1.DEL YIN Y EL YANG DE LAS CAMPANAS [Poema del Editor]
2.Angélica Morales [Poeta sugerido]

Textos aquí: 1. del Editor, 2. del Poeta sugerido y 3. del Invitado (opcional)

MI POEMA …de medio pelo

No se sabe por qué, ni cómo y cuándo
ha querido asomarse hoy la alegría
con campanas a Dios repicando
demostrando el amor que sentía.

Las campanas, las mismas campanas
que llorando ya hoy tocan a muerto,
que una vez aparentan malsanas
cual si fueran mirádole a un tuerto.

Din don din proclamando un bautizo,
don din don anunciando un entierro,
un caprico que dicen Dios hizo
y deshizo mandando al destierro.

Una muestra, campanas al viento,
de quien fuera que sufre un delirio,
por un gozo trocado en lamento,
de un clavel que se torna en un lirio.
©donaciano bueno

MI POETA SUGERIDO:  Angélica Morales

NINGÚN DIOS

Yo nací del rencor de mis arañas,
de la tarde rota sobre los labios de la porcelana.
Yo nací con la cicatriz de un pájaro tatuada en la boca,
con la lluvia siempre lejos de las manos.
Yo nací,
negra,
casi blanca,
enteramente azul,
una madrugada de agosto,
cuando mamá abría sus piernas
y cayó el rayo,
cuando mamá pelaba naranjas y la soledad de un ángel,
cuando mamá cerró su corazón y me dejó a oscuras.
Yo nací del silencio,
allá arriba,
donde los árboles duermen y después desordenan el sueño de sus raíces.
Yo nací con dos huesos de más,
con el perfume de un muerto envolviendo mi tristeza.
Nací rota,
simulando el amor,
masturbando fiebre y rosas enfermas.
Yo nací con la temperatura exacta del olvido,
con un ramillete de ojos llorosos y casas derrumbadas
ocultas bajo la piel de mis vestidos.
Yo nací,
simplemente llegue de la sangre y de lo hondo de un destierro,
de la luz que ciega y parpadea,
de un saloncito estrecho en el que los hombres fuman
y acarician las nalgas del whisky.
Nací y eso fue todo.
Ningún dios,
Ninguna nube rompiendo el vientre de sus hogueras.

GOTITAS DE COBRE

Muchacha,
asoma el pico de tu sexo.
La mañana es alta y tiembla.
No quedan calles para repartir en la memoria,
ni niños degollando un lunes
sentados a la mesa.
Muchacha,
el mantel tiene hambre
y los relojes se han tumbado a morir.
Vendrán los poetas con gargantas nuevas,
una talla XL para su sangre que no está.
Muchacha,
la tierra se alimenta de sueños
y huesos de mariposa.
Si abres la boca
caerá el mar en gotitas de cobre.
Si abres las piernas,
entrará un hombre de otro país,
sus caballos azules
haciendo el amor contra la pared.

PLANETAS OSCUROS

En esta tierra los niños traen bajo el brazo perros enfermos
y recortes de periódicos.
Traen a sus tías cojas ladrando de madrugada.
En esta tierra donde las montañas trepan hasta el pecho de dios
y piden pan y semillas de leche
y piden agua en cucharadas hondas
y piden tierra y cebollas,
piden hijos que no conozcan el invierno y la sal.
En esta tierra de edificios de hambre
donde los pobres pasean calles y esqueletos de patata.
En esta tierra de fragancia azul,
de tardes que se quiebran en la espalda de los relámpagos.
En esta tierra que se ha comido la sangre
y los hermanos,
que ha sacado a las ancianas de sus camas y las ha violado tres veces.
(Había lenguas de soldado bajo su carne /
Había granadas
y un cuento interminable y las costillas de un reloj
y un frío de diciembre mordiendo las bufandas que nunca están)
En esta tierra de adulterio,
de putas efervescentes abanicando amantes
y moscas de fruta cerca de la carretera.
En esta tierra que cuenta crímenes y monedas,
que abre la boca de todos sus muertos para respirar,
que sube cuestas con la casa al hombro,
que pare incendios en la piedra,
misas en la boca de los árboles,
planetas oscuros dentro de unas manos
que excavan la aurora y la resurrección.

DEDOS DE MANTEQUILLA

“Dedos de mantequilla” – José Manuel Ubé

En esta ciudad sin flores las muchachas desnudan sus pechos
y untan de aceite los últimos días de su sangre.
Hay farolas iluminando el hastío
y el salón comedor de una familia
que ha perdido las ganas de comer,
el hambre de buscar entre sus huesos algún recuerdo fresco
o un pétalo de infancia.
Recuerdo que hace años paseaba cogido de la mano de un muchacho.
El muchacho era negro y tenía el blue jeans roto a la altura de la rodilla.
Había fiesta en mi ciudad,
luciérnagas con las boquitas pintadas de rojo
que danzaban alrededor de la música
y más tarde
se marchaban al centro de la oscuridad
para aparearse con media docena de churros
y una taza de cacao.
En esta ciudad,
(¡Oh, poeta de lúgubres barbas!)
no existen los animales con piel,
solo cáscaras que ronronean cerca del cristal
y mujeres de manos gordas
que acarician collares y un panecillo francés.
Yo escribo cerca de la ventana.
Hago versos amarillos para quien los quiera comprar.
Pero nadie en mi ciudad entiende de poesía.
(¡Oh, Jack Spicer!)
Nadie suplica versos ni sabe contar
las costuras infames de una leyenda ocurrida ayer.
Ignoran el calendario de Asurbanipal y la sandalia.
Ignoran que yo he venido al mundo
mientras mi madre compraba naranjas en el mercado
y el dolor trepaba hacia la boca de los árboles en otro país.
Escribir, Jack.
Escribir en esta ciudad es como intentar cazar elefantes de humo
sobre un papel blanquísimo.
Es como intentar abrazar el agua del mar sin empaparse la camisa,
sin rozar siquiera la sombra de una gota,
su perfume a mujer vacía de ideas y sin corazón.
En esta ciudad,
en esta puta ciudad donde los cadáveres salen a beber whisky
y les dan besos con lengua al sexo de las grietas,
donde los colores se confunden
y no hay edificios monstruosos en los que poder esconder
las pisadas de un ángel o aquel mapa.
Un poeta aquí es inferior al retrato nupcial de una hormiga.
Es inferior a un asesino de zorros.
Es inferior a una de esas lluvias de verano
que no saben alimentar la garganta de la tierra
y ensucian el cristal de las gafas.
Sin embargo yo insisto,
me afeito un paisaje sentimental,
me afeito un amor de madrugada,
la herida que me hizo mi madre a los cuatro años,
mi primera caída en bicicleta,
la muerte de mis pantalones
o ese reloj homosexual que nunca sabe pronunciar las doce en mi bragueta.
Yo escribo, Jack,
a ti también, querido amigo,
te escribo cartas con la sangre de mis venas que no existe,
cartas azules donde las alas de una mariposa inmóvil
agita su enfermedad e intenta hacerle cosquillas a la ceniza de tu nombre.
En esta ciudad de colillas
y vidrios
y fuentes estrechas.
En esta ciudad donde las farmacias no duermen
y siempre hay niños acostándose con la marihuana.
En esta ciudad que de vez en cuando se encoge de hombros
y deja pasar un accidente,
la historia de una mujer tristísima que no sabe hablar el idioma de las lámparas.
Pero yo escribo.
Abro la nevera,
destripo pájaros,
subo a la azotea y me bajo los calzoncillos para enseñarle mi trasero a la luna.
Aunque la luna nunca sabe mirar mi culo blanco,
nunca sabe escribir versos sobre mi piel de hambre,
sobre este poema que abre su boca de lobo para engullirme.
No quedará nada de mí mañana, Jack.
Solo una casa sin ascensor.
Solo una taza con el té frío.
Solo un cigarrillo eléctrico que no sabe respirar la luz.
Soy un hombre disléxico buscando la imperfección de una palabra.
¿Te lo he dicho ya?
La palabra como bolsa de basura reciclable,
como telegrama que llega tarde a unos dedos impregnados de mantequilla.

LA TORTUGA BLANCA

Una tortuga blanca tomando altura de las horas,
amamantando con su silencio el sonido del mar que no existe.
Siempre que pienso en ti llegan a mis manos
lenguas de mariposa ardiente y un puñal.
Te veo tendida sobre el manto frío de la nieve,
queriendo correr hacia las cosas reales,
bautizando tu sangre con paraísos de negros y flechas.
Nunca debiste tomar el tren del otoño,
ni pasear cogida del brazo por los andenes que no recuerdan si han sido,
si continúan ahí,
en mitad de un olvido que mengua las noches de tabaco y cielos vacíos,
sin nadie que venga a lavar su rostro de estatua,
a velar su arquitectura herida,
su fiebre oculta en la mejilla del aire.
Una tortuga blanca,
ahora y siempre,
con el mismo trayecto a cuestas,
idéntico hambre en las pupilas.
Homosexual, la tortuga,
como César Moro,
igual que Cavafis,
como tantos otros poetas que escribieron cartas de amor
a las estaciones de paso.
(Pudiera ser un sombrero en Lisboa /
aquel gesto al partir las nueces con el puño /
ese caminar lento sobre los objetos que nos aman)
Y yo no sé si voy a saber buscarte en este vacío
donde todo respira su último aliento,
en este paisaje de arrugas y multiplicaciones
en el que me han convertido los años.
Máscaras.
Todos estamos tocados por máscaras
en este teatro de vida que nos mata lentamente.
Y yo abrazo tu ausencia ahora,
mientras la montaña cruza sus brazos
y un niño empieza a ensuciar la madrugada.
Subo al tren y escribo la luz de tu nombre que no está,
escribo el patio de la abuela donde se reunían las mujeres tristes
para poner en orden el incendio de su ropa interior.
Y siempre era temprano para todo,
para desempolvar la merienda sobre el regazo,
para perfumarnos de sueños marchitos detrás de las orejas,
para pasar un peine a la espalda de Dios
y luego contar el temblor de las lámparas
sobre nuestra cabeza de animales dormidos.
Siempre he viajado hacia dentro de mí,
como Pessoa viajaba en el humo de su cigarrillo
y más tarde echaba al olvido
sus maneras,
su forma de sentarse en la mesa del fondo,
de hojear el periódico,
de contar las pulsaciones de su soledad.
También están solos los muertos
y los pueblos que se abandonan
y aquel gato a rayas que tiene la cadera rota
y camina dando tumbos sobre las aceras.
Recuerdo los domingos en la estación,
la maleta de una mujer muy vieja que descansaba a sus pies
como si fuese el féretro de un hijo amado.
Una maleta gris atravesada por una cuerda.
La mujer no tenía dientes pero trituraba los rezos en silencio,
mientras la gente se iba arremolinando alrededor de las vías
y el viento azotaba los cables y el vuelo de las cigüeñas.
Ni un solo momento miró hacia el cielo.
Sus ojos estaban cautivos
en la maleta gris que descansaba a sus pies.
Más tarde se sentó a mi lado.
Las manos juntas,
la mirada perdida en el color azul de los sillones.
Cuando atravesamos el primer túnel
la mujer empezó a deshojar los pétalos de una mandarina:
“¿Gusta usted?” Me preguntó.
No, gracias, que aproveche.
Y seguimos en silencio.
Ella con su martirio.
Yo con el temor a no encontrarte al otro lado de las horas.
Es esta tortuga blanca.
Siempre ha sido así,
la melancolía de los versos que se escriben solos las noches de ciudad
y mujeres rotas al otro lado de la calle,
esas ganas de saberlo todo estando tan quieta,
como si viajar consistiera en cerrar los ojos
y abrir las compuertas del corazón.
La abuela viajaba en tren con las rodillas muy juntas
y no quería mirar el paisaje porque se mareaba
y todo le parecía de una extrañeza insoportable,
el cielo tan lejos y tan desdibujado,
haciendo añicos su belleza tras el cristal,
la tierra sacando sus tres piernas para correr al mismo tiempo que la máquina.
Todo sucedía dolorosamente aprisa
en la imaginación de la abuela.
Sin embargo el tren era lento,
como su mirada,
lento como el luto de su vestido,
como sus flores blancas ahogadas en un lecho de fino puñal.
Lento y sombrío,
como esos árboles que crecen en la oscuridad de un deseo,
en la parte opuesta de todos los cementerios.
Y yo me asomo a este cuarto donde me sigue lloviendo
tu enfermedad,
tus noches a solas en la casa,
tus zapatitos de pobre niña coja en la inmensidad de sus cuatro años.
Y viajo sobre el caparazón nevado de esta tortuga que es tren
y casa quemada
y mar donde las sirenas asoman sus pechos de piedra
al abismo de una palabra.
Te pienso en la lentitud de este tren que no detiene su latido,
que no conoce la desnudez de tus gusanos ahí abajo,
en el fondo de toda rosa que no sabe morir,
que se sueña
grito,
manzana,
llanto terrible,
paisaje yerto en las postales de mi sangre.
Te escribo,
amor,
desde las madrugadas que huyen de sus siglos,
desde el manto minúsculo de una virgen
que tiene el fémur manchado
de cocodrilos y aguardiente.
Te escribo desde el infinito de este metal
que abre en dos la seriedad de la tierra
y nos comunica con el hambre del infierno.
Te escribo mientras el tren asciende en su locura
y se inflama de pájaros y agonía.
Te escribo sentada sobre el dolor azul de todos mis terrores,
sobre esta lengua de nieve que zigzaguea
en las praderas más oscuras de mi memoria.
Web personal de Angélica Morales

Bio de autores en esta página

"No están todos los que son pero son todos los que están."

  • Angélica Morales (María Ángeles Morales Soriano) es una escritora, poeta y directora teatral española, reconocida por su prolífica obra, especialmente en el género de la poesía. Nacimiento: Teruel (España), 14 de agosto de 1970. Residencia actual: Huesca (España).

    Ocupación: Escritora, poeta, directora teatral y actriz.

    Formación Académica y Artística: Es licenciada en Historia Antigua por la Universidad de Valencia. Posee un diplomado en Escritura Jeroglífica por la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia. Está diplomada en Arte Dramático por la Escuela del Actor de Valencia, una disciplina que considera que le "salvó la vida" y que se refleja en el ritmo de su prosa y poesía.

    Trayectoria Literaria y Premios: Angélica Morales ha cultivado principalmente la poesía, aunque también ha incursionado con éxito en la narrativa. Su obra se caracteriza a menudo por el tratamiento sincero y autobiográfico de temas como el dolor y la violencia, especialmente en su poesía. Poesía (Obras destacadas y Premios): Ha sido galardonada con numerosos premios nacionales e internacionales, entre los que destacan:

    V Premio Internacional de Poesía «Gabriel Celaya» (2022) por Mi padre cuenta monedas (una obra que aborda el maltrato personal y la violencia de género). XXXIV Premio Santa Isabel de Portugal de Poesía (2024) por DolorXXVII Premio Nacional de Poesía «Poeta Mario López» (2019). XLVIII Premio Ciudad de Alcalá de Poesía (2017). XVII Premio de Poesía Vicente Núñez (2017). Premio Internacional de Poesía Miguel Labordeta (2011) por Desmemoria.

    Otros poemarios publicados incluyen: Asno mundo (2014), Monopolios (2014), España toda (2018), Las niñas cojas (2019) y El sueño de la iguana (2020).

    Narrativa (Novela y Prosa): Su novela Mujeres rotas fue seleccionada entre las diez finalistas del Premio Planeta en 2017. En 2023 publicó su primera novela, La casa de los hilos rotos (Destino).

    Otras novelas incluyen Benedicto XIII, el papa Luna: El hombre que fue piedra (2006), Piel de lagarta (2007) y Amar en martes (2009). Teatro y Cine: Además de su carrera como escritora, ha sido actriz protagonista en varios cortometrajes y mediometrajes y continúa activa como directora teatral.

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