Quizás en el nacer está la clave.

Pasado, ese presente sin futuro,
que se ha quedado inerte, congelado.
¿Futuro? No me digas. No ha llegado.
Ni puedo adivinar, que está muy oscuro.
Presente es lo mejor. Me fumo un puro.
Aquí me las den todas. Ya es pasado.

De todo lo que apoya esta aventura
no es preciso apropiarse de una encuesta.
Que he llamado al azar y no contesta.
Tampoco lo ha resuelto ningún cura,
no existe la tirita a tal sutura
y hasta Dios da callada por respuesta.
©Donaciano Bueno

Realmente solo el #presente se ha de tener en cuenta? Share on X

MI POETA SUGERIDO:  Carmen Díaz Margarit

De «Gacelas de la selva alucinada» 1991

Gacela de la amistad

La amistad es una ráfaga de peces luminosos,
y te arrastra
hacia un océano feliz de mariposas.

La amistad es un plañir de campanas
que invocan el aroma de los cuerpos
en un jardín amanecido de heliotropos.

Gacela de la caricia

Una duda infiel.
Un torbellino verde.
Un centímetro de ternura.
Un peligro vacío de palabras.
Un instante de cielo atropellado.
Un cerezo en las hebras del olvido.
Un arrullo, un roce de segundos…

Gacela de la cueva rumorosa

No conozco cueva alguna
que tengas más recovecos
ni más ciervos, ni más hadas
que la tuya, amor mío,
que la mía.

Gacela de la mano tibia

Bruma o cielo blanco en la noche.

En los párpados velados
todo era nácar, luz, cristal nimbado.
La mano, mariposa infantil, ardió silente.

Gacela de la muerte

La piedra intacta
se yergue en nudo negro de grasa y sangre.

Los ojos, roedores de tinieblas,
viven al fondo de un pozo iluminado.

Marionetas y naranjas
se deslizan por tumbas sin sonido.

No hay cielo que resista el rayo y el incendio,
y los muertos duermen ajenos a sí mismos.

(El amor de los ataúdes tiene márgenes sensibles
y flores violentas.)

En los arrecifes duermen los nenúfares, Señor,
y los muertos se creen culpables.

Se ofician funerales en la línea de los tejados,
y desde el cielo canta un tigre del color del olvido.

Gacela de la vida

Una lámpara tenue en la penumbra
un minuto olvidado de los dioses
un sueldo miserable a las palomas
una yegua de lluvia enloquecida
una oreja de toro ensangrentada
un manojo de truenos tartamudos
y un puñado de deudas a la luna.

Gacela del niño malva

Una serpiente blanca entre los labios.
Los ojos -charcas firmes de morfina-
miran sin alas a Thánatos.

Un niño muerto es una metáfora malva.

Gacela entregada

Tu risa es una desbandada de aves azules.

Tu cuerpo es la selva del universo,
y en tu vientre duerme un pájaro blanco.
Por tu espalda está bajando
una bandada tierna de palomas.

Eres todo de espuma
como los niños muertos a las orillas del mar.

Te pertenezco tanto
que en mi pecho tu ausencia es sólo herida.

Gacela visionaria

Yo he sabido esconder musgo en el muelle.
Vosotros no conoceréis nunca
cómo crece la mágica piel de la madera.

Yo he visto llover a muertos
sobre los muelles,
y bajo los botes acurrucarse la angustia como
leopardos.

Cuando las rejas espiaban la madera
y la bóveda del cielo era un túnel,
yo he hecho un fuego de astillas con la noche
cerrada.

De «Perfil de sirenas» 1994

Autosirena

El plural del abanico
se resolvió en un único destino.

Resolví la leyenda de mi infancia
con una forma ajena y humana,
y a mis mayores debo mi amargura milenaria.

Nunca vieron turistas mis pestañas.

Con almendras fabrico pingüinos, collares.
Mis libros son atletas
y mi palabra antigua como la seda.

En un ataúd blanco
escondo una niña que es un arpa,
y tengo tanta sed de amor
que se estremecen cerezas
en los seres más extraños.

Mi alergia al espacio
y mi manicura siniestra
son la curiosidad de mi magia.
Me mantuve siempre libre
de la ternura azul de los leopardos.

Amé todas las entrañas marinas,
amé incluso seres fatuos
por si alguien tachaba de inmóviles mis pestañas.

Desde entonces, un arpa da sombra a los senos en mayo.

Sirena de la selva

El agua inundó la selva alucinada
y crecieron escamas en las yeguas.

El paraíso anida hoy en nucas y barcas celestes.

Pregúntale ahora a los brazos de los pájaros dormidos
si el amor existe.
Hoy quiero declararte mi amor.

Murmullos de sirena sólo se escuchan cuando tu cuello se
abandona en mi hombro.

Sólo tu ausencia es triste como los lagartos.

Sólo quien te haya amado puede sentir
porque sólo tu pérdida es inmensa como el océano del dolor.

Pregúntale a la risa de los nardos si existe la alegría.
Dirán que la alegría sólo la conocieron en tu pecho
desvalido, dulce y tremendo.

Yo te amo,
Y ese amor se engendró en mi garganta.
Tu amor es tempestad que estira de un barco
hacia la inmensidad,
pero también seguro, como el alivio del cielo.

Eres como un pirata perdido en una selva de agua
y tus párpados sólo son ternura.

Tu voz suave es melodía de espaldas amarillas
y de axilas que laten como rosas antiguas.

Encántame.
Cuéntame un cuento de lunares salvajes,
y de Sevilla y Málaga entre rejas.

De «Orlando o el desconcierto de las alondras»

«Le picó un enjambre de víboras
Cada una más venenosa que la anterior…
Pero Orlando se quedó inmóvil».
Orlando, Virginia Woolf

Introito

Orlando, hay miedo, miedo en las criaturas y en los cuerpos.
Cruzan los pies de hueso el paisaje de doscientos ahogados.

A los niños les crecen las rodillas
en los estanques de mármol,
Y por las noches huyen de las culebras en las corrientes
donde se hunden todas las tristezas.

Hay miedo, miedo en las criaturas y en los cuerpos.
Sobre el océano habitan la lluvia y el petróleo.

La desnudez humana se aleja de la playa anclada en la muerte-
De pie en la popa los blancos esnifan lunas como sonámbulos,
a babor se arrastran mulatas secretas como ciudades.

Las lágrimas no brillan en los tobillos ni en las fronteras.

Los ancianos son tan invisibles
que no se ven ni en los espejos del agua,
y si los edificios fueran cipreses
la soledad sería un arroyo contra el cielo.

Hay miedo, miedo en las criaturas y en los cuerpos.
Se alquilan novias, pestañas y culebras desconcertadas.

El veneno se vende en forma de poema,
de liguero, de fruta, de pájaro, en calles solitarias de domingo.

Orlando,
¿sabrías decir qué mérito tiene
que el mar sea tan libre sin saberlo?
El mismo que el bostezo que te envían
los labios amarillos del ser más tirano.

Dime si es azufre lo que brilla en tus dientes,
dime quién es, quién eres.

¿Dónde van a expirar los gemidos de tu pecho tan rígido?

Dime si tu bostezo es interminable
como el alma del hierro que sólo quiere
herir el pétalo del alba.

¿Hacia dónde se alarga, Orlando, la persecución sin sonido?

Dime si no te asfixia el dolor en tus labios,
y a quién bostezarás cuando la tempestad
te arranque de cuajo el incienso de tu vientre.

¿Adónde volará la luz que hoy ilumina tu secreto?

Dime, ¿adónde,
adónde buscará cobijo el relámpago
que abriga el desmayo de los labios del pez desnudo?
Dime qué cicatriz de amor temblará en el deseo,
si los amantes nunca sintieron el pecho junto al pecho.
¿Hacia dónde, Orlando, vagará la cadencia
de tu bostezo larguísimo?

Dime si acaso existen los cuerpos
porque la carne sólo siente la cintura de la tierra.
Dime, si es que puedes,
¿adónde irá a latir el engaño de la piel indivisible?

¿En dónde morirá la única verdad,
la esperanza de los dientes,
y esa nuca que interrumpe el amor sin saberlo?

Orlando, te traigo en la melena
de algas larguísimas como sirenas
las alas que olvidó Perséfone.
Nadie sabe por qué se ciegan sus ojos cuando te mira.
Quizá sólo sea la mentira efímera del amor.
Cuéntame ahora, si puedes, Orlando,
los daños de la guerra en su piel anónima,
y quiénes temblarán en los árboles mañana como lágrimas.

De su laberinto, del musgo y de la playa
nadie recuerda la luz.
Se marchó volando con su cuerpo a cuestas
y te abandonó borracho de placer sobre las olas.

Nada existe en la carne,
sino la miseria y el hambre.
Nada existe en Europa
si no fuese la flauta que te dejó Perséfone,
para que difundieras por la Rosa de los Vientos
el engaño más tierno.

Del corazón que bebió en sus labios
no queda en el mundo nada más
que el reflejo ambiguo de los espejos.

Y en la vida humana todo es codicia.

II. Cuando Orlando nació mujer

En el libro segundo del Génesis, Orlando
tenía condición femenina y salvaje,
forma de mujer y de cabra.

A Orlando la encontraron
en un nido de sangre negra.
Sus alas pegadas en el barro.
Su frente, en la ballesta, inmóvil.

(Un pez vive en eterna penumbra bajo el agua.)

Orlando aprendió a ser serpiente marina,
bestia codiciosa de la materia.

Buscó como alimaña en la tristeza
ignorando su sombra de color y ombligo.

Se mojan las escamas de la piel negra
dentro de un manantial de claridades.

Orlando abandonó ayer la ciénaga.

No podría negar el membrillo de tu voz.
La niña que olvidé navega
en el seno de cristal azul marino,
y en todos los tejados de esta ciudad sin duendes.

No he visto descender por tu espalda
las naranjas azules del amor
ni la cereza amarilla del olvido.

Que el vientre de granada cubra año tras año mi cintura
cada cinco de mayo en primavera.

La voz de Orlando,
entre todos los instrumentos de viento,
elevará la sangre blanca que ya no existe.

Su frente delicada,
y su lengua que lamió los ataúdes de Burundi.

Alada se ahogó en laguna blanquecina de la infancia,
incólume pasión de agua.

Ya ya te sabía hábil carne de estaño
como suave espasmo de rosa.

El reloj y el arpa cotidiana te esperan
cada noche,
y la muerte.

En enero de 1932,
Orlando nació gitana.
Galante, toda una reina.

Águila bellísima en la espesura,
en el lago oscuro de su cabello.

Una mirada tan negra que hasta la noche la temía.
negra la piel, negros los ojos,
negra pasión de la España negra.

Bravura del toro en su amanecida.

El corazón de acero iba a cantarle la zarzamora.

Hay un incendio en el aire,
cuando sólo la tierra se retuerce por su bravura.

No te acerques. Tus ojos.
son tan duras las llagas de la víbora,
las escamas de los besos inertes.

El miedo de las fieras
siento
si te aproximas.

Por favor, no te acerques.
Es tan fría la sonrisa que resplandece.
Aquel dolor antiguo de cuando me perdía en tu talle,
el que ya casi no puedo atreverme a decir,
por la desolación después en una vida lejos del mar.

No te acerques. Tus ojos.
Por favor, no te acerques.

III. Y cuando Orlando nació…

Porque los ángeles no están permitidos
el ángel nacerá con el pecho mutilado.

Conseguirá la alquimia del hombre
en una rosa negra.
Volverá desnudo y sin alas.

Orlando olvidó la plenitud de la luz,
el desconcierto de la alondra.

(Se quemas criaturas inocentes
en la luna menguante que crece en los delfines.)

Si me resisto a la muerte
es porque el dolor se confunde
con el poema que nunca escribiré.
Ardiente vocación la del náufrago.

Llegué a la villa de Madrid en 1504,
en un globo de mi amigo Ariosto.

Nunca conocí bien el destino.
Me engañó una hembra verde claro de tules,
que me vendió como nenúfar en el mercado de Abastos.

No he sido nunca caballero
ni he tenido rango
pero lamento la masacre de los Balcanes.
(Y también la de indios y kurdos.)
Violaciones y soledad para los muertos.

No soporto el incendio de tus ojos, Orlando.

Con el calor del mes de julio el asfalto se hincha
y las dominicanas bailan con las sogas al cuello en Aravaca.

Madrid está tan triste
que hasta se ha suicidado un murciélago blanco.

(Si hubiese tenido el color amarillo de juan ramón
para besarte,
no me habrías dejado.)

Madrid entra por las venas,
como las jeringuillas del estío.

Madrid soy yo, Orlando,
una calavera cubierta de gusanos.

Sobre el asfalto negro se estremecen ilustres
los pocos jilgueros que quedan del invierno.

El lamento de los seres consumidos
por la heroína y los ácidos.
El vacío de las cuencas submarinas y el caballo.

Madrid es un asesino,

Una calavera cubierta de gusanos.

La calavera es la de un caballo árabe,
que espera un concierto imposible de vihuela.
O de violines largos.

El negro que vende tabaco
en la esquina del metro o del desierto
nació en un país donde las niñas mueren ahogadas
si nacen en cualquier mes del año.

Nací con el deseo de perderme
en este cuadrilátero de lobos y semáforos.

Me pierdo en la geografía de tu cuerpo, Orlando.
(El mundo es canalla como los buitres leonados del Duratón.)

En el Líbano mueren judíos israelitas.
(La ayuda humanitaria es secuestrada en Kosovo.)

Si fuiste Madrid, Europa o Mesalina,
o quizá un sueño de paz en Oriente Medio,
todo me resultó tan insólito como el abrazo torpe de la nieve.

El oráculo de Hermes ha descifrado
en esta mañana de septiembre
unas escrituras egipcias.

Pero del humo nadie recuerda nada,
pero la ceniza nadie la reconoce
en el aire de las basílicas otomanas
ni en el de la catedrales góticas.

Pero el humo de los niños asesinados por el cólera,
la desnutrición y la maldad nadie lo recuerda.

Pero la ceniza de la carne calcinada por la guerra,
La injusticia y la tortura nadie la recuerda.

Un hombre de color llega sin alas
a la meta del hambre y de la muerte.
Es un ángel desnudo que desafía
La velocidad de las balas.
Selva de África para turistas boquiabiertos.
Dos niños, nenúfares de tres años,
parece que duermen en la selva del desierto.
Un hacha les ofrendó la eternidad del sueño.

Una mujer, sentada en su trono de polvo,
ofrece su pecho a un niño hinchado de metralla.
Todo muy europeo.

Burundi es un cementerio vivo
de ángeles mutilados,
de cadáveres de color amatista

Dionisos le quitó a Orlando
las riendas del carro de los vientos,
por eso Orlando no cuenta fábulas en el mes de julio.

En Asia, no hay violetas ni álamos de primavera.
Sólo una mujer que ofrece su niña
de once años a los corsarios,
a la orilla del mar,
a cambio de trigo y agua.

Que no quede el rostro de la miseria.

(Las montañas cantan como un órgano de ojos acuchillados.)

El pensamiento del amor recorría
huesos y libélulas doradas.

La claridad tejía las sombras
de los hombres y sus lanzas.

Orlando llevó a Europa
las trenzas ahogadas de todas las niñas yugoslavas.

Niñas violadas, mujeres malvas y violetas.

Orlando en agosto viajó a Etiopía.
Era 1986 y la mentira azul.

Una mujer delgada moría de cáncer,
del mal que desfallecen los nenúfares
que viven con los labios en el polvo de la tierra.

La mujer esquelética
yacía en su nido que no devora rosas
ni lunas descendiendo.

Niños de dos y tres años miraban con un pez en el hombro.

La madre,
desahuciada de sus pobres túnicas blancas.

Los humanos corrían como aves de colores,
Levantaban un polvo celeste que inundaba la noche
Como si hubiese un mar de nubes acuáticas.

(En 1996,
ganaron medallas como alondras amarillas en Atlanta.)

La voz de un ángel.
Una voz infantil con el hueso dulce de una mujer
y la savia incendiada de un hombre.

El timbre que pudiera acercarse a la leyenda de Orlando.
Al umbral del Barroco.
De la fragilidad.

El año del despertar en la Europa del s. XVII.
Los grandiosos carruajes.
Los lujosos vestidos.

Pobres desgastados como látigos,
cuyas voces sublimes se elevaban
hacia la perfección inalcanzable.
Mudos y ciegos,
olvidados de sí mismos.

Su cuerpo no podía acceder a la plenitud de los hombres.

Orlando disfrutó de su voz prodigiosa,
pero no de mujer
ni del hombre y su vileza.

Orlando castró a su hermano.

Indolente en la corte de Felipe II,
consela su melancolía
en los furiosos brazos de Mesalina.

Orlando y una voz única y humana.
Envuelto en una armonía universal sin sexo,
en la que hemos oído la voz de Dios
o el eco de un ser mítico que nos acongoja
con su grito frágil hacia lo inefable.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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