UN NIÑO JUGANDO A SER POETA [Mi poema]
María Elvira Lacaci [Poeta sugerido]

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MI POEMA… de medio pelo

 

Yo era un niño jugando a ser poeta
luego quiso el destino que cambiara
y al arte de vivir que me empleara
y en ello ya he perdido la chaveta.

Y hoy que lejos se atisba la peseta,
desde el día en que un viento de relente
me pidiera que fuera su asistente
logrando despeñarme a la cuneta

me siento reflejado en el espejo
haciéndole un aparte hacia mi ombligo,
sentado a meditar sólo conmigo,
y no me encuentro a gusto en su reflejo.

Y al borde de este tiempo en el ocaso
me vuelto a retornar a mis inicios,
haciendo buen acopio a antiguos vicios
y al tiempo en que me encuentro, que es escaso.

Y es que amores precoces nunca acaban,
que ocultos permanecen en su grieta,
-yo era un niño jugando a ser poeta-
matando al corazón al que socavan.
©donaciano bueno

MI POETA SUGERIDO:  María Elvira Lacaci

Con tacones altos

Y yo llevaba un gorro
muy moderno. Parecía
una extraña cazuela.
Unos tacones leves y muy altos.
Un abrigo atrevido.
Unos guantes y un bolso de color avellana.
Los labios y los ojos pintarrajeados.
No debía de ir mal.
Las mujeres
volvían la cabeza
para mirar la hechura del abrigo.
Los hombres…

Pero yo,
bajo la piel y aquella vestidura de comparsa,
llevaba otro ropaje de un tejido muy denso. Era de angustia.

Y añoré
mi pelo suelto, mis zapatos bajos,
mi abrigo deportivo,
mi tez morena, solamente el agua.

Tú me veías, Dios. Y cómo hablamos.
Yo te decía
que estaba muy ridícula con todo aquello.
Tú dijiste que sí.
Y compartiste
el tan amargo leve movimiento
de mis labios oblicuos.

El espejo ovalado

Un espejo ovalado.
Un radiador pequeño de calefacción.
Mis manos calentándose.
Mis ojos
se clavaron en él.
Un rostro, que no reconocí,
me miraba
paralíticamente avejentado.

Afloraba
a los oscuros ojos de aquel rostro
un profundo dolor
que venía de adentro. Que era oscuro y tenaz.
Cristalizó.
Y, en forma de agua amarga,
resbaló
hasta la piel de mis zapatos húmedos.

Un caos
de innumerables dardos afilados
castigó mis sentidos.
Con las manos abiertas golpeé la pared
de ambos lados del espejo ovalado.
¡Dios es bueno!
Me asusté de mi grito.
Los dueños de la casa al otro lado…
Acerqué mis oídos al tabique azotado.
La radio transmitía un estridente mambo.
Respiré sosegada. Me arrojé sobre el lecho.
Y miré largo rato
los fantasmas
que la humedad
había dibujado sobre las paredes.

El traje nuevo

Voy a vestirme el traje de etiqueta.
Cuidaré mis maneras.
Perfumaré mi aliento -respirando el estiércol tanto tiempo…-

No. No es correcto. Lo sé,
el presentarme así todos los días.
A mi modo. Rebelde.
Llevando de la mano -igual que las gitanas a la puerta del “Metro”-,
palabras mal peinadas. Andrajosas. Desnudas.
Intentaré acordarlas.
Arcangélica música debe llevar el viento
cuando gira:
“Los oros del otoño”, “Las cascadas”, “Los trinos”.

Pero no. No podré; ¡estos modales…!
Cuando me sienta estrecha aquí en el alma.
Cuando me pise sin clemencia el Tiempo,
vocearé de nuevo.
Escupiré a la rima -la rima es de burgueses
de la dicha-, y mis zapatos
llevaré ya en la mano. Iré saltando
libre
de su opresión.
Y de verdad lo siento. Debe ser tan hermoso,
con paternal orgullo,
pasear entre gentes -satisfechas
del todo- almidonadas frases
con puntillas
y lazos
de colores vistosos…

Incienso

Incienso.
Olor que me penetra
rasgando los sentidos.
Y huyo.
Me siento acorralada
por ese olor vivísimo.
Partículas quebradas
de una luz lejanísima
se adentran en mi alma, hoy todo sombra.

Incienso.
Un Dios,
amordazado por la Vida,
intenta liberarse. Inútilmente.

Incienso.
Acaso un día,
al aspirar tu aroma penetrante,
no huya. Arrollándolo todo.
Seguida y perseguida
por un fantasma amado:
El Dios de mi niñez. Que olía a incienso.

La palabra

Yo te quiero sencilla. Acaso pobre.
A veces,
vas a brotarme de organdí vestida (sin querer
me florece el lenguaje de otros seres).
Con amor te desnudo.
Quedas como mi carne.
Como mi corazón y sus latidos.

A menudo,
igual que los pequeños
ante una tienda de juguetería,
pego la cara
a las brillantes lunas
donde se venden las palabras bellas.
Las admiro.
A otros les sientan bien. Si me las colocara…
Las aparto al momento
porque a mí no me sientan.

Y de nuevo voy cogiendo brazados de palabras
entre la hierba fresca
y bajo el cielo.

Al este de la ciudad, 1963

La posteridad

Con frecuencia, oigo hablar a poetas
de la posteridad.
“Tenemos que intentar –dicen con énfasis–
que las generaciones venideras…”
Y yo digo que sí –siempre me incluyen–. Pero mi corazón
sonríe
al tiempo virgen para sus latidos.

Yo quiero vivir al día,
lo mismo que las aves.
Ser pan de todos, sí
de los que conmigo muerden la agonía.
Y ya no aspiro a más.
Sólo a pudrirme –cuando llegue la hora–
junto a mis letras húmedas y doloridas.

La voz

Aquella tarde me dolía el cuerpo.
Era un dolor vulgar
de materia imperfecta que se quiebra.
Aquella gente extraña
con quienes compartía diariamente
el techo, el pan y el agua -claro que les pagaba-,
indiferentemente me observaban.
Y lo sabían, sí, moscardones horribles,
enlutados por alguien que ni habían amado.
Con un zumbido hiriente
bajo sus tan peludas y viscosas alas.
Con ese tornasol que da la envidia
cuando orea las almas.
Con sus antenas rígidas, sin vibración posible,
viviendo para sí.
Con la brutalidad de las piedras intactas. Sin un hoyuelo leve
para mi dolor grave.
Ya en la mesa
sentí avanzar el llanto
impetuosamente desde el corazón.
Era la humillación que se acercaba. No debía de ser.
Sacudí fieramente mi cabeza, la eché atrás erguida
y me puse a comer -¿comer?-, sólo sé que tragaba,
pero no sé si carne, si pescado, si llanto.
Salí de aquella casa maldiciendo. Bueno,
maldecir no sabía, pero dije con furia:
“Yo bailaré una rumba en vuestro vientre
cuando el dolor os nazca con la vida.”
-No te asustes, Señor, nunca lo haría;
este pequeño corazón es bobo-.

Con ansiedad de corza perseguida,
asustada y herida, dando saltos y huyendo
me refugié en el hueco de unos brazos.
Buscaba una palabra, una pregunta tierna que cubriera
aquella desnudez que me asolaba.
Pero tampoco allí logré encontrarla. En aquellas arterias
el deseo giraba
vertiginosamente, y no era mi dolor lo que apresaban.
Huí, huí de nuevo. Aquello era peor. Allí yo amaba.
Con mi doble dolor a las espaldas -ahora,
me dolía ya el alma-,
penetré en una iglesia. Dios estaba allí.
Como si lo ignorase
le fui contando quedamente todo.
Él se quedó callado, mudamente callado. Sí, sí, y me había escuchado,
lo sabía, pero nada me dijo.
Nada me preguntó tampoco Él. Su silencio
aumentó mi tormento. Salí a la calle
con un vestido nuevo
de confusión, de niebla, pero a la vez rasgado.
Se veían mis muslos. Contraídos, con sus tendones rígidos,
porque mis pies, por vez primera, sí,
querían pisar fuerte, desgarrar el asfalto
y herirlo, herirlo tanto
cuanto que a mí él me hería
tenazmente.

Las bocinas, los guardias, aquella gente que me avasallaba
para pasar delante -como si hubiera premio
al final de la acera-,
era tremendo y duro.
De pronto,
sentí una voz suave
que reconocí:
“Qué tienes, hija, qué te pasa, dime. “
Madre, dije bajito, y me quedé pegada
al ceniciento asfalto
que mis suelas
venían machacando con ahínco.

Las estridentes voces de un taxista -que tuvo que frenar
para no atropellarme-, me hicieron despertar.
Estaba tan contenta, que hasta le sonreí,
olvidando de pronto sus feroces insultos.
No quise ya esperar el ascensor para tomar el “Metro”.
Bajé las escaleras
saltando igual que un niño, de tres en tres. Silbando
una canción ligera, y por la noche
aquellos moscardones enlutados
me parecieron ya casi palomas.
De “Humana voz”

Las cosas viejas

Qué boba soy, Señor,
-me da vergüenza que lo sepa alguien-,
con cuántas cosas cargo. Sin motivo.
Esta pluma así vieja que ha girado mi llanto.
Este abrigo teñido, o mejor, desteñido,
porque cuántos inviernos…
Esta horrorosa planta
tan raquítica
como mi corazón,
porque ha sobrevivido -como él-
la angustiosa miseria
de la ventana
oscura
de este patio indecente.
Y así,
muchas cosas menudas
que yo siento. Indefensas.
Y debiera dejarlas,
jubilarlas, tirarlas; ahora
ya podré cambiarme,
-el nuevo sueldo de los funcionarios…-.
Pero no. No podría
olvidarlas,
y llevaré conmigo
estas pequeñas cosas así dóciles.
(Sería tan cruel si las dejara…)
Ellas,
compartieron mis horas de agonía. No los seres humanos.
Además
tengo miedo, Señor.
Otro sitio. La Vida,
y seguiré tan sola. Desgajada,
y estas cosas
amigas,
pronunciarán mi nombre
desde su silencio.
Y cuando allá muy dentro
la ternura,
me arañe y me desgarre -por tenerla encerrada-,
lo mismo que otros días,
yo miraré estas cosas
tan sencillas, tan mínimas,
tan entregadas desde su inconsciencia,
y, lentamente,
mis venas,
se irán tornando mansas. Sosegadas.

Oh, Señor, si al menos
pudieran comprender cómo las amo.

Ropa tendida

Ha cesado la nieve, la pertinaz llovizna de estos días.
El sol
se extiende larga y perezosamente
sobre las negras charcas del suburbio.
El cielo luce azul. El aire es fuerte
y sacude
los miles de banderas, de banderas de paz,
que en cada esquina, cada rincón, pared de casa ajena,
han colocado todos los vecinos.
Los vecinos que habitan
bajo un techo menor
que una sábana abierta y extendida.

Vida prestada

Señor,
esta vida prestada
que sostengo
a fuerza de dolor
hecho ya aliento,
aliento que me pesa
estancado remanso
que no fluye
ni se renueva con cada latido-
es como las demás. También prestada.
Pero a mí
me dejaste pendiendo
la etiqueta,
el marchamo que dice a todas horas
-porque un viento en el alma lo remueve-:
“Que no me pertenece.”

Y se posan
mis tan oscuros y tristones ojos
sobre toda planta que en la tierra crece
y sobre todo ser humano
que a la vida
se entrega totalmente. Apasionado.
Con asombro los miro,
porque a ellos
les arrancaste un día la etiqueta.
La etiqueta que a mí,
angustiosamente,
me baila sin cesar. Frente a los ojos.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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