SOLO TÚ Y YO SABEMOS [Mi poema]
René del Risco Bermúdez [Mi poeta sugerido]

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MI POEMA… de medio pelo

 

Solo tú y yo sabemos lo que ignora la gente
pues que ambos disfrutamos el mismo desvarío
aunque los dos pensemos de forma diferente
y las aguas transiten por diferente río.

Que los días son largos y las noches son tristes
y los miedos se agarran en el mismo asidero
y cuando llega el alba a cambiar se resisten
viendo pasar el tiempo por distinto sendero.

Siempre así tropezando con la misma torpeza
escarbando los sueños de un posible delirio,
los pasos dando en falso por la misma maleza
aunque los ojos curen con el mismo colirio.

Y así la vida pasa con mil contradicciones
queriendo a quien te quiere pero no a quien conviene,
obviando a la razón mas no a las emociones,
y en esta incertidumbre la vida se entretiene.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO: René del Risco Bermúdez

NOCTURNO

Tengo esta noche las manos negras, el corazón sudado
como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del humo.
Todo ha quedado allá, las botellas, el barco,
no sé si me querían, y si esperaban verme.
En el diario tirado sobre la cama dice encuentros diplomáticos,
una sangría exploratoria lo batió alegremente en cuatro sets.
Un bosque altísimo rodea esta casa en el centro de la ciudad,
yo sé, siento que un ciego está muriéndose en las cercanías.
Mi mujer sube y baja una pequeña escalera
como un capitán de navío que desconfía de las estrellas.
Hay una taza de leche, papeles, las once de la noche.
Afuera parece como si multitudes de caballos se acercaran
a la ventana que tengo a mi espalda.

EL BREVE AMOR

Con qué tersa dulzura
me levanta del lecho en que soñaba
profundas plantaciones perfumadas,
me pasea los dedos por la piel y me dibuja
en le espacio, en vilo, hasta que el beso
se posa curvo y recurrente
para que a fuego lento empiece
la danza cadenciosa de la hoguera
tejiéndose en ráfagas, en hélices,
ir y venir de un huracán de humo-
(¿Por qué, después,
lo que queda de mí
es sólo un anegarse entre las cenizas
sin un adiós, sin nada más que el gesto
de liberar las manos ?)

El viento frío

Debo saludar la tarde desde lo alto,
poner mis palabras del lado de la vida
y confundirme con los hombres
por calles en donde empieza a caer la noche.
Debo buscar la sonrisa de mis camaradas
y tocar en el hombro a una mujer
que lee revistas mordiendo un cigarrillo;
ya no es hora de contar sordas historias
episodios de irremediable llanto,
todo perdido, terminado…
Ahora estamos frente a otro tiempo
del que no podemos salir hacia atrás,
estamos frente a las voces y las risas,
alguien alza en sus brazos a un niño,
otros hay que destapan botellas
o buscan entretenidamente alguna dirección,
una calle, una casa pintada de verde
con balcones hacia el mar…
Debo buscar a los demás,
a la muchacha que cruza la ciudad
con extraños perfumes en los labios,
al hombre que hace vasijas de metal,
a los que van amargamente alegre a las fiestas.
Debo saludar a los camaradas indiferentes
y a los que viajan hacia otra parte del mundo,
porque todo ha cambiado de repente
y se ha extinguido la pequeña llama
que un instante nos azotó,
quemó las manos de alguien, el cabello,
la cabeza de alguien.
Ahora se acaban aquellas palabras,
se harán ceniza del corazón,
se quedarán para uno mismo…
Es hermoso ahora besar la espalda de la esposa,
la muchacha vistiéndose en un edificio cercano,
el viento frío que acerca su hocico suave
a las paredes,
que toca la nariz, que entra en nosotros
y sigue lentamente por la calle,
por toda la ciudad…

No era esta ciudad

No era esta ciudad.
Habían muerto los ruiseñores de metal
en las ferreterías,
se incendiaron las piernas
de los maniquíes,
y las tiendas de discos
se llenaron de polvo
y del lamento de las calles.
No era esta ciudad. Te lo repito.
No era esta ciudad,
porque entonces las muchachas perdieron
sus cabelleras de pronto,
y fuimos aprendiendo
a fumar impasiblemente
junto a la perdida mirada de los muertos…
Hubiera sido completamente absurda
esta ciudad,
nadie se hubiera acercado a las vidrieras
a ver trajes de baños,
máquinas de afeitar,
pantalones McGregor,
nadie hubiera intentado
pensar en este amor de palabras oscuras
detrás de copas de Martini,
en estos altos pisos
donde el rumor de la vida
nos aprisiona,
nos empuja a besarnos,
nos deja llorar
y luego con el dorso de la mano
nos hace aparecer
con el rostro tan limpio como siempre…
Pero no. No era esta ciudad.
Puedes acercarte al balcón,
mirar la verde copa de los árboles,
respirar hondamente
y extender tu mirada
sobre los rojos tejados;
nada te hablará de aquella voraz llama,
de aquel rugido ardiente
que nos lanzó de pronto a las paredes,
que descolgó ruidosamente
las lámparas del techo
e hizo morir apresuradamente
los peces de colores,
los ositos de lana,
las muñecas…
Hoy eres tú,
el cuello perfumado,
la cabellera recogida,
la nariz dilatada
en el frío viento de la tarde.
Hoy eres tú, y soy yo
con espejuelos ahumados
y el cigarrillo perfectamente encendido
para el tedio…
Aquella ciudad quedó tal como estaba,
los zapatos vacíos,
las uñas chamuscadas,
las paredes caídas,
las sucias humaredas…
Aquella ciudad no la hallarás ahora
por más que en este día
dejes caer la frente contra el puño
y trates de sentir…
No, no era esta ciudad.
Te lo repito…

Belicia, mi amiga…

Belicia, mi amiga,
tú y yo debemos comprender
que estamos en el mundo nuevamente…
bajo los pájaros, junto a los vendedores,
entre alegres muchachas
con trajes adornados.
Estamos nuevamente en la ciudad,
en las provincias,
leyendo los periódicos,
seleccionando perfumes y corbatas,
gesticulando festivamente
como pequeño-burgueses…
Belicia, mi amiga,
tal vez debamos ya cambiar estas palabras.
Atrás quedaron las humaredas y zapatos vacíos,
y cabellos flotando tristemente…
Ya no son tan importantes los demás,
ni siquiera tú eres tan importante;
podemos marcharnos, separarnos,
y nadie lo reprochará por mucho tiempo,
ni siquiera tú, Belicia.
Estás nuevamente en la ciudad,
entre los parques y las cafeterías
y los grandes anuncios de los cinematógrafos.
El sol nace entre los árboles cada día,
y los hombres salen a la calle
con trajes y espejuelos,
otros lustran sus automóviles,
y tú, con una cinta perfumada
recoges tus cabellos encima de la nuca…
Todo es distinto a lo de ayer.
Ahora tú puedes enfadarte conmigo,
cantar simples canciones,
viajar a tu pueblo entre la brisa…
Y yo podré tranquilamente comprar un libro,
preferir tranquilamente estar en casa.
Pero no podremos otra vez
estar de manos sobre aquella ceniza,
ni nadie contestaría tus preguntas
acerca de la muerte en los tejados…
Porque hemos regresado, Belicia.
Ahora paseamos junto a los jardines
y discutimos de otras cosas,
y yo no admito tu dureza,
y tú descubres mi egoísmo
y en fin, Belicia, amiga mía,
ya lo demás no son tan importantes
y tú y yo debemos comprender
que estamos en el mundo nuevamente…

Esta Carta

Esta carta bien puede estar
fechada de este modo:

Hotel Canaima,
de Maturín a Abanico
Caracas, Venezuela
Noviembre, 1966

Señor
René del Risco

Estimado René:

Anoche, aproximadamente
a las 10:00 p. m.,
llegaste aquí a Caracas
y todavía sientes ese dulce terror
de haber muerto trágicamente
en tu país.
Ya desde antes,
cuando en el bar del aeropuerto
dijiste secamente
«Un trago doble, por favor»,
te daba pena saber
que estabas despidiéndote
de aquel muchacho lleno de pesadumbre
que se ponía tus corbatas
casi sin comprender
por qué debía sonreír a tantas gentes
que cinco años atrás
le eran completamente inalcanzables…

Después de todo,
aquel muchacho tenía el rostro
de un suicida,
y por eso tal vez
ante el espejo
sentías esa extraña impresión
de estar ante un hermano muerto,
y de reconocer en sus ojos
algún gesto doliente de tu madre…
«Un trago doble, por favor…»
y casi una mano morena sobre tu hombro,
unas negras pestañas quizás;
y desde entonces esa pena,
esa cruel certidumbre
de saber que en ese instante
caían rápidamente
las oscuras hojas de un árbol
que en tu infancia trepaste
con terror,
de aquel muchacho
con las manos sudadas
ya no tendrías palabras con qué retenerte,
lo sabías perfectamente
desde que comenzaste a recordarlo
con la pijama verde,
y aquellos incontenibles accesos de vergüenza
cuando la maestra de aritmética
le ordenaba ir a la pizarra.
«Un trago doble, por favor…»
porque tiene miedo,
justamente dentro de diez minutos
llamarán a los pasajeros,
«Viasa anuncia su vuelo hacia Caracas…»
y te dirigirás
a la puerta número 2.
Y ya no fuiste más aquel muchacho
con pesadillas
en las que se precipitaba
desde la azotea de un edificio gris,
y se sentía terriblemente solo y perdido
cuando detrás de algunas puertas de aposento
descubría un brassiere negro,
una ligera bata azul.
Ahora avanzaste bajo las luces
con tu maletín
sonreíste de una manera perfectamente triunfal
en el momento del flash,
tuviste gestos verdaderamente despejados
y hasta supiste decir con innegable aplomo
aquella frase que no olvido:
«Magnífica noche para viajar, ¿no es así?»
Ahora estás aquí en Caracas:
Dos millones y pico de personas
alrededor de altos edificios
y ese letrero de los cigarrillos Park
que has visto esta mañana
al correr la cortina de tu cuarto…
Tienes la duda extraña
de ser otra persona,
de haber crecido repentinamente
dejando atrás la locomotora del central,
la torre de la iglesia
cortando un cielo de nubes retardadas
en el que tú aprendiste
a ver el humo sucio de los barcos,
las golondrinas como duras tijeras
en la soledad…
Alguien ha muerto. Tú lo sabes.
Por eso abres el grifo
y metes la cabeza en ese chorro tibio,
y tomas la toalla
y estás de nuevo en la ventana
mirando la ciudad:
Sabes que encontrarás letreros
y cabezas en la avenida Urdaneta,
zapatos marrones,
ojos de repente fijos en la luz del semáforo
hacia las puertas, los taxis,
las esquinas.
Y te sentirás también moviéndote
entre todos,
integrado a esa flotante masa
desconocida
que irrumpe en la ciudad
desde los aviones llegados a Maiquetía
y que tú te empeñas en descubrir,
en reconocer su nacionalidad
tan solo por un gesto,
el arco de las cejas,
el modo de vestir.
Te preguntarás qué haces allí
y solo entonces
tu mano irá al bolsillo de la chaqueta
y comprobarás alguna dirección,
un nombre extraño
que pronunciarás mecánicamente
como aquellas lecciones del libro de Mantilla.
Sabes que encontrarás hermosa la ciudad,
y que te deslizarás por las avenidas
contando veinte pisos
por la ventanilla del automóvil.
Pero nada. Siempre tendrás esa certeza
de que ha muerto alguien
y de haber destruido un juguete,
una lámina a colores,
una pequeña mariposa bajo el zapato negro.
Inventarías comer una barquilla
atravesando ese amplio hall
donde buscas la oficina de una línea aérea
y donde tocas con la frente un cristal
detrás del cual alguien te hace señas
con el dedo
y de repente estás amenazado.
O ahora que contemplas detenidamente
el monumento en la plaza con músicos
y estanques
que te recuerdan a Trujillo,
serías capaz de caminar apresuradamente
hacia la ciudad, huyendo,
volteando el rostro a cada instante,
evidentemente perseguido.
Pero no. En esta cafetería de Rockefeller
puedes cerrar los ojos
oyendo las cansadas palabras
de los oficinistas que echan catshup
a la cena…
Después te irás al cine
a ver al Bergman que no irá a tu país
por mucho tiempo;
y todo así, como si recién salieras de la cárcel
o hubieras sobrevivido a una tragedia
en la que todos los tuyos perecieron.
Por eso ahora te desacordonas los zapatos
sentado en esta cama del hotel
y piensas en aquel muchacho
con ojos de suicida
que regresaba de la escuela
todos los viernes a las cinco
bajo arboledas verdaderamente tristes…
Has apagado la luz de la pequeña lámpara
y todavía con el cigarrillo entre los labios,
desde la cama miras la noche tras la ventana,
el caballito azul de los cigarrillos Park
y ahora estás completamente seguro,
yo he muerto en tu país,
anoche justamente
cuando un muchacho tímido
desde mi corazón me vio partir
como a un hermano rico
hacia Caracas…

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Autores en esta página

Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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